domingo, 15 de diciembre de 2019

Domani no, Hoy I


Cuando llega el momento en que en la familia ya son todos mayores de edad, los viajes familiares se disfrutan de otra manera. Por un lado, porque dejan de ser una obligatoriedad y por otro porque los miembros dejan de tener jerarquía y se vuelven compañeros de aventuras.

En el 2012 fuimos con mis hermanos y mi mamá a celebrar sus cincuenta años a Europa. Primero recorrimos Madrid y Barcelona y después fuimos en tren hasta París unos días. De ahí otro tren hasta Venecia, pasamos por Florencia y finalmente llegamos a nuestro último destino: Roma.
Entre los cuatro días de estadía que tuvimos en esa ciudad, tocó el Día de la Madre, por lo que con mis hermanos decidimos regalarle a la nuestra un día en la Isla de Capri.

Llegamos temprano a la estación de tren y nos fijamos en las máquinas expendedoras de boletos (que para esa época para alguien del tercer mundo era algo revolucionario) cuánto nos costaba viajar hasta allá. Teníamos varias opciones, pero elegimos la más barata, total allá todos los trenes eran de lujo. Me encantaría contarles acerca del tren y del trayecto, pero la verdad que justo de ese no me acuerdo de nada. Luego de dos horas llegamos primero a Nápoles, parada obligatoria para ir hasta la isla. La estación era grande y la panorámica había cambiado. Se notaba una gran diferencia entre el norte y el sur y cuando salimos a la calle, esa diferencia se intensificó aún más. La ropa de la gente ya no era la misma, el ruido ambiental había aumentado considerablemente y Constitución se había vuelto un poroto al lado de esas calles llenas de cúmulos de basura, algunas con ratas coronando la pila. Comenzamos a caminar por las mugrientas callecitas y nos fuimos encontrando con caripelas que daban bastante miedo. Agarramos fuerte las mochilas, aunque creo que fue más un reflejo argentino que otra cosa. Había muchas motos y cuando digo muchas hablo de muchas en verdad. Porque no es normal que haya treinta motos juntas trasladándose a la vez. Fuimos hasta el puerto para sacar el pasaje hasta Capri. El trayecto duraba cuarenta minutos y salía doce y veinte del mediodía. El último ferri de vuelta era a las seis y media de la tarde. Como teníamos un poco de tiempo antes de que saliera el barco fuimos hasta la Iglesia de San Genaro que quedaba cerca. Ahí mi hermano, que estudió Turismo y nos hizo de guía todo el viaje, nos contó que la sangre de San Genaro se guarda en una ampolla desde hace más de quinientos años y suele licuarse tres veces por año. Las veces que no se licuó ocurrieron catástrofes como La Segunda Guerra Mundial, terremotos o la erupción del Vesubio, que dejó a Pompeya debajo de cenizas. Después de nuestra lección cultural volvimos para el puerto. En el camino pasamos por varios restaurants donde la gente estaba comiendo unas pizzas que tenían una pinta bárbara, no como las que habíamos probado en otras ciudades: finitas como un papel e individuales. Ni a los talones les llegaba a las del Palacio de la Pizza o Banchero. También encontramos una boca de subte. No nos animamos a bajar.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario