Cuando llega el momento en que en la familia ya son
todos mayores de edad, los viajes familiares se disfrutan de otra manera. Por
un lado, porque dejan de ser una obligatoriedad y por otro porque los miembros
dejan de tener jerarquía y se vuelven compañeros de aventuras.
En el 2012 fuimos con mis hermanos y mi mamá a
celebrar sus cincuenta años a Europa. Primero recorrimos Madrid y Barcelona y
después fuimos en tren hasta París unos días. De ahí otro tren hasta Venecia,
pasamos por Florencia y finalmente llegamos a nuestro último destino: Roma.
Entre los cuatro días de estadía que tuvimos en esa
ciudad, tocó el Día de la Madre, por lo que con mis hermanos decidimos
regalarle a la nuestra un día en la Isla de Capri.
Llegamos temprano a la estación de tren y nos fijamos
en las máquinas expendedoras de boletos (que para esa época para alguien del
tercer mundo era algo revolucionario) cuánto nos costaba viajar hasta allá. Teníamos
varias opciones, pero elegimos la más barata, total allá todos los trenes eran de
lujo. Me encantaría contarles acerca del tren y del trayecto, pero la verdad
que justo de ese no me acuerdo de nada. Luego de dos horas llegamos primero a
Nápoles, parada obligatoria para ir hasta la isla. La estación era grande y la
panorámica había cambiado. Se notaba una gran diferencia entre el norte y el
sur y cuando salimos a la calle, esa diferencia se intensificó aún más. La ropa
de la gente ya no era la misma, el ruido ambiental había aumentado
considerablemente y Constitución se había vuelto un poroto al lado de esas
calles llenas de cúmulos de basura, algunas con ratas coronando la pila.
Comenzamos a caminar por las mugrientas callecitas y nos fuimos encontrando con
caripelas que daban bastante miedo. Agarramos fuerte las mochilas, aunque creo
que fue más un reflejo argentino que otra cosa. Había muchas motos y cuando
digo muchas hablo de muchas en verdad. Porque no es normal que haya treinta
motos juntas trasladándose a la vez. Fuimos hasta el puerto para sacar el
pasaje hasta Capri. El trayecto duraba cuarenta minutos y salía doce y veinte
del mediodía. El último ferri de vuelta era a las seis y media de la tarde.
Como teníamos un poco de tiempo antes de que saliera el barco fuimos hasta la
Iglesia de San Genaro que quedaba cerca. Ahí mi hermano, que estudió Turismo y
nos hizo de guía todo el viaje, nos contó que la sangre de San Genaro se guarda
en una ampolla desde hace más de quinientos años y suele licuarse tres veces
por año. Las veces que no se licuó ocurrieron catástrofes como La Segunda
Guerra Mundial, terremotos o la erupción del Vesubio, que dejó a Pompeya debajo
de cenizas. Después de nuestra lección cultural volvimos para el puerto. En el
camino pasamos por varios restaurants donde la gente estaba comiendo unas
pizzas que tenían una pinta bárbara, no como las que habíamos probado en otras
ciudades: finitas como un papel e individuales. Ni a los talones les llegaba a
las del Palacio de la Pizza o Banchero. También encontramos una boca de subte.
No nos animamos a bajar.
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