martes, 25 de agosto de 2020

La Reina del Universo

 

Por uno u otro motivo, la última noche de un viaje siempre termina siendo especial y te deja recuerdos para toda la vida. Mi última noche en Nueva York no fue la excepción.

Mi amiga (la persona por la cual fui hasta Estados Unidos) me propuso que fuéramos con el novio y los amigos a Mr. Purple, un bar   que quedaba en un piso quince en East Village, cerca del distrito financiero. Le dije que sí sin dudar y quedamos para encontrarnos a eso de las diez. Para mí ese era un horario hipertemprano ya que habíamos regresado de la playa pasadas las seis de la tarde y todavía debía comprar regalitos, sacar una entrada para subir al Top of de Rock al día siguiente, comer algo, bañarme, vestirme y combinar tres líneas de subte para llegar al sur de la ciudad. Imposible. De hecho se hicieron las nueve cuando recién volví al hostel. “Voy a llegar un poco más tarde”, le mandé en un mensaje a mi amiga y decidí sacrificar la cena para no retrasarme tanto. Ya cambiada y maquillada, encaré para la línea 2, la primera de las tres que debía tomarme. Viajé alrededor de ocho estaciones hasta que llegué a Times Square donde debía hacer la primera combinación. Cuando me bajé del metro, empecé a caminar, pero me topé con uno de esos puestos de diarios que hacían de kiosko y me compré para cenar unos Doritos, o como había dicho un español que había conocido en un tour unos días atrás, unos “Doritosh”. Luego encaré rápidamente para el andén donde me tenía que tomar la línea que me llevaba a la Grand Central Terminal.  Se ve caminaba tan decidida que parecía una lugareña y por eso un hombre me paró para preguntarme cómo debía hacer para llegar hasta su destino. Le expliqué en mi inglés indio todo el funcionamiento del subte de Nueva York, y aparentemente lo hice bastante bien porque no bien terminé, otro hombre se me acercó con su celular para que le explicara también cómo llegar a su hotel. Cuando finalmente terminé de ser guía turística, volví a encarar para el andén sintiéndome la gurú del subte. Me tomé los dos metros que me faltaban y cuando bajé del último miré mi celular para chequear la dirección que me había pasado mi amiga. Abajo tenía otro mensaje que decía “Acordarte de no dar besos”. Me reí y me acordé de cuando dos días atrás la quise saludar con un beso a una amiga de su cuñada y pegó un salto como si la hubiera querido acuchillar. Igualmente sigo pensando que nosotros no somos los besuqueros, ellos son maleducados. 

Finalmente me encontré con mi amiga en una esquina y me llevó hasta donde estaba el resto del grupo. Levanté la mano y les dije “Hi”, pero uno de ellos se me acercó y me dio un beso en la mejilla. “Ah, dan besos”, exclamé mirando a mi amiga. “La mamá de Diego es argentina”, me explicó y terminé saludando a todos de la misma manera. Después de las presentaciones fuimos para una especie de avenida que tenía un boulevard en el medio y ahí una de las chicas se dio cuenta de que se había olvidado algo en su departamento así que volvió a buscarlo. Justo donde estábamos había una pizzería y yo tenía un hambre terrible, por lo que, mientras esperábamos, me fui a comprar una porción de pizza y algunos me siguieron. La pizza si que es un alimento noble. Siempre te saca del paso, se puede comer de parado y lo mejor es que se pronuncia igual en todas partes del mundo. La terminamos en el tiempo en el que la chica fue a buscar lo que se había olvidado. Nos tomamos un taxi y fuimos para el bar. Había una cola terrible, pero una de las pibas conocía a alguien y pasamos enseguida. Subimos hasta el piso quince. El lugar estaba lleno de gente. Había una parte techada y una terraza grande que tenía una pileta en el medio. En Argentina alguno hubiera terminado adentro. La vista que había era increíble. Se veía toda la ciudad iluminada y, como estábamos cerca del distrito financiero, el One World Observatory estaba ahí completamente iluminado e imponente. 

Nos compramos una cerveza y bailamos un poco. Dos de los amigos del novio de mi amiga se sacaron una foto abrazados. Una foto normal como la que se saca cualquiera con un amigo. El tema es que se ve que allá eso no es algo tan normal porque de repente uno de los chicos se empezó a alterar. Se lo veía preocupado y no paraba de hablar. Le pregunté a mi amiga qué pasaba y me explicó que a ese pibe le gustaba mucho una de las chicas que había venido con nosotros. Que hacía años estaba tratando de conquistarla y que parecía que esa noche se le iba a dar, pero a la piba le pareció que “era muy gay” sacarse una foto así y ya no quería estar con él. Yo no lo podía creer. Era como si hubiéramos retrocedido doscientos años en el tiempo. “No se que haría si ve como se sacan fotos mis amigos”, le dije a mi amiga y como ya estaba algo entonada por el alcohol agregué: “Aparte que viene a opinar esa gorda fea”. Mi amiga se rio y como parece que estaba todavía más entonada que yo, le tradujo al chico: “Mi amiga dice que note hagas problema por esa gorda”. Yo no sabía donde meterme. La quería matar. ¡Cómo le iba a decir eso! Por suerte al pibe le pareció gracioso el comentario y se empezó a reír. Entre risas, tragos y pasos de baile se hicieron las dos de la mañana y mi amiga me dijo que ya tenían que volver porque sino iban a perder el último tren que los llevaba hasta su casa, que era en las afueras de Manhattan. Bajamos los quince pisos y paramos un taxi. En ese momento la gorda le empezó a mandar mensajes y el chico se puso como loco porque se había ido sin saludarla y ahora no sabía qué decirle. “Decile que nos fuimos porque Noah empezó a vomitar”, le dijo otro de los chicos y todos empezamos a hablar a la vez sobre la situación con la gorda. El taxi se llenó de gritos eufóricos y risas. Bajamos en la Grand Central y ellos corrieron para que no se les fuera el tren. “¿Sabés cómo volver?”, me preguntó mi amiga. “Si, tranqui”, le contesté y me fui caminando para Times Square llena de energía y deseando que la noche no se hubiera tenido que terminar.

 Llegué a la estación y bajé para tomarme el metro que me llevaría nuevamente al hostel. En ese momento me di cuenta de que no solo era mi última noche sino también la de mi Metrocard. Cuando la pasé, el molinete no me abrió, lo intenté de nuevo y nada. Intenté varias veces más hasta que mi cerebro borracho entendió lo que estaba sucediendo. Miré para todos lados y no había nadie. Me agaché para pasar por abajo, pero a mi cerebro borrachín le dio miedo de que alguien nos estuviera mirando y nos cobrara una multa en dólares. Miré para la boletería y estaba cerrada, lo que significaba que iba a tener que usar la máquina expendedora de boletos, la que evité usar cuando llegué a la ciudad por temor a que me tragara la plata. Tomé valor y me acerqué. Era eso o, según mi cerebro, pagar una multa altísima en dólares. Aparte para esa altura del viaje ya me sentía neoyorquina y con unas copas demás, y después de haber estado en ese edificio tan alto, la reina del mundo. Toqué la pantalla ¡Bingo! Había una opción que te mostraba las opciones en castellano. Ya no había peligro alguno. Tik tik tik: Boleto sacado. Pasé mi tarjeta, crucé el molinete y encaré para el andén sintiéndome, entonces, la reina del universo.


martes, 18 de agosto de 2020

Paseos de Cuarentena

 

Voy a decir algo que sé que a la mayoría no les va a gustar, pero a mi me encanta la cuarentena, ¡qué quieren que les diga! Estoy aprovechando para caminar un montón porque sé que después no voy a poder. ¿Saben los músculos que saqué? Estoy hecho un sex-symbol. Salgo tres veces al día. La primera vuelta la hago temprano, tipo nueve. Solo doy una vuelta manzana, como para estirar las piernas y ver qué onda el clima. Hay días que no me cruzo con nadie, pero hay otros que me encuentro con los hermanos Aguirre. Son cuatro, pero nunca van juntos. Un día me encuentro con uno y otro día con el otro. Todo depende a la hora que salga. Los Aguirre me saludan de lejos, siempre van en la suya, sin embargo, las Aguirre siempre se me acercan y me dan un beso. La mayor siempre se me hace la linda, pero a mi me las rubias no me gustan. Prefiero a la hermana que es morocha, aunque es muy alta para mí. Por eso no le doy mucha bola. A veces también me encuentro con Clarita. Es más fea la pobre. Una cara de chancho tiene. Igualmente es simpática. Me cae bien. Cuando vuelvo a mi casa, desayuno, me tiro a dormir un rato más y juego un rato a la pelota. Soy futbolista ¿saben? Después espero ansioso a que se haga el mediodía para mi segunda salida del día, la más larga. Salgo a la una en punto y encaro siempre para la misma esquina para ver si me encuentro con mi gran amigo Galo. La mayoría de las veces lo encuentro. Suele estar sentado en el patio de la casa. Nuestras conversaciones por lo general empiezan igual: “¿La viste a mi negrita hoy?”, le digo yo. “¿Qué negra?”, me responde como si todas las noches le borraran la memoria “¿Qué negra va a ser, Galito? La única, la más linda del todo el barrio”, le contesto. “’¿La negra Chacha?”, me pregunta de nuevo. “Si, Galito. La negra Chacha”, le digo fastidiado. Les juro que esa negra me vuelve loco, pero se hace la difícil la muy turra. Igual ayer me dejó caminar unas cuadras con ella. Al principio ni me miraba, pero después se empezó a aflojar y hasta me paraba la cola porque sabe que estoy muerto por ella. ¿Saben lo que es esa colita? Bueno, después lograr de sacarle un poco de información a Galo sobre Chacha sigo mi camino. Cuando doy la vuelta, empiezo a andar rápido porque en esa cuadra está el loquito que siempre que paso me empieza a gritar incoherencias sin parar. No sé qué le pasa conmigo. Luego me voy para el otro lado de la vía que es más tranquilo. Antes de cruzar el pasonivel veo como algunos hacen ejercicio en el espacio verde que hay ahí. Siempre digo que algún día voy a imitarlos, pero nunca lo hago. También a esa altura siempre me encuentro a algún nene que, por lo general, quiere abrazarme. ¡Los amo! Son tan simpáticos.  Después camino un par de cuadras más hasta llegar a la General Paz porque me gusta ver los autos pasar. También me gusta ir para allá porque hay casas que tienen pasto relindo y a mi me encanta caminar sobre el pasto. Me siento libre. En Zufriategui y Río Pilcomayo le digo “hola” al de la garita que siempre me saluda como si me conociera de toda la vida. A veces también me encuentro con Marcos, un gigantón que mide como dos metros. Es todavía más alto que la Morocha Aguirre. Cuando encaro para cruzar la vía de nuevo, me suelo cruzar con los Perez. Ellos son tres y siempre van juntos. A veces me dan ganas de invitarlos a comer a casa porque se los ve flaquísimos, aunque me contaron que son así porque son corredores. Pura fibra. Una vez que crucé la vía ruego no cruzarme con las hermanas Flores. Son tres solteronas que no te paran de hablar. Sobre todo doña Pepa que a veces hasta me hace pensar que le gusto. Puaj. Doblo la esquina y encaro de nuevo para mi casa porque para esa altura ya suelo estar bastante cansado.

La salida de la noche es la que más espero porque es en la que más probabilidades tengo de encontrarme a mi negrita. Para este paseo no tengo un horario fijo, voy rotando según el día. A veces me encuentro con Melbita, la vecina de enfrente. No es mala, pero se está poniendo vieja y bastante gruñona. Dependiendo si tengo que ir a hacer algún mandado voy para uno u otro lado. Si tengo que ir a comprar, voy para la izquierda y camino tranquilo hasta la carnicería que me queda a un par de cuadras. Cuando entro, siempre me saludan con un “Hola, rey. ¿Qué vas a llevar?” y después el de la caja me cuenta siempre la misma historia sobre su perro salchicha de la infancia. Cuando salgo, trato de caminar un par de cuadras más, pero con la bolsa es demasiado incómodo y siempre termino volviendo. Eso es lo malo de la cuarentena: los negocios cierran demasiado temprano. Cuando tengo la fortuna de no tener que ir a comprar, me voy para la derecha y camino muuuy despacito por la casa de Chacha para ver si justo sale, pero nunca tengo la suerte. Camino una cuadra más mirando para todos lados para ver si me la cruzo, pero no solemos coincidir. Nunca llegué a engancharle los horarios. A la que si veo siempre es a la señora Luna. Una viejita divina, aunque está sorda y casi no puede caminar. Doy la vuelta y sobre Laprida me encuentro con Clarita. Está muerta conmigo la gorda, pero es más grande que yo y rubia. Ya saben lo que pienso al respecto.  Igual me le hago el lindo un poco como para no perder la reputación que me dieron del “galán del barrio”. Si salgo tarde me encuentro con Pepo. Cada pilchita tiene. Y siempre de punta en blanco. Igual tiene buen corazón. Cuida a una viejita que es una dulce. Sigo un par de cuadras más. A veces me encuentro con más nenes. Otras veces disfruto del silencio y las calles vacías. Después de girar un rato más, vuelvo para casa. Como les dije al principio, me encanta salir a caminar, pero nada se compara con la sensación de llegar, que me saquen la correa y acostarme al lado de la estufa.


martes, 11 de agosto de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XV - El Final

 

Un día Lucía tenía que ir a una farmacia que quedaba a veinte cuadras de su casa y pensó que sería buena idea aprovechar y verlo a Agustín. Se lo comentó y él le dijo que sí sin dudar. Mientras iba a su encuentro, él estaba ansioso. La extrañaba mucho y tenía muchísimas ganas de verla. Cuando llegó donde lo había citado, estacionó y esperó. A los pocos minutos la vio venir y se le hizo todo un cosquilleo en la panza. Hasta el barbijo le quedaba lindo. Ella miró para todos lados antes de subir, como si fuera un crimen lo que estaban haciendo. Se sacó el barbijo. Se sonrieron. Él le acarició la cara. Ella suspiró. Ambos se acercaron al otro y finalmente se dieron ese tan codiciado y peligroso beso. Se quedaron un rato abrazados y charlando. Agustín sentía como si el tiempo no hubiera pasado y Lucía cada vez más sentía que había encontrado su lugar al lado de él. Finalmente, el encuentro se tuvo que terminar. Se despidieron algo tristes, pero con la esperanza de que se volverían a ver pronto. Los siguientes días la relación tomó más vida. Volvieron a estar como cuando había empezado la cuarentena y contaban los días para volver a verse. Lucía se había dado cuenta de que quería tener una relación con él y ya no sería un problema contarle a todos lo que sentía, a pesar de todos los comentarios que sabía que recibiría.  La noche que anunciaron una nueva extensión de la cuarentena, le escribió para que se vieran el fin de semana. Agustín, que se moría de ganas de verla de nuevo, le dijo que no podría porque se sentía un poco mal. También le dijo que estaba seguro de que era solo una gripe, pero que por las dudas prefería quedarse en la casa. “Espero que no sea nada”, le contestó ella y agregó “Llamá al médico igual”. “No hace falta. No es nada”, le contestó él y le siguió hablando de otra cosa. Al día siguiente Agustín levantó un poco más de fiebre y le dolía mucho el cuerpo y la garganta. “Es solo una gripe fuerte”, se dijo a si mismo mientras se tomaba un Ibuprofeno y se volvía a acostar. Al cuarto día de sentirse mal, Lucía le rogó que llamara al médico, pero él se negó nuevamente. Fue recién dos días después cuando empezó a tener dificultad para respirar cuando finalmente dio el brazo a torcer y fue a la guardia. En la puerta una médica le preguntó qué síntomas tenía y le tomó la fiebre: 38 grados. “Tenés todos los síntomas de Coronavirus. Te vas a tener que hacer el hisopado”, le dijo mientras llamaba a otro médico para que lo acompañara al área del hospital donde solo atendían a pacientes con Covid.

Pasaban los días y Lucía no tenía ninguna noticia de Agustín. La última vez que habían hablado fue cuando le dijo que se iba a la guardia porque se sentía muy mal. Estaba muy preocupada. Les preguntó a sus compañeros de curso si alguno sabía algo, pero nadie sabía nada de él. “¿Qué hago?”, se preguntaba sin parar. “No tengo el teléfono de nadie”, pensaba angustiada. “Ya sé”, dijo de repente y agarró su celular para buscar a la hermana en Instagram y le escribió: “Hola. Soy Lucía. Seguramente no sepas quien soy, pero estoy saliendo con Agustín y hace días no sé nada de él. ¿Le pasó algo?”. La respuesta no tardó mucho en llegar. “Me pasás tu número de teléfono? Tengo que decirte algo”, decía el mensaje y a Lucía se le hizo un nudo en la garganta. A los pocos minutos su teléfono sonó. Laura, la hermana de Agustín, le dijo que sabía de su existencia porque su hermano no paraba de hablar de ella. Le dijo que siempre que hablaban por teléfono lo escuchaba muy feliz, que se notaba que la quería. Lucía se alegró por lo que estaba escuchando, pero a la vez sentía un nudo en el estómago. De repente Laura paró de hablar. Se le había quebrado la voz. “Mirá Lucía. No sé como decirte esto porque yo todavía no lo puedo creer, pero Agustín falleció hace cuatro días. Nos llamaron del hospital hace un poco más de una semana. Cuando Agus entró a la guardia lo tuvieron que internar de urgencia porque no podía respirar y se descompensó. Estuvo en coma algunos días hasta que finalmente su cuerpo dijo basta. Nos dijeron que tenía una enfermedad coronaria que complicó su situación. Agus no lo sabía, por eso fue todo tan rápido”. Laura se puso a llorar. Lucía se quedó muda. El teléfono se le cayó de las manos y la primera lágrima empezó a caer por su mejilla.


martes, 4 de agosto de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XIV


Agustín y Lucía no paraban de hablar ni de pensarse. La primera semana prácticamente estuvieron conectados las veinticuatro horas. Los últimos dos encuentros habían encendido algo en ellos. Sin embargo, la segunda semana Lucía empezó a tener sueños extraños, que la angustiaron un poco. En la televisión decían que era algo común que pasaba cuando alguien estaba encerrado mucho tiempo. La cuestión es que empezó a sentirse sofocada. Sentía que Agustín la ahogaba. Empezó a distanciarse un poco y a enojarse por cualquier cosa que hiciera. Agustín no entendía nada. ¿Qué le pasaba? Cada vez que se enojaba con él dejaba de hablarle y le clavaba el visto cuando intentaba saber qué le pasaba. Solo cuando le pedía perdón sin saber muy bien por qué, ella aflojaba un poco. Para colmo se empezó a correr la bola de que la cuarentena se extendería quince días más. El 1 de abril todas las familias se sentaron frente al televisor y confirmaron los rumores. Alberto comentó el estado de la situación y les pidió a todos los argentinos un esfuerzo más porque todavía tenían que seguir preparando el sistema de salud. Las cosas seguirían igual que antes: solo podrían estar en las calles los esenciales. También sería obligatorio el uso de tapabocas para ingresar a los comercios habilitados. Al día siguiente al anuncio, Agustín le mandó un mensaje a Lucía diciendo que abriría su local porque ya tenía el permiso. “Pero si vos tenés un bazar, no vendés cosas esenciales”, le contestó ella. “Cuando se empezó a rumorear lo de la cuarentena empecé a proveerme de algunos productos esenciales así que puedo abrir, pero con el rubro un poco cambiado”, le comentó él. “Bueno, cuídate”, le contestó ella. “Si, no te preocupes, no pienso dejar entrar a nadie al local”. Mientras tanto para algunos otros comerciantes la situación se les empezó a poner fea. Una cosa era cerrar quince días, pero un mes, era demasiado. En respuesta a los reclamos, el gobierno se dispuso a pagar la mitad del sueldo a todos aquellos que no estuvieran generando ingresos. También otorgó algunos créditos. 

Por otro lado, los edificios porteños comenzaron a tomar protagonismo. Algunos comenzaron a hacer sus rutinas de ejercicios en los balcones o terrazas, otros sacaron a relucir sus talentos. Cada noche había un espectáculo nuevo. Luego los shows de música y luces se reemplazaron por aplausos. Cada día a las nueve de la noche todos los vecinos aplaudían a los médicos y a todos aquellos que no podían quedarse en sus hogares. También de a poco todos volvieron a sus rutinas diarias, pero de manera online. Lucía y Agustín bajaron la intensidad de su romance, pero igualmente se hablaban todos los días. Se decían buen día y buenas noches y hablaban gran parte del día. Se llevaban muy bien y la diferencia de edad cada vez se achicaba más. “Te extraño”, le decía Agustín, aunque ella se rehusaba a decirle que ella también lo hacía. Al principio le chocaba un poco nunca tener una respuesta positiva de su parte, pero después se acostumbró porque le demostraba su amor de otras maneras. Por ejemplo, cada semana un chico de Rappi llegaba a su local con alguna cosita dulce que le mandaba ella. Era su pequeño momento de felicidad. Luego de un mes de cuarentena, todos pensaron que la vida volvería a la normalidad ya que mucho tiempo más no se podía sostener un encierro semejante. Pero no fue así. El quince de abril la cuarentena se volvió a extender por quince días más. Los memes estallaron en las redes sociales. Parecía un chiste. Algo de nunca acabar. En esta etapa las necesidades de las personas empezaron a ser otras. Necesitaban dejar a un lado las pantallas. Necesitaban compartir un mate, una cena. Necesitaban abrazar, besar. Necesitaban de todo eso que la tecnología jamás les podría dar. Agustín y Lucía no eran la excepción. “Me encanta hablar con vos, pero necesito verte”, le decía Agustín. “Yo también”, le contestaba Lucía, que cada vez le incomodaba más tener una relación a distancia. “Dale, escapate. Yo tengo el permiso para cruzar a Provincia. Podemos vernos cerca de tu casa”, le suplicaba él. “¿Con qué excusa pretendés que salga de mi casa?”, le respondía ella. Y nuevamente se quedaban con las ganas de estar juntos. La gente cada vez estaba más cansada: los aplausos se apagaron, ya casi nadie le prestaba atención a la cantidad de contagiados que había por día. La mayoría prefería mantener el televisor apagado. Empezaron a aparecer los rompecuarentena. La gente en la calle empezó a aumentar y la vida pasó a hacer una promesa para “cuando todo esto pase”. Los ánimos empeoraron cuando Alberto extendió quince días más. Ya iban a pasar dos meses que Lucía y Agustín no se veían. Si seguían así mucho más no iban a poder durar. Cuando charlaban pensaban en esas parejas que se habían empezado a ver justo antes del confinamiento y se les cortó todo, sin tener en cuenta que ellos eran de esas parejas.