lunes, 10 de enero de 2022

Playa Dominical

 Siempre creí en el dicho “Las cosas pasan por algo” y lo terminé de comprobar en mi último viaje. Resulta que el 16 de mayo de 2020 debía viajar a Costa Rica. El viaje lo iba a hacer sola ya que el año anterior había viajado por mi cuenta a Nueva York y la experiencia me había fascinado. Ya tenía todo prácticamente listo, mi pasaje, los hostels reservados, y todas las ganas de vivir una nueva aventura. Sin embargo, como todos saben, la hermosa pandemia de Covid paralizó al mundo y me dejó sin mis tan preciadas vacaciones. Igualmente debo decir que en mi caso no fue tan malo. Si bien me quedé encerrada un año como todos, fui una de las afortunadas que logró enamorarse en pandemia y comenzar una hermosa relación. Por lo tanto, cuando finalmente abrieron las fronteras, ese viaje solitario que pensaba hacer a Costa Rica, se transformó en una aventura de a dos. 


El cinco de noviembre de 2021, luego de un año y medio de espera, fuimos con mi novio hasta el aeropuerto juntos, aunque viajamos en aviones separados ya que yo tenía mi pasaje de antes y el adherente, tuvo que sacarse un pasaje por otra aerolínea. Él salió primero. Yo tuve que esperar unas cuantas horas más por un retraso de la aerolínea y encima me comí treinta horas de escala en Colombia, aunque esa aventura la pueden leer en mí relato "La escala". Finalmente, luego de dos días de viaje llegué a Costa Rica y viajamos con Martín (el susodicho) algunas horas hasta nuestro primer destino: Manuel Antonio. El primer día fuimos hasta el famoso parque nacional con el nombre homónimo del lugar y el segundo día decidimos viajar una hora hasta el Parque Nacional Marino Ballena. Allí, como en todos lados, nos frenó una guía que aparentaba ser del lugar para explicarnos el funcionamiento del parque y vendernos una excursión para ir a ver las ballenas. Si, aunque no lo crean, en el medio del Caribe hay ballenas que van a aparearse y criar a sus ballenatos. Las descubrió no hace mucho uno de los presidentes de Costa Rica. Le dijimos que lo íbamos a pensar mientras estacionábamos (o aparcábamos) el auto.ya que el precio de la excursión era nada más y nada menos que cincuenta dólares. Cuando por fin bajamos y vimos que la guía efectivamente era del lugar y que la excursión podría ser interesante, aceptamos. Le dimos los cincuenta dólares y entramos al parque a disfrutar un rato de la playa ya que la lancha para adentrarnos en el mar salía una hora y media después. Lo primero que vimos cuando entramos fue un cartel que decía “No alimente a los cocodrilos” ¿Quién en su sano juicio le daría de comer a un cocodrilo? ¿Quién en su sano juicio se acercaría a un cocodrilo si ve uno? Seguimos caminando. La playa era realmente enorme. Estaba como para ir con un niño y decirle: “Andá solo al mar, yo te miro desde acá”. Comenzamos a caminar hasta “la cola de la ballena” porque no se los dije, pero además de haber ballenas, en ese lugar la playa formaba naturalmente una cola de ballena. ¿Pueden creerlo? Por lo tanto caminamos hasta allí, hasta donde si te parabas en el medio, podías ver las olas romper de un lado y del otro. Nos sacamos unas fotos y volvimos. Me metí un rato al mar cálido y nos fuimos abajo de unas palmeras porque el sol te hacía derretir. Finalmente, cuando llegó la hora de la excursión, nos fuimos a buscar a la guía que nos reunió con el resto del grupo: cuatro españoles, dos mexicanos y dos que no sabíamos de dónde eran, pero no hablaban castellano y eran muy rubios. Nos subimos a la lancha y el guía se puso a hablar en inglés a pesar de que la mayoría hablábamos castellano. Eso es algo que me molesta. ¿Por qué siempre somos los latinos los que tenemos que hablar en inglés y los que hablan en ese idioma no pueden hacer un poquito de esfuerzo para hablar en castellano? En fin, el guía nos dijo que primero iríamos a ver si veíamos las ballenas y después hasta una isla donde podríamos ver piedras que formaban unas ventanas y también podríamos nadar un rato. También nos advirtió que la época de ballenas en realidad ya había terminado, pero que quizás veríamos alguna rezagada como había sucedido el día anterior. Empezamos a navegar mar adentro. Al principio cada cosita que veíamos empezábamos a gritar para ver si el guía nos decía efectivamente que era una ballena, pero no. Siempre era alguna rama. Navegamos como dos horas buscando ballenas, pero solo vimos una tortuga como la de “Buscando a Nemo”. Una completa desilusión. Igualmente el paseo estaba lindo y se puso mejor cuando llegamos a una zona donde las piedras formaban ventanas y había una de ellas que formaba como una especie de puerta por la que no pasamos porque, según el guía, esa parte se había vuelto peligrosa. Luego fuimos hasta la isla que en realidad era una piedra gigantesca, pero que se llamaba isla porque tenía más de un árbol. Allí nos tiramos al mar. Debo decir que me dio un poco de miedo estar ahí en el medio de la nada sin hacer pie. ¿Qué hubiera pasado si justo aparecía una ballena cuando estábamos en el agua? Ya sé que no hacen nada, pero ¿saben lo que debe ser que te pase un animal de semejante tamaño por al lado? Por suerte no pasó nada y cuando el guía nos indicó, volvimos a la lancha a emprender el regreso. Navegamos una hora aproximadamente y al ir en contra de la corriente, el paseo se volvió más divertido porque las olas nos hacían saltar de nuestros asientos. Finalmente, llegamos a la playa y nos despedimos de todos. Como todavía quedaba un rato antes de que oscurezca, Martín sugirió que fuéramos a Playa Dominical, que quedaba solo a unos kilómetros de allí. Por lo tanto, nos subimos al auto todos mojados y nos dirigimos hasta ahí. Llegamos justo para ver el atardecer. Estacionamos y bajamos hasta la playa. La arena era bien negra y había ramas desparramadas por todos lados. El sol, que ya se había empezado a ocultar, pintaba de naranja todo el cielo, y la lluvia tropical le daba un toque mágico. Nos quedamos parados, ahí mirando semejante belleza. Era un momento perfecto. De repente, Martín se fue a buscar algo en su mochila. Estuvo bastante rato haciéndolo y ahí empecé a suponer qué era lo que estaba buscando. Entonces, cuando lo encontró, se acercó a mí con una bolsita de papel. Muchas veces habíamos hablado de casarnos. Prácticamente ya teníamos organizado medio casamiento en nuestras cabezas y hasta sabíamos a dónde nos íbamos a ir de luna de miel. Por eso cuando se acercó, me preguntó: “¿Adónde nos vamos a ir de luna de miel?” “A México”, le respondí y empecé a sonreír porque mis sospechas se estaban a punto de confirmar. “Bueno”, siguió. “Como ahí nos vamos a ir de Luna de Miel, ahí compré los anillos”. Mentira. Después me confesó que los había comprado en México (donde él hizo escala para ir a Costa Rica) porque no había tenido tiempo de comprarlos en Buenos Aires, pero eso lo vamos a dejar pasar. Volviendo al mágico momento, sacó los anillos de la bolsita y me preguntó: “¿Te querés casar conmigo?” Y obvio que le dije que sí, ¿cómo no le voy a decir que sí? Si es el amor de mi vida.