viernes, 24 de marzo de 2017

Un amor all inclusive II

Eran las seis de la mañana cuando me tomé el autobús para Varadero. Apenas salía el Sol pero las calles estaban bastantes concurridas.

Cuando pasamos por la plaza de la Revolución me despedí de la figura del Che, no solo porque no sabía cuándo la volvería a ver, sino porque considero que  cuando algo se termina, temporal o definitivamente, hay  que anunciarlo para que la mente lo entienda.

Doblamos y tomamos por el Malecón. Ahora sí se podía ver que estaba ingresando el frente frío porque las olas habían crecido y se movían violentamente como los recuerdos en mi cabeza.
Es cierto que no me estaba muriendo pero  cuando uno pasa  por un lugar donde vivió momentos tan importantes es imposible no pensar en todo lo ocurrido. En esa calle,mi papá me enseñó a andar en bicicleta, di mi primer beso, probé mi primera cerveza. A esa calle iba cada vez que necesitaba pensar y ahí tomé la decisión de irme.

Mientras avanzábamos en el camino, se podía ver la transición del agitado paisaje urbano de La Habana a la tranquilidad de los diferentes pueblos.

Creo que no paré de pensar en todo el viaje. Si bien no estaba arrepentido  de mi decisión, dudaba del trabajo  que había tomado. Me estaba yendo a trabajar de mozo a un hotel All Inclusive. Claramente el problema no era ser mozo y hasta podría decir que  tampoco lo era el all inclusive. Si bien es un choque de mundos y, para los cubanos, una realidad  totalmente diferente, ya estamos acostumbrados al abismo que hay entre los lugares hechos para los turistas y aquellos donde vivimos nosotros. El problema sin duda era en lo que se transformaban las personas dentro de esa burbuja.
El autobús frenó de golpe interrumpiendo mis pensamientos. Ya habíamos llegado a destino.