martes, 13 de septiembre de 2022

La rebelión de los chelos

 Un día Alfredo, un jubilado de 77 años, viajaba en el tren Mitre. Adelante tenía a dos chicos de unos veinte años que conversaban muy animados sobre la cita que había tenido uno de ellos la noche anterior. En un momento, el que contaba la historia dijo: “Y terminamos en el telo, pero fue malísimo”. Cuando dijo eso, Alfredo abrió los dos ojos como huevos y puso su mejor cara de indignación. No podía creerlo. Estuvo a punto de decirle que era un insolente, pero se contuvo. Se bajó en la estación Florida y caminó las cuatro cuadras que había hasta su casa. Abrió la puerta de un portazo y su mujer, Noemí, que estaba sentada en el living escuchando la radio, le preguntó qué había pasado. “No tengo tiempo de contarte, tengo que llamar a los muchachos”. “¿Dónde está mi libreta?”, le preguntó. Como ya conocía a su marido hacía más de cincuenta años, simplemente le contestó y siguió tejiendo para su primer bisnieto. Cuando terminó de hacer las llamadas correspondientes, Alfredo le pidió a su mujer que preparara unas pizzas porque a la noche iban a recibir a sus excompañeros de la filarmónica de Buenos Aires, orquesta en la que trabajó toda su vida tocando el chelo. 

A la noche, luego de comer y tomar, los músicos se fueron al garage donde solían ponerse a tocar como en los viejos tiempos. Sin embargo, esta vez no tocaron ninguna pieza. Alfredo habló en voz baja, pero firme: “Tenemos que hacer algo grande, pero vamos a tener que buscar refuerzos porque con nosotros solos no basta. Necesitamos chelos, muchos chelos”. Desde ese momento hasta que se fueron, empezaron a cranear lo que iba a suceder el 18 de noviembre. Se habían propuesto tardar quince días en convocar a todos los músicos y un mes para ensayar. Si bien la mayoría hacía años que no tocaba más allá de las cuatro paredes de su casa, la chispa no se había apagado. Era solo una cuestión de aceitar los engranajes. Los que podían se juntaban martes y viernes en la casa de Alfredo y el resto se unía a través de zoom. Ya todos los nietos les habían explicado a sus abuelos cómo usarlo así que la distancia no era un impedimento. A veces los viernes se quedaban hasta las tres de la mañana. Igual la música la cortaban antes porque no querían que los vecinos se quejaran. Después simplemente se quedaban charlando, tomando unas cervezas y hablando de sus momentos de gloria. La verdad que algunos no entendían bien por qué Alfredo se había empeñado tanto en querer hacer lo que iban a hacer, pero la pasaban tan bien practicando que no les importaba. Cuando faltaba una semana para el gran día, Jorge, uno de los violinistas, consiguió que les prestaran el Colón para ensayar todos juntos. A medida que llegaban al teatro, iban pasando de a grupitos por la puerta de atrás. Con cada paso que daban hacia el interior del lugar, el pecho se les inflaba un poco más. Si bien habían tocado miles de veces ahí, cada vez que entraban era como si fuera la primera vez. Se acomodaron en sus lugares y afinaron sus instrumentos. A más de uno se le cayó una lágrima cuando imaginaron todas esas sillas vacías llenas, como cada vez que hacían un concierto. Hugo, el director de la orquesta se puso en posición y dio la señal para empezar. Comenzaron los violines, luego se sumaron chelos y continuaron los otros instrumentos. Alfredo cerró sus ojos y sonrió de satisfacción por lo que estaba viviendo y por lo que sabía que estaba por venir. Cuando terminó el ensayo, todos aplaudieron y sonreían como si no lo hubieran hecho en años. Para celebrar, decidieron ir a comer al Palacio de la pizza, como en los viejos tiempos. Cuando llegaron, saludaron al pizzero que conocían de hacía años y de a uno encararon para el fondo. La gente que estaba comiendo no podía creer el desfile de chelos que estaba presenciando. Luego de varias pizzas y un infaltable brindis, cada uno partió para su casa a descansar. 


El 15 de noviembre Alfredo salió de la cama de un salto. Casi que no pudo desayunar de la emoción y ansiedad que tenía. Se bañó, se lavó los dientes, se perfumó y se puso su traje aunque todavía faltaba más de una hora para salir de su casa. Luego sacó el chelo del estuche y se puso a afinar las cuerdas. Su esposa lo miraba de lejos y no podía creer cómo amaba ese hombre después de tantos años. Hasta sintió un poco de cosquillas en la panza cuando él la descubrió espiándolo, le sonrió y le tiró un beso. A las diez de la mañana, su hijo los pasó a buscar, cargaron el chelo como pudieron y se fueron para Plaza de Mayo. De a poco comenzaron a llegar todos los músicos y la gente se empezó a acumular para ver qué era lo que iba a suceder. Muchos de los que estaban ahí jamás habían visto semejante cantidad de instrumentos en su vida. Lo que más llamaba la atención era la cantidad de chelos. Algunos se preguntaban cómo era que una persona de repente se levanta y quiere aprender a tocar ese instrumento gigantesco. Cuando comenzaron a llegar los móviles de los noticieros, los músicos terminaron de acomodarse y el director, luego de hacer una reverencia hacia el público, dio la instrucción para empezar. Tocaron un tema tras otro durante media hora. Fue algo simplemente magnífico. Solo bastaba con cerrar un segundo los ojos para que la piel se pusiera como la de una gallina. La ovación del público duró media hora más. Fue realmente un espectáculo increíble, que se transmitió casi como una cadena nacional y cuyo recuerdo quedó por años. Para los músicos también fue un momento único. Volver a tocar en público hizo llorar a más de uno. Pero el más emocionado de todos fue Alfredo, que cuando le preguntaron por qué había organizado semejante espectáculo gratuito, contestó que hacía un mes y medio atrás iba en el tren Mitre y escuchó decir a un chico de unos veinte años que había escuchado tocar un chelo, pero que había sido malísimo. 





domingo, 7 de agosto de 2022

Un Travesti en mi Balcón

 En la película “Un cuento chino”, el personaje de Darín tenía un álbum en el que pegaba noticias del diario que eran absurdas, de esas que cuando las leés no podés creer que hayan podido ser ciertas. Bueno, la historia que les voy a contar iría de cabeza a ese álbum porque, cuando la lean, seguramente piensen que todo es un invento, pero no. Esta historia es completamente real. 


Con mi esposa vivimos en un edificio que tiene seis pisos. Nosotros vivimos en el quinto y arriba teníamos (digo “teníamos” porque gracias a Dios ya se mudó) el vecino que nadie desearía tener. El problema no era que no saludaba o que ponía música fuerte. Ojalá hubiera sido eso. Hasta hubiéramos preferido que se la pasara cocinando pescado frito todo el día. Pero no. El tipo era un drogadicto y un violento. Cuando el olor a marihuana se empezaba a sentir y escuchábamos sonar su timbre, ya sabíamos que íbamos a tener que llamar a la policía. Vivía solo, pero cada tanto lo visitaba su novia. Cuando lo hacía, al cabo de hora, hora y media, el volumen de la música empezaba a subir y con ella los gritos de ambos que comenzaban a pelearse. Cuando ya empezaban a escucharse golpes en los muebles y el llanto de ella, llamábamos a la policía. El tema es que ella no quería denunciarlo, entonces como llegaban, se iban. Aunque por lo menos el clima mermaba. Nos daba miedo hasta cruzarlo en el ascensor: ¿qué podría llegar a hacernos si se enteraba de que éramos nosotros los que hacíamos el llamado? Charlamos sobre la situación miles de veces en las reuniones de consorcio, pero lamentablemente no podíamos hacer nada. El flaco era propietario. O sea, intocable. Por lo tanto, no nos quedó otra que evitarlo y estar atentos ante cualquier pelea que pudiera llegar a tener con su novia. 


Una noche estábamos cenando con mi mujer cuando empezamos a sentir el olor a marihuana. Resoplamos sabiendo lo que nos esperaba. Al rato se escuchó el timbre y a él bajar. Tratamos de no darle importancia y terminamos nuestra comida. Miramos un rato la tele y a eso de las doce nos fuimos a acostar: al otro día había que trabajar. Arriba los ruidos eran mínimos, así que supusimos que andaban en buenos términos y nos dormimos pensando que por primera vez no nos iba a visitar la policía. Error. A eso de las tres de la mañana nos levantó un ruido muy fuerte. Parecía como si se hubiera caído algo, pero muy cerca nuestro. De repente empezamos a escuchar unos gemidos. “¿Escuchás eso?”, me dijo mi esposa. “Si”, le contesté. “Parece como si fuera acá”. Los gemidos se oían cada vez más fuertes y más cerca. “Andá a fijarte”, me ordenó. Salí despacio de la habitación y me asomé de a poco al living, con miedo, aunque sabía que era imposible que se hubiera metido alguien a robar a un quinto piso sin antes pasar por el resto de los departamentos. Cuando miré para el balcón, pegué un grito ahogado. Había un bulto moviéndose dificultosamente. Una vez que distinguí que era una persona, me acerqué casi corriendo. Entre las sombras había una mujer únicamente en bombacha y la baranda estaba toda abollada. ¿Cómo pudo haber caído del balcón de arriba? Entré corriendo y le ordené a mi esposa que llamara inmediatamente a la ambulancia y a la policía. Manoteé la manta que solíamos tener sobre el acolchado y volví para el balcón. Cuando me acerqué para colocársela encima, justo abrió una pierna y vi como los testículos se le escapaban de la tanga roja. Me congelé por un segundo y pensé: “Okey. Tengo un trava en el balcón agonizando. Una situación normal que sucede todos los días”.· Los gemidos de dolor me hicieron volver en mí. Le puse la manta encima y mientras mi esposa hacía el llamado de emergencia, comencé a preguntarle a la chica su nombre y cómo había terminado en mi balcón. Me dijo que se llamaba Romina y que era trabajadora sexual. También me explicó que mi vecino se había puesto violento y como corrió riesgo su vida, no le quedó otra que tirarse. De repente apareció mi esposa para decirme que ya había hecho los llamados y se sorprendió tanto como yo cuando se encontró a Romina. No sabíamos qué hacer. No la queríamos mover por las dudas de que se hubiera lastimado alguna vértebra, pero a la vez nos daba cosa dejarla a la intemperie. Optamos por dejarla ahí. No queríamos correr el riesgo de que quedara paralítica. Tratamos de seguir hablándole para comprobar que estuviera bien, pero se notaba que había consumido drogas y no decía más que incoherencias. Por suerte la ambulancia no tardó mucho en llegar. Bajó mi mujer y subió con dos ambulancieros y un policía.  Le pusieron un cuello ortopédico y la subieron a una camilla. No sé cómo iban a hacer para bajarla cinco pisos por escalera porque en el ascensor no entraba. Antes de que se terminaran de ir, mi mujer me gritó al oído: “agarrá ya la manta que se están llevando porque me la regaló mi abuela”. Que cosa increíble que son las mujeres. Podemos llegar a estar en el medio del apocalipsis, pero son capaces de reclamarte que no hiciste la cama. No me quedó otra que ir a manotearla. La pobre Romina quedó con todos sus atributos al aire. Igualmente lo peor fue que, cuando pensamos que la noche extraordinaria había terminado, el policía que todavía estaba en nuestro departamento nos dijo que teníamos que ir a declarar a la comisaría en ese mismo instante. Queríamos tirarnos nosotros por el balcón, pero caer directamente al asfalto. Luego de estar dos horas declarando de que no teníamos idea de quién era la persona que había caído en nuestro balcón y que nuestro vecino era capaz de cualquier cosa, volvimos agotados a las siete y media de la mañana. En media hora sonaba el despertador para irnos a trabajar. No había chance de faltar. ¿Qué clase de jefe creería que estuvimos toda la noche en vela porque un travesti había caído en nuestro balcón? Imposible. Igualmente lo contamos. Fue LA historia del día, de la semana y del mes. Cada vez que mencionábamos el tema, nuestro interlocutor abría los ojos como dos huevos y largaba una carcajada. Nosotros también nos reíamos. No podíamos creer qué nos había pasado. Igualmente cada vez que mirábamos la baranda abollada nos queríamos matar. Cuando hablamos con el seguro, nos dijeron que no podían hacer nada, que claramente no existía ningún seguro contra travestis que caen del cielo. En cuanto a Romina, nos enteramos de que salió ilesa de su intento de escape. Lo supimos porque a la semana volvió y rompió toda la entrada. Todavía no entendemos cómo hizo para no terminar estampada contra el piso. Definitivamente no era su día. Por mi parte tengo para decir que durante mucho tiempo pensé que tenía la mejor historia de la vida para contar y hacer reir a todo el mundo, pero un día leí el libro “Las malas” de Camila Sosa Villada. La historia se centra en un grupo de travestis que ejerce la prostitución. Entre ellas se encuentra la autora. A medida que pasan las páginas, uno se va a enterando de las atrocidades por las que tienen que pasar solo por nacer en el cuerpo equivocado. Leer ese libro me abrió mucho la cabeza. Me hizo pensar que tal vez las historias absurdas en realidad lo único que hacen es visibilizar un problema que no sabemos que existe. Si no se hubiera caído un travesti en mi balcón quizás nunca me hubiera llamado la atención el libro que leí y quizás nunca me hubiera dado cuenta de todo lo que había de fondo de mi pintoresca historia. Así que ya saben, si les ocurre algún hecho extraordinario, vayan un poco más allá de la anécdota, porque quizás detrás de todo eso, hay una persona o un grupo minoritario pidiendo ayuda a gritos. 




domingo, 5 de junio de 2022

La pelea

 Cuando sonó el timbre que anunciaba la finalización de las clases, todos se levantaron apurados y encararon para la plaza que quedaba a cuatro cuadras del colegio. Lo hicieron con carpa porque no querían que ningún profesor ni directivo del colegio se enterara de lo que iba a ocurrir. Nadie quería que el show se arruinara. La bola se empezó a correr ni bien empezó el recreo de las nueve y diez y para cuando terminó a las nueve y veinte todo el secundario ya se había enterado y esperaban ansiosos que terminara el día. Diego y Lucas se iban a agarrar a las piñas. Lucas ya se la tenía jurada desde hacía rato. Nunca pudo superar que Diego le hubiera roto la nariz con la puerta del laboratorio de biología. Lo raro era que no se la hubiera cobrado antes. Nadie lo entendía. Sin embargo, ese día llegó. Al parecer Diego hizo un comentario que a Lucas no le cayó nada bien y esa fue la gota que rebalsó el vaso. “Te espero a la salida”, le dijo al oído mientras la profesora de matemática trataba de explicar qué eran los límites. 

Ya en la plaza se armó una ronda gigante alrededor de ellos dos. Algunos hinchaban por Lucas y otros por Diego. También se habían hecho algunas apuestas. El gordo Fermín de tercero cuarta fue el encargado de contabilizar todo. Dejaron sus mochilas, se sacaron los buzos y se acercaron al centro. 

Te voy a romper todos los huesos, le gritó Diego. 

Y yo te voy a dejar sin caminar por una semana, le retrucó Lucas mientras se le tiraba encima.

 Empezaron a forcejear y cayeron al suelo. Se tiraban de la ropa y revoleaban manotazos por todos lados. En un momento, Diego terminó arriba de Lucas y pasó lo inesperado. Cuando tuvo la oportunidad, le encajó un beso. Lucas lo empujó con todas sus fuerzas hasta que logró separarlo. 

¿Qué estás haciendo, flaco? Vinimos a agarrarnos a piñas, no a hacer escenitas de amor, le dijo Lucas un tanto desconcertado. 

Y bueno. Vos me dijiste que me ibas a dejar sin caminar por una semana. Pensé que me hablabas de otra cosa. No sé si me entendés, le contestó Lucas. 

Pero qué decis, pedazo de maricón, gritó Lucas. 

De fondo algunos chiflaban y otros pedían silencio, pero todos estaban bien atentos a lo que estaba ocurriendo. 

Dale, no me digas que ahora te vas a venir a hacer el machito. Si todos saben que te ves con el de historia fuera del colegio, dijo indignado Diego. 

En primer lugar, yo no tengo absolutamente nada con el de historia. No sé por qué se empezó a correr ese rumor. Y en segundo lugar, yo no me hago el machito. Acá todos saben que yo no tengo ningún problema en decir que a mi me gustan los hombres. El problema es que vos no podés venir en el medio de una pelea y encajarme un chupón. ¿Qué te pensás? ¿Qué uno puede ir repartiendo besos por la vida así como así sin pedir permiso? Aparte yo tengo mucha bronca y esa bronca no se va con besos. Yo quiero romperte toda la cara, dijo Lucas casi quedándose sin aliento. 

¿Por qué guardás tanto rencor? Ya te expliqué mil veces que lo de la puerta fue un accidente. Yo solo quería hacerte un chiste para llamar tu atención y bueno, pasó lo que pasó. Pero te juro que no fue intencional. Además, no sé por qué te quejás tanto si te terminé haciendo un favor. Mirá que hermosa nariz tenés ahora. Decime si no te levantaste el doble de pibes desde que te operaron. 

Lucas se miró la nariz en el reflejo de un auto. Mientras tanto, entre el público las apuestas habían cambiado. Ahora lo que se apostaba era si Lucas terminaba confesando su amor por Diego o si le terminaba dando la trompada que le tenía jurada hacía años. 

Dale, Lu. Aflojá. ¿De verdad pensás que yo tengo ganas de romperte los huesos? Yo estoy acá solo porque pensé que si finalmente me dabas la piña que tanto querías darme, después íbamos a poder hacer las paces y empezar una nueva relación. 

Lucas respiró profundamente y se acercó a Diego. 

A mi me gustás desde el primer día en que te vi. Por eso me enojé tanto cuando me rompiste la nariz. Porque pensé que me odiabas. 

No te odio para nada. Todo lo contrario. Y no puedo creer que desperdiciamos dos años por un malentendido. ¿Qué te parece si agarramos nuestras cosas y nos vamos a tomar un helado? Yo te invito. 

Lucas lo miró en silencio por un minuto. El público se comía las uñas de los nervios hasta que finalmente le comió la boca de un beso. 

Dale, vamos, le respondió sonriendo. 

Todos empezaron a aplaudir y chiflar. Todos menos los que habían perdido la apuesta.




lunes, 28 de marzo de 2022

PCR - El Final

 Llegué al final del aeropuerto y vi el cartel verde que decía algo en inglés de cinco minutos. Estaba tan nerviosa que ni siquiera podía leer bien. Entonces en mi cabeza, la que pensaba que el micro era un laboratorio ambulante, leyó que el micrito llegaba en cinco minutos. “ok”, me dije al principio, pero después caí en la cuenta de que era un cartel fijo el que estaba leyendo, por lo que era imposible que estuviera contando el tiempo de llegada. Estaba confundida, muy confundida, pero por suerte en ese momento llegó una chica alta y rubia. Le pregunté acerca del micrito en castellano y, para mi fortuna, me entendió. Seguro era alemana. Todos los alemanes que conocí sabían hablar castellano. Me explicó que el micrito lo que hacía era llevarte hasta el lugar donde hacían los PCR, que era a cinco minutos del aeropuerto. Una vez entendido todo, le empecé a contar mi drama y se compadeció de mí. El micrito llegó y cuando abrió las puertas, el chofer nos preguntó si teníamos turno. Le dije que no desesperadamente y conté nuevamente mi problema. Me calmó a la vez que me daba un papelito y me explicaba que debía entrar a esa página y sacar el turno. Finalmente arrancamos y yo me quedé sin el wifi del aeropuerto. Por lo tanto, no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer que ir de punta a punta lamentándome porque no tenía Internet. Llegamos y nos recibió un chico vestido de ambo que nos preguntó si teníamos turno. Le expliqué mi situación y me llevó para dentro de la carpa gigante donde el wifi se me conectó automáticamente. Entré a la página y se me abrió un formulario para completar. Lo primero que había que poner era si te ibas a hacer un PCR o un antígenos. Y debajo aclaraba que el resultado del PCR podía llegar a tardar tres horas. Si eso ocurría, no solo iba a perder el avión, sino también 240 dólares. Pensé en la posibilidad de tirar la toalla y dejar ir mi vuelo. Por suerte otra parte de mi cerebro me dijo: “¡No! ¡No te des por vencida ni aún vencida!” Así que empecé a completar el formulario lo más rápido que pude. Al final me pedía una tarjeta de crédito. Puse todos los números, el código de seguridad y nada. Lo revisé todo para ver si me había equivocado en algún número, pero no. Intenté varias veces y nada. Entonces, me acerqué al chico del ambo y le pregunté si podía pagar en efectivo. Abrió los ojos como dos huevos. Se ve que Argentina es el único país donde es normal pagar con efectivo. Me dijo que si pagaba así, debía abonar la totalidad. Le dije que no había problema, aunque no entendía de qué otra manera podía pagarle si no era la totalidad. Titubeó un poco y se acercó otra a ver qué pasaba. Le explicamos y en un microsegundo me sacó la tarjeta de la mano y la pasó por un posnet. Luego, el chico me llevó hasta unas ventanillas. La que me atendió me volvió a pedir mis datos y cuando le dije mi apellido, vi que presionó las letras incorrectas. Lo único que me faltaba era perder el avión porque el mail no llegaba a destino. Se lo deletreé y le dije que mirara como estaba escrito en mi pasaporte. Después me dio una etiqueta y me ordenó que la revisara. La miré mil veces. No había chance de que hubiera algún dato erróneo que impidiera mi vuelo. Terminado ese trámite, me hicieron pasar a unos box, que era donde te sacaban la muestra. Le expliqué lo más rápido que pude mi situación a la chica que me iba a hacer el hisopado  y le supliqué que me dieran el resultado lo más rápido posible. Se rió y me dijo que iba a hacer lo posible. Acto seguido, me hizo tirar la cabeza para atrás y me metió el hisopo sin preámbulos. Los nervios que debía tener que ni lo sentí. Nada que ver a mis dos traumáticos hisopados anteriores. Hecho el trámite, me fui para afuera a esperar el micrito. Cuando llegó, me subí y volví al aeropuerto. Al principio me senté en la entrada y me encontré con los brasileros de la fila.Me dijeron que estaban teniendo algunos problemas para abordar con su perro y yo les conté mi drama. Luego de un rato de charla, me dieron fuerzas y se despidieron. Yo me quería largar a llorar, pero no me salió ni una sola lágrima. Entonces, me puse a rezar. Prometí que si lograba abordar el vuelo, iba a ir cuatro veces a misa. Cuando terminé mi charla con Dios, abrí mi mail. Nada. Refresqué. Nada. Esperé unos minutos más. Nada. Miré el reloj. Ya eran las nueve de la mañana. Necesitaba que mi resultado llegara en los próximos diez minutos. Mientras tanto, me acerqué hacia los mostradores de Avianca. Miré mi celular de nuevo. Nada. Ya casi era la hora, pero me calmó ver que todavía había gente haciendo cola para el check in y hasta que no pasara el último, tenía oportunidad. Refresqué de nuevo. Nada. Para ganar tiempo, me acerqué a la chica que me había atendido y le consulté si debía hacer la declaración jurada de Argentina otra vez ya que en la anterior tenía cargado el PCR vencido. Como no estaba segura, me respondió que la hiciera de nuevo por las dudas. Comencé a cargar mis datos, a la vez que refrescaba mi mail y la fila del check in seguía avanzando. Cuando llegué a una determinada parte del formulario, me saltó un cartel que decía que ya tenía mi DD.JJ. hecha. Por lo tanto, cerré la página y refresqué el mail una vez más. Bingo. A las nueve y veinte de la mañana, con una sola persona restante para cerrar el check in, ocurrió el milagro. Ahí estaba en la bandeja de entrada, el mail que me llevaría a Argentina. Lo abrí a toda velocidad y rogué para que el resultado fuera negativo. Si no, ahí tendría un problema mucho mayor. NEGATIVO. Festejé como si hubiera ganado un mundial. Me acerqué al mostrador victoriosa y la chica se alegró por mí. Hicimos todo el papelerío y fui corriendo para migraciones. Gracias a Dios no había nadie. Luego, me dirigí hacia la puerta de embarque, pero cuando llegué, vi que estaban todos muy sentados. Miré la hora y todavía faltaba un rato para abordar, así que aproveché para ir al baño y comprarme algo para comer. Mientras decidía qué comprarme, le dije algo al vendedor y me dijo “vos hablás castellano, no español. ¿De dónde sos?”, me preguntó. “Argentina”, le respondí y en cinco minutos le conté hasta que me iba a casar. Se mató de risa y hasta aceptó darme cambio de cincuenta dólares sin problemas cuando apenas había gastado siete en un juguito y un pedazo de budín sequísimo. ¿Por qué había tan mala pastelería en Costa Rica? Ya calmada,me senté, me dispuse a desayunar y a decirle a todos los que habían seguido el minuto a minuto de mi novela que finalmente iba a volver al país. Cuando terminé de comer, nos llamaron para subir al avión y luego de un par de horas, aterrizamos en Colombia. Como tenía dos horas de escala, lo primero que hice fue almorzar. El patio de comidas estaba llenísimo y me faltaban mis amigos de escala. Me compré una hamburguesa y busqué una mesa. Estaban todas ocupadas. Solo encontré un lugar en una barra que daba contra la pared, que aparentaba ser del local de comida colombiana, pero que no lo era. Me senté y me puse a revisar mis redes sociales mientras comía. Al cabo de un rato, tiré mi basura y me fui al freeshop, Me compré unos chocolates. Me lo merecía después de tanto estrés. Cuando más o menos era la hora, fui para la puerta de embarque. Otra vez me volvieron a pedir todos los papeles, incluso el PCR, que esta vez estaba correctamente. Cuando vieron que estaba todo bien, me hicieron un garabato en la tarjeta de embarque. Llegó la hora de subir al segundo avión. Por fin me iba a casa. Viajar es hermoso, pero volver a casa no se compara con nada. No sé cómo hacen los nómades. Yo siempre necesito volver. Después de cinco horas más de vuelo, en las que no las pasé muy bien ya que me cambiaron de asiento y me mandaron al último que no se inclinaba, y encima no pude dormir nada, llegué a mi amada Buenos Aires. ¿Y pueden creer una cosa? Me hicieron hacer migraciones de forma digital. Nadie me pidió absolutamente ni un solo papel. Pero ya era tarde y estaba demasiado cansada como para enojarme. Agarré mi valija y salí al encuentro de mi novio que también había llegado. Le di un beso y lo abracé casi sin fuerzas. Nos subimos al auto y nos fuimos a casa. Lo único que queríamos era encontrarnos con Galán, nuestro perro.



domingo, 20 de marzo de 2022

PCR I

 El viaje a Costa Rica fue hermoso, pero también muy accidentado (se los cuento por si no leyeron ninguno de los relatos anteriores). Tanto a la ida como durante la estadía pasaron cosas y obviamente como dice la ley de Murphy: “si algo sale mal, puede salir peor”. Es por eso que la vuelta a casa también se vio afectada por imprevistos. Resulta que por el bendito Coronavirus, Argentina exigía la presentación de un PCR negativo para ingresar al país. Este debía hacerse como máximo 72 horas antes del vuelo. Por un error de cálculos, nosotros lo hicimos unas 96 horas antes. Lo peor de todo es que durante esos cuatro días, me di cuenta de lo que había pasado, pero en vez de accionar y hacerme otro, solo repetía sin cesar que no nos iban a dejar volar. Obviamente, Martín, despreocupado como siempre, no se hacía ningún problema al respecto e inventaba excusas por si le llegaban a decir algo. Finalmente, después de estar algunos días en una playa increíble, nos trasladamos hacia San José, la capital, ya que ahí se encontraba el aeropuerto. Llegamos un viernes al mediodía. Martín viajaba ese mismo día a la noche y yo recién al otro día a la mañana. Es por eso que reservamos una noche de hotel. Como cuando llegamos, la habitación que habíamos pagado no estaba disponible, nos dieron una suite increíble. Era gigante y la cama era de otro mundo. Sin embargo, estaba tan nerviosa por lo que podía llegar a suceder en el aeropuerto que no pude disfrutar de ninguna de todas esas comodidades. Mientras que esperábamos la hora en la que Martín debía partir para el aeropuerto, paseamos un rato por la ciudad y a la noche fuimos a un restaurante argentino que se encontraba frente al hotel. Nos sentamos en una mesa en el fondo del lugar y lo primero que nos pusieron fue la panera. ¡Cómo extrañaba comer pan! No entiendo por qué en otras partes del mundo se lo niegan a sus comensales. Yo me pedí un pastel de papas y Martín una milanesa ya que teníamos muchas ganas de volver a comer comida argentina. Sin embargo, cuando llegaron los platos, nos decepcionaron un poco. Tanto la milanesa como el pastel de papas estaban un tanto extranjerizados. Igualmente estaba muy rico todo, sobre todo después de pasar quince días comiendo “casaditos”. Cuando terminamos, volvimos al hotel ya que Martín debía terminar de preparar sus cosas. Para ese entonces yo era una bolita de nervios. Cuando llegó la hora, la combi que lo pasaba a buscar para llevarlo al aeropuerto, arribó al hotel. Bajamos juntos y nos despedimos. Le dije que me avisara si lo habían dejado pasar o no. Volví para la habitación gigantesca y traté de dormir. Imposible. No pude pegar un ojo hasta que me dijo “pasé”. Igualmente también me dijo que lo dejaron pasar porque justo le tocó una chica copada en el check in. Adelanté la hora del despertador un poco más. Necesitaba estar con la mayor anticipación posible para tener tiempo en el caso de que no me dejaran pasar. La noche fue terrible. Casi que no pegué un ojo y me levanté toda transpirada de los nervios. Aunque me había bañado antes de acostarme, volví a hacerlo. Terminé de guardar las pocas cosas que me quedaban y revisé absolutamente toda la habitación para asegurarme de que no me olvidaba nada. Luego bajé hacia el hall principal. El conserje me ayudó a bajar la valija por la escalera. Anuncié que me iba y me senté a esperar la combi que me llevaría al aeropuerto. Me dijeron que tenía café si quería tomar mientras esperaba y también algo para comer. Ja. Si como con los nervios que tenía hubiera podido comer algo. Llegó el chofer. Era un hombre gordo y simpático. Me preguntó cómo había estado el viaje. Le conté un poco y también que Martín me había propuesto matrimonio. Ese fue su pie para hablarme de sus hijas. En esa charla me enteré que en Costa Rica la gente no convive antes de casarse y que es prácticamente un pecado no contraer matrimonio si salís con alguien. Cuando llegamos al aeropuerto, me despedí y entré a buscar donde estaban los mostradores de Avianca. Los encontré y vi que ya había un poco de fila, por lo que me puse detrás del último. Si o si necesitaba ser una de las primeras que atendieran por si tenía que resolver el tema del PCR. Delante mío había una pareja con un perro con el que me puse a jugar. Eran dos brasileños, pero que hablaban perfectamente castellano. Cuando se hizo la hora de empezar el check in, aparecieron los empleados de la aerolínea y empezaron a llamar. Los primeros fueron rápido, pero justo hubo un par que tuvieron problemas e hicieron que se retrasara todo. Tenía ganas de matarlos a todos. No les puedo explicar lo nerviosa que estaba. Finalmente me tocó mi turno. La chica que me atendió me pidió el pasaporte y todos los papeles. Miró todos en detalle y cuando llegó al PCR, se me vino la noche encima. “Este PCR está vencido”, me dijo en tono serio. “¿Cómo que está vencido?”, pregunté haciéndome la sorprendida y agregué “Si me lo hice el miércoles” (mentira, me lo había hecho el martes). “Si, pero hoy es sábado”, me respondió y empezó a contar con los dedos todos los días que habían pasado desde la fecha que aparecía en el papel. Me daban ganas de decirle: “Basta de contar, ya sé que está revencido”, pero en cambio le pregunté si no podía pasar igual. “Claro que no”, me respondió y me dijo que en el aeropuerto hacían test rápidos, que salían 240 dólares, pero que no me podía asegurar que el resultado estuviera antes de que partiera el vuelo. También me dijo que mi pasaje tenía posibilidad de cambio, así que si lo perdía, solo tenía que pagar la diferencia por el pasaje nuevo, pero no uno entero y que toda esa gestión se hacía de forma online. Caos y desesperación. De ninguna manera podía perder ese vuelo. No solo porque no quería pagar más sino porque si el trámite se hacía de forma online no me iba a ir nunca más de Costa Rica. Imagínense que para cambiar mi pasaje afectado por la pandemia estuve un mes comunicándome con la aerolínea todos los santos días. No, no y no. Yo no iba a perder ese vuelo. Le pregunté dónde era qué hacían los PCR. Mientras me hablaba mi mente estaba a mil, de manera que solo entendí que tenía que caminar hacia el final del aeropuerto, que iba a ver un cartel verde en forma de círculo y algo de un micro. Entonces, lo que mi mente entendió era que el PCR te lo hacían en un micro que era una especie de laboratorio ambulante. Muy coherente todo. Salí prácticamente corriendo hacia el exterior del aeropuerto, con mi valija a la que nunca le había podido arreglar la manija que me habían trabado a la ida. Me iba tropezando con ella, tratando de no perder el abrigo que llevaba en la mano y cargando la mochila de mano que pesaba ochenta mil kilos.



domingo, 6 de marzo de 2022

La Escala - El Final

 Cuando me desperté, acomodé todo ya que después de desayunar debíamos ir al aeropuerto otra vez. Ana me tocó la puerta y bajamos al comedor. Estaba lleno de gente. Conseguimos una mesa y me dirigí hacia la parte dulce del buffet. Nunca voy a entender cómo la gente puede desayunar salchichas. Ya en la mesa le pregunté a Ana si había podido hacer el check in  y me dijo que sí. ¿Cómo podía ser que yo no? Y fue justo en ese momento que me acordé de que en la fila de Buenos Aires, el que se iba a vivir a Colombia, me dijo que cuando quiso hacer el check in no pudo porque le estaba poniendo tilde a su nombre. Inmediatamente saqué mi teléfono. Volví a entrar a la página de Avianca y escribí mi nombre completo sin la tilde en la é de Belén, mi segundo nombre. Santo remedio. En dos segundos tuve mi tarjeta de embarque y con el número de asiento que había puesto en el pase de salud de Costa Rica. Cuando terminamos de desayunar, nos fuimos a nuestras habitaciones y concordamos encontrarnos en el hall principal a las diez de la mañana para irnos juntas hasta el aeropuerto. Por lo tanto, a esa hora en punto estaba en el punto de encuentro. Devolvimos las llaves y nos encontramos con Simón, uno de los chicos del grupete, que se había quedado dormido el día anterior y se había perdido nuestra pequeña excursión por la ciudad. Le dijimos que fuera con nosotras al aeropuerto, que supuestamente la combi del hotel pasaba diez treinta, pero que si no aparecía nos íbamos a tomar un taxi. Por suerte apareció y nos ahorramos diez dólares. Era una combi muy pequeña y adentro éramos como ocho más las valijas. Por suerte era un viaje corto. Cuando bajamos, el chofer empezó a bajar todo el equipaje y de repente, quedó una valija sola y abandonada. Nos percatamos que era de una de las chicas que ya había encarado para la puerta. ¿Cómo te vas a olvidar de tu valija? Como si fuera algo chiquito y poco importante. Simón la corrió y le avisó. Mientras tanto yo me quedé firme al lado de las valijas para que nada les pasara. Cuando la chica se dio cuenta, todos se empezaron a reir. Pasamos y fuimos para el primer piso (o segundo como se dice en Colombia) El lugar estaba lleno de gente y había largas filas por todos lados. Basta de filas. No queríamos más filas. Nos acercamos a un hombre que tenía el uniforme de Avianca y nos ayudó a sacar los tickets para el equipaje. Luego de eso, nos fuimos para la fila del check in. El pobre Simón en realidad no tenía que despachar su valija, pero como él no había podido hacer ninguno de los trámites, tenía que ver qué era lo que sucedía en el mostrador. Mientras hacíamos la fila, seguimos charlando sobre nuestras vidas y observábamos cómo estaban vestidas todas las colombianas de la fila. Parecía que se iban a una fiesta más que a un viaje en avión. Tacos, lentejuelas, remeras abiertas, maquillaje, mucho maquillaje. Y nosotros, en jogging y zapatillas, como buenos argentinos. Si hay algo que me gusta de viajar, es poder identificar a los argentinos. Es tan fácil reconocernos.  Luego de una hora de espera, llegó la hora de despachar las valijas. Otra vez me revisaron toda la documentación. Que cansador es viajar en medio de una pandemia. Por suerte mi gran miedo sobre las vacunas fue derribado. Si bien no tenía la vacuna permitida, sí tenía mi seguro de viaje por lo que podía ingresar al país sin problemas. Una vez hechos los trámites, me dirigí junto a Ana y Simón a migraciones. Otra fila eterna. Basta de filas. Ahí nos separamos ya que fuimos todos para diferentes ventanillas y en consecuencia, pasamos por distintos escáneres. Luego de pasar todas mis cosas y que estuviera todo bien, me senté en unas sillas que estaban ahí para ver si aparecían los otros dos. Esperé unos minutos, pero como no los vi, decidí ir para el freeshop. Empecé a caminar y vi mi amado Victoria Secret. Estaba a punto de entrar, cuando escuché que me chistaban. Me di vuelta y me encontré con Ana y Simón. Quedamos en ir a comer algo ya que todavía faltaban dos horas para despegar, pero primero les pedí que me esperaran que necesitaba entrar a “mi paraíso”. Entonces, entré a Victoria Secret y me compré dos cremas con brillitos y un splash. Luego de mis compras nos dirigimos los tres hacia el patio de comidas. Estaba lleno de gente. Basta de gente. Simón decidió probar comida Colombiana, yo no me quise arriesgar antes de un vuelo y fui para Burger King. Por su parte, Ana quiso comer una ensalada. Odio las ensaladas. Mientras almorzábamos, Simón nos contó sobre su empresa de hongos. Hongos Blanc. Se los cuento nada más por si alguna vez se vuelve un empresario multimillonario. Para que sepan que yo pasé mi escala con él. Ana por su parte nos contó sobre sus juntadas clandestinas durante la cuarentena con los vecinos de la cuadra. Nos matamos de risa. Finalmente llegó al hora de embarcar. Nos acercamos hasta la puerta, pero no había indicios de que fuéramos a subir al avión. Esperamos una hora más. El viaje más interminable de la vida. Mientras nos llamaban por filas, me despedí de mis amigos de escala ya que estábamos todos sentados en lugares diferentes y no sabía si los vería al bajar. A mi me tocó estar al lado de dos colombianas muy emocionadas por viajar. Yo no podía más por mi vida. Lo único que quería en el mundo era llegar. Para colmo, quise poner una película para que se me pasaran rápido las dos horas de viaje, pero por motivos del covid no había entretenimiento. ¿Qué clase de excusa barata era esa? Enojada saqué mi libro y me puse a leer hasta que el avión aterrizó. Empezaron a llamar por filas a bajar. En ese momento la vi a Ana y me dio su saludo final. Luego me tocó a mi. Bajé cansada y me dirigí hacia migraciones. Casi me morí cuando vi la fila que había. Me esperaba fácil una hora. Basta de filas. Basta de esperar.  Por suerte me encontré con Simón y nos pusimos a charlar un rato. Resulta que él había pagado para estar en business, le sobrevendieron el asiento y encima como no había más lugar arriba del avión le tuvieron que despachar su carry on. Estaba que volaba de ira. La fila avanzaba, pero no llegaba nunca. Cuando me aburrí de hablar con Simón, me conecté al wifi del aeropuerto y me puse a ver redes sociales. También le contaba el minuto a minuto a Martín que me estaba esperando afuera hacía dos horas. Mientras tanto el ambiente estaba inundado de sonidos de pájaros. Si, habían puesto parlantes de los que salían sonidos de pájaros. La cintura no me daba más y los tics no paraban de salir de mi cuerpo. Necesitaba una cama urgente. De a poco la sala se empezó a vaciar. Ya éramos pocos los que quedábamos. Cuando ya estaba cerca de las casillas, empecé a observar a los que te pedían los documentos y a deducir quién me haría menos preguntas. Migraciones siempre me pone nerviosa, aunque no tengo motivos para que me detengan. Finalmente tocó mi turno. Le di todos los malditos papeles y me preguntaron de qué trabajaba. Le respondí todo y cuando puso el sellito en mi pasaporte me sentí un poco liberada. Fuimos con Simón a agarrar nuestras valijas ya que él había salido al mismo tiempo que yo. Eran casi las últimas que quedaban. Caminamos hasta la puerta de salida y el calor nos abrazó. Le pregunté si lo había ido a buscar su novia y me respondió que sí. Cuando divisé a mi novio, despedí a mi amigo de escala y fui a abrazarlo y a darle un beso. Sentía que no lo veía hace siglos. Le encajé la valija y fuimos hasta donde estaba nuestro auto alquilado. Todavía nos quedaban dos horas de viaje hasta nuestro primer destino: Manuel Antonio. Basta de viajar. 


domingo, 20 de febrero de 2022

La Escala III

 Cuando llegamos al hotel, entramos y otra vez tuvimos que hacer fila. Estábamos hartos de las filas. Mientras esperábamos, escuché cómo a unos del grupete de los que iban a República Dominicana les habían dado mal los vouchers y en vez de darle el hotel por dos noches, se la habían dado por una. Me dieron mucha lástima. No solo les habían encajado una escala de dos días sino que tenían que volver al aeropuerto a solucionar el problema que les habían generado los inoperantes de la aerolínea. Finalmente cuando me llegó mi turno me dieron mis vouchers para comer y la tarjeta de mi habitación. Subí hasta el sexto piso junto a mis compañeros de taxi y cuando abrí la puerta no lo podía creer. Era una habitación gigantesca, con dos camas de dos plazas cada una y una vista a la ciudad. Lo primero que hice fue sacarme el maldito barbijo y la riñonera con la plata. Después me tiré de cabeza a la cama. Creo que no existen las palabras adecuadas para describir la perfección de esa cama. Estuve un rato tirada hasta que se hizo la hora de almorzar y bajé a cambiar mi voucher de comida al restaurant. Cuando entré, la vi a Ana y a Simón, el chico que nos había pagado el taxi y que también iba para Costa Rica a ver a su novia. Me senté con ellos y luego se sumó otro de los chicos que se iba a República Dominicana. Nos pusimos a charlas de nuestras vidas y decidimos ir a pasear a la tarde para aprovechar nuestra estadía inesperada en Colombia. En ese momento me acordé de lo lindo que era viajar solo y poder hacer actividades con gente que hasta ese momento no sabías ni de su existencia. Después de comer, nos fuimos cada uno a su habitación. Necesitábamos dormir un poco. Yo me puse la alarma porque no quería quedarme dormida y perderme de conocer aunque sea un poco de Colombia. Fueron una o dos horas maravillosas de sueño. Cuando sonó la alarma, me estiré y salí de la cama un poco somnolienta. Abrí la valija y me puse un short porque parecía que había aumentado la temperatura y no quería morirme de calor. Bajé al hall central y todavía no había nadie. Me senté en uno de los sillones a esperar. Mientras tanto, veía como dos novias se sacaban fotos. Se ve que el hotel de cuatro estrellas también tenía salones para eventos. Después de esperar unos diez minutos bajó Ana y se sentó al lado mío. Nos pusimos a charlar y le ofrecí unas Melba. Yo siempre me llevó mis galletitas a los viajes por si no me llega a gustar lo que hay de comer en el lugar. Luego de media hora deducimos que los chicos se habían quedado dormidos y no se iban a sumar a la salida. Por lo tanto, nos tomamos un taxi en la puerta y nos fuimos para un parque que me había recomendado una compañera de trabajo que vivía ahí en Bogotá. Llegamos y arreglamos con el taxista que nos pasara a buscar en una hora y media. Antes de bajar nos advirtió que no nos metiéramos para adentro porque era peligroso. Luego de darle las gracias, bajamos y nos fuimos para el “parque” que en realidad era una plaza. Justo había una feria así que caminamos por los diferentes puestos y escuchamos un poco de la música que estaba tocando una banda sobre un escenario. Después le sugerí a Ana merendar algo y fuimos para Juan Valdés que estaba en una de las esquinas. Entramos y pedí un latte y una torta de chocolate que me ofrecieron calentar. Como me pareció raro calentar una torta, le dije que no, pero después me arrepentí un poco porque hubiera estado buena probarla caliente. El lugar estaba lleno de gente, pero igualmente encontramos una mesa para sentarnos en el patio exterior del lugar. Me puse a observar todo y me pareció muy loco estar ahí sentada, en un país en el que no pensaba estar, en frente de una desconocida, tomando un café que nunca tomo porque no me gusta y mostrándole las fotos de mi perro salchicha. Los viajes son mágicos. De eso no cabe duda. Cuando se cumplió la hora y media, fuimos hasta el lugar pactado con el chofer que nos iba a buscar. Nos subimos al auto y emprendimos la vuelta. Mientras recorríamos las calles, le empezamos a preguntar cosas sobre Colombia al conductor. Nos contó cuál era el árbol típico, cómo estaban con el Covid, qué otros lugares había para recorrer y algunas cosas más. Llegamos al hotel y otra vez nos separamos, para irnos cada una a su habitación, aunque al cabo de un rato Ana volvió a tocarme la puerta para pedirme ayuda con el check in que no pudimos hacer y con la televisión que tampoco le pude arreglar. La despedí y me fui a duchar. Una vez limpia, bajé a cenar, pero esta vez sola. En el comedor me encontré con uno de los chicos del grupete, el que iba a viajar a República Dominicana. Estaba comiendo con otras chicas por que me senté sola en otra mesa. Cuando el chico, cuyo nombre no me acuerdo me vio, me pidió disculpas por no haber ido a la salida y se excusó diciendo que se había quedado dormido. Comí en silencio y volví a subir a mi habitación. Puse la tele mientras intentaba hacer el check in, pero tampoco pude hacerlo. Maldita aerolínea. Como no había nada interesante en la tele, abrí mi compu y me dispuse a mirar el final de la serie You, sin importarme que la estaba viendo con mi novio. Cuando la terminé me puse a leer, para adecuarme al silencio de la inmensa habitación. Era la primera vez que dormía sin Martín y sin mi perro en mucho tiempo. Luego de un par de capítulos, mi cuerpo me pedía que cerrara los ojos de una vez por todas. Entonces fui al baño y dejé la luz prendida. También me aseguré de que el despertador estuviera puesto. Igualmente, como era de esperarse, me desperté a eso de las cinco de la mañana con el miedo de haberme quedado dormida. Intenté hacer el check in otra vez, pero no me dejó. Había algún dato erróneo, pero no me daba cuenta cuál. Me volví a dormir hasta que sonó la alarma.




domingo, 13 de febrero de 2022

La Escala II

 Cansada, muy cansada subí las escaleras eléctricas y me acerqué a la famosa puerta donde los viajeros se despiden de sus familiares y amigos. No había nadie y yo no tenía a nadie de quién despedirme porque Martín se había ido y mi papá se había ido del aeropuerto hacía horas. Saludé al policía que estaba ahí y encaré para donde te hacen pasar por el detector. Solo había una chica con su perrita y los policías que estaban hablando sobre una salida. A la chica la detuvieron porque llevaba una tijera en la mochila. Yo pasé como si nada. Después me fui para migraciones (¿o fue al revés?). Era increíble no ver ni a una sola persona. Ahí escuché el mejor sonido del mundo, el del sellito en el pasaporte. “Buen viaje”, me dijo el que estaba ahí y me fui para el freeshop a descargar un poco de estrés mirando perfumes y chocolates que no me iba a comprar. Todavía faltaba un tiempo para subir al avión. Era como si el tiempo no pasara nunca. Me senté en un lugar, después me cambié, después fui al baño, me senté en otro lugar, hasta que por fin nos llamaron. Antes de subir al avión nos pidieron una vez más todos los papeles y nos advirtieron que solo se podía embarcar con determinados barbijos. Como tenía de sobra, le regalé uno al chico que estaba adelante en la fila y que tenía uno de los no permitidos. Caminé por el pasillo del placer, ese que te lleva hasta las vacaciones, a una experiencia única o a ver a esa persona que tanto querés. Saludé a las azafatas, busqué mi asiento del lado del pasillo, (porque una persona con piernas largas como yo necesita pasillo para no sentirse ahogada) y esperé al despegue. Después de eso no me acuerdo mucho. Creo que nos dieron algo de comer, pero prácticamente dormí las cinco horas que había de viaje hasta la escala. Aterrizamos a eso de las ocho de la mañana. Bajamos y ahí empezó todo. Me dirigí hacia migraciones ya que, como debía permanecer en el país, tenía que registrar mi visita. Mientras hacía la fila sentí nervios otra vez. Cuando pasé al mostrador me preguntaron el motivo de mi viaje y respondí que estaba de tránsito. Me pidieron el pasaje de Colombia a Costa Rica, que no tenía. Nerviosa, le expliqué que tenía habilitado el check in recién al otro día, pero la verdad que no me dieron mucha bola. Me sellaron el pasaporte y me dejaron ir. Busqué mi valija y me dispuse a buscar la oficina de Avianca hasta que vi a un hombre con la campera de la DIAN que es como si fuera la AFIP de Colombia. Ahí me acordé que antes de salir había que pasar por el escáner otra vez. Caminé hacia ese lugar, llena de tics porque el estrés suele aumentar mi Tourette. Cuando pasé por la puerta, el de la DIAN que había visto de lejos me frenó. Me preguntó si tenía algún tipo de tic y me contesté que tenía Tourette. Hizo un gesto con la boca como de lástima y me dijo que pensó que me estaba peleando con alguien por teléfono porque me había visto desde la otra punta moverme mucho. Me reí y le dije que solo eran tics. Me preguntó cuanta plata traía y cuando le dije la cifra se rió y me dejó pasar. Faltaba que me dijera “pasá, pobre”. El escáner dio todo bien así que cuando finalmente fui libre, me dispuse a buscar la oficina de Avianca. Le pregunté a uno que trabajaba en el aeropuerto. Me dijo que estaba en el segundo piso, pero cuando subí al ascensor resulta que había solo uno. ¿Por qué le decían segundo piso al primero? Ya arriba volví a preguntar. Está por allá, me señaló uno. ¿Dónde es allá? Hice una vista panorámica y vi unos mostradores de Avianca. Me acerqué hasta ahí. A todo esto me habían trabado la manija de la valija, por lo que maniobrar con ella era una verdadera pesadilla. Me acerqué y le pregunté a uno de Avianca adónde debía ir. Me mandó para un lado y de ese lado me mandaron para el otro. ¿Nadie podía compadecerse de mí acaso y darme una solución rápida? Finalmente llegué hasta la persona que me dio los vouchers del hotel y la comida. También me dijo que fuera hasta el estacionamiento donde encontraría una camioneta del hotel que me llevaría gratis hasta ahí. Bajé cansada, llena de tics, con dolor de espalda, harta del barbijo y con ganas de tirarme en una cama de una buena vez. Fui hasta el punto donde me dijeron que esperara. Pasaron cinco minutos y nada, quince minutos y nada. Ya se había empezado a acumular gente con la que me puse a hablar. Todos nos quejábamos. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer después de la desastrosa experiencia que nos había brindado la aerolínea? Después me quedé charlando con Ana, una señora de Villa Ballester que había ido a visitar a su hermano. Me contó que un año ella viajaba para Costa Rica y otro él viajaba para Argentina, pero que con la pandemia hacía dos años que no se veían. También me contó que tenía la valija llena de dulce de leche y que no había podido llevar las tapas de empanadas por la imprevista escala de treinta horas. Entre charla y charla ya había pasado una hora de espera y algunos del grupo empezaron a tomarse taxis porque no querían esperar más. En eso se nos acerca un muchacho y nos pregunta si queríamos compartir un taxi hasta el hotel, que él lo iba a pagar. Con tal de no esperar más, le dijimos que si y nos subimos a uno de los tantos autos amarillos. Fueron tan solo diez minutos de viaje. Hubiéramos llegado caminando con todo lo que esperamos.



domingo, 6 de febrero de 2022

La Escala I

 Cuando algo está enyetado, está enyetado. No hay vuelta que darle. Por ejemplo, mi viaje a Costa Rica lo estuvo desde el primer momento. Me acuerdo que cuando estuve a punto de sacar el pasaje, allá por 2019, decidí no hacerlo porque todavía no me habían efectivizado en el trabajo y no sabía que iba a ser de mi en el futuro. Luego, esa incertidumbre me salió cara porque cuando en enero me metí nuevamente para sacar mi boleto, el Gobierno había decidido poner veinte millones de impuestos a los viajeros, seguramente para pagarle el sueldo a todos los ñoquis que trabajan ahí. Por lo tanto, un pasaje que solo salía treinta y cinco mil pesos, me terminó costando cincuenta mil. No solo eso, a dos meses de viajar, a Dios se le ocurrió mandar una pandemia de Coronavirus por lo que mi viaje fue rotundamente suspendido. La historia de la pandemia ya todos la saben, así que vamos a hacer una elipsis hasta un año y medio después.


Nervios, nervios y más nervios. Así se puede definir el comienzo del viaje. Para empezar, no sabíamos si íbamos a poder viajar (digo sabíamos porque en el medio de la cuarentena me puse de novia y el susodicho se sumó al viaje que iba a hacer sola) ya que las fronteras no terminaban de abrir y quedar varados en Costa Rica no era una opción. Por suerte abrieron dos semanas antes. Sin embargo, aunque nos sacamos ese problema de encima, sumamos otro nuevo: todo el papelerío y la investigación que había que hacer para viajar por el tema Covid. Empezamos a leer las páginas de todas las embajadas y empezamos a tachar las cosas de la lista: PCR, no se necesitaba. Tachado. Seguro de viaje. Comprado. Tachado. Pase de salud. Solo se podía hacer un día antes de viajar. Pendiente. Vacunas: este ítem hizo que los nervios se me pusieran de punta hasta el último momento. Resulta que en un momento, la página del ministerio de salud de Costa Rica decía que solo aceptaban las vacunas que ellos daban, pero los que no tuvieran esas vacunas podían ingresar al país con un seguro de viaje. Por supuesto, la vacuna que me había dado yo no estaba entre las permitidas. Entonces, todos los días ingresaba a la web para verificar que no hubieran cambiado las reglas. El tema estuvo cuando ese párrafo explícito desapareció y la cuestión se daba a entender, pero no del todo. ¿Me iban a dejar pasar o no? Por ese temita estuve toda la semana previa sin poder dormir bien, aunque no lo crean. Igual lo peor fue después. El check in solo se podía hacer veinticuatro horas antes y lo necesitaba para poder completar el pase de salud ya que me pedían el número de asiento.¿Qué pasaba si no me lo aceptaban? La noche anterior al viaje fue terrible, casi que no pude dormir. Encima me desperté como a las siete de la mañana, intenté hacer el check in y no pude. Caos y desesperación. Me puse a trabajar e intenté nuevamente a eso de las once de la mañana. Pude entrar perfectamente a la página, pero el problema estuvo cuando vi un cartel que decía “vuelo demorado” y aparecían unas treinta horas de escala en Colombia. ¿Cómo iban a avisarnos semejante cambio de itinerario el mismo día? Intenté llamar a la aerolínea. Imposible. Si hay algo por lo que se destaca Avianca es por no tener ningún canal de comunicación rápido que funcione. Entonces le escribí a Vianca, el bot del Whatsapp de la aerolínea con el que estuve luchando un mes seguido para que me cambiaran el maldito pasaje que me habían dejado abierto en 2020 (esta historia no se las cuento en detalle porque no los quiero estresar tanto como lo hice yo). Pulsé la opción de “información de mi  vuelo” y no marcaba ningún cambio de itinerario. No solo eso, a los pocos minutos llegó un mail que si mencionaba el retraso del vuelo, pero no decía nada de las treinta horas de escala en Colombia. ¿Tanto cuesta tener una comunicación adecuada?  Con ganas de llorar hice el check in igual porque lo necesitaba para hacer el pase de salud. Por suerte, ese bendito pase solo implicaba completar un formulario y se generaba un QR. Un problema menos. Tachado. Ahora solo necesitaba saber a qué hora iba a salir mi vuelo y qué iba a ser de mi vida cuando llegara a Colombia. ¿Qué iba a hacer si debía quedarme treinta horas en el aeropuerto? ¿Qué iba a hacer con mis cosas? ¿Cómo iba a hacer para estar despierta tanto tiempo? Con toda esa angustia me fui hasta el aeropuerto. Por suerte mi novio salía antes de manera que me fui con él bien temprano por las dudas de que en realidad mi vuelo saliera en horario. Empezamos a hacer su fila. Ahí nos enteramos de que necesitábamos una declaración jurada para salir de la Argentina, pero que gracias a Dios la podíamos hacer ahí mientras esperábamos. Despachó su valija sin problemas y fuimos a cenar algo ya que todavía faltaba un poco para que tuviera que embarcar. Después de un rato nos despedimos y como vi que en los mostradores de mi vuelo ya había fila, fui para allá. Pensé que quizás, finalmente, el vuelo iba a salir en horario. Ilusa. ¿Saben cuánto tiempo estuve haciendo esa bendita fila? TRES HORAS. Si, así como lo leen. Como el vuelo en el que viajaba se retrasó, y ese vuelo tenía conexión con muchos otros vuelos más, cada vez que alguien llegaba al mostrador estaba veinte minutos reloj para resolver su problema. Mientras tanto charlábamos entre todos. Conversé con una familia colombiana que llevaban tres carros llenos de valijas e inclusive una tele. Resulta que habían estado viviendo en Argentina por algunos años, pero no les quedó otra que volverse a su país porque la cosa no daba para más. También charlé con una pareja que estaba yendo a República Dominicana porque su trabajo les había dado un premio. Afortunados. Otro con el que hablé fue con el chico que estaba delante mío en la cola. Tenía la misma edad que yo y también iba para Costa Rica solo que él se iba a quedar dos meses. Me dijo que después de estar una hora en el teléfono a la mañana logró comunicarse con Avianca. Le dijeron que efectivamente el vuelo estaba retrasado y que debíamos estar treinta horas en Colombia. También me dijo que había negociado un hotel para quedarse y que yo debía hacer lo mismo. Así que estuve practicando mi speech el resto de lo que me quedó de la fila. Mientras seguíamos esperando, se sumó a la charla el que estaba atrás nuestro. Él también se iba a ir a vivir a Colombia. Se quejó de la economía del país, pero la verdad era que era una persona que ya había vivido en otros países. Finalmente fue el turno del chico que estaba delante mío. Escuché bien atentamente todo lo que le pedían. y vi cómo tuvo que abrir la valija para pasar algunas cosas a un bolso porque no sé qué era que no podía llevar. Cuando la abrió, me sorprendí porque llevaba solo cuatro mudas de ropa para dos meses. El resto era comida y regalos. También me reí porque pensaba meter en el bolso de mano una zapatilla eléctrica. Con el de atrás mío le hicimos seña para que la sacara. Cuando terminó de rehacer sus valijas, le preguntó al del mostrador si para entrar a Colombia necesitaba PCR y le contestó que no. Respiré aliviada porque si bien tenía el papel que constataba que me había hecho un hisopado, no puedo decir que realmente haya sucedido eso. Finalmente, cuando el chico de adelante dejó el mostrador y yo ya estaba dando mis primeros pasos hacia él, el chico que atendía hizo pasar a una pareja que estaba haciendo una fila paralela. Resoplé de la bronca, pero por suerte me llamaron de otro mostrador al instante. Ahí mis nervios empezaron a esparcirse por todo mi cuerpo ya que era el momento de la verdad, el momento en el que iba a saber si todos los papeles que tenía para viajar eran los correctos. Le entregué el pasaporte, el pase de salud de Costa Rica, la declaración jurada de Argentina y también la de Colombia que tuve que hacer mientras hacía la fila. También me pidieron el PCR. Saqué temblorosa la hoja y se la di con mucho miedo. La miró, la miró, la volvió a mirar y se la mostró a una compañera. La gota gorda empezó a recorrer mi cara. Gracias a Dios la compañera le dio el visto bueno y luego de teclear algunas cosas en la computadora me devolvió todo junto con la tarjeta de embarque. “¿Sigue estando esa escala de treinta horas en Colombia?”, pregunté y me dijo que sí, pero que me correspondía un hotel, que cuando llegara a Colombia me dirigiera a la oficina de Avianca y ahí me iban a resolver todo. Un problema menos.



lunes, 10 de enero de 2022

Playa Dominical

 Siempre creí en el dicho “Las cosas pasan por algo” y lo terminé de comprobar en mi último viaje. Resulta que el 16 de mayo de 2020 debía viajar a Costa Rica. El viaje lo iba a hacer sola ya que el año anterior había viajado por mi cuenta a Nueva York y la experiencia me había fascinado. Ya tenía todo prácticamente listo, mi pasaje, los hostels reservados, y todas las ganas de vivir una nueva aventura. Sin embargo, como todos saben, la hermosa pandemia de Covid paralizó al mundo y me dejó sin mis tan preciadas vacaciones. Igualmente debo decir que en mi caso no fue tan malo. Si bien me quedé encerrada un año como todos, fui una de las afortunadas que logró enamorarse en pandemia y comenzar una hermosa relación. Por lo tanto, cuando finalmente abrieron las fronteras, ese viaje solitario que pensaba hacer a Costa Rica, se transformó en una aventura de a dos. 


El cinco de noviembre de 2021, luego de un año y medio de espera, fuimos con mi novio hasta el aeropuerto juntos, aunque viajamos en aviones separados ya que yo tenía mi pasaje de antes y el adherente, tuvo que sacarse un pasaje por otra aerolínea. Él salió primero. Yo tuve que esperar unas cuantas horas más por un retraso de la aerolínea y encima me comí treinta horas de escala en Colombia, aunque esa aventura la pueden leer en mí relato "La escala". Finalmente, luego de dos días de viaje llegué a Costa Rica y viajamos con Martín (el susodicho) algunas horas hasta nuestro primer destino: Manuel Antonio. El primer día fuimos hasta el famoso parque nacional con el nombre homónimo del lugar y el segundo día decidimos viajar una hora hasta el Parque Nacional Marino Ballena. Allí, como en todos lados, nos frenó una guía que aparentaba ser del lugar para explicarnos el funcionamiento del parque y vendernos una excursión para ir a ver las ballenas. Si, aunque no lo crean, en el medio del Caribe hay ballenas que van a aparearse y criar a sus ballenatos. Las descubrió no hace mucho uno de los presidentes de Costa Rica. Le dijimos que lo íbamos a pensar mientras estacionábamos (o aparcábamos) el auto.ya que el precio de la excursión era nada más y nada menos que cincuenta dólares. Cuando por fin bajamos y vimos que la guía efectivamente era del lugar y que la excursión podría ser interesante, aceptamos. Le dimos los cincuenta dólares y entramos al parque a disfrutar un rato de la playa ya que la lancha para adentrarnos en el mar salía una hora y media después. Lo primero que vimos cuando entramos fue un cartel que decía “No alimente a los cocodrilos” ¿Quién en su sano juicio le daría de comer a un cocodrilo? ¿Quién en su sano juicio se acercaría a un cocodrilo si ve uno? Seguimos caminando. La playa era realmente enorme. Estaba como para ir con un niño y decirle: “Andá solo al mar, yo te miro desde acá”. Comenzamos a caminar hasta “la cola de la ballena” porque no se los dije, pero además de haber ballenas, en ese lugar la playa formaba naturalmente una cola de ballena. ¿Pueden creerlo? Por lo tanto caminamos hasta allí, hasta donde si te parabas en el medio, podías ver las olas romper de un lado y del otro. Nos sacamos unas fotos y volvimos. Me metí un rato al mar cálido y nos fuimos abajo de unas palmeras porque el sol te hacía derretir. Finalmente, cuando llegó la hora de la excursión, nos fuimos a buscar a la guía que nos reunió con el resto del grupo: cuatro españoles, dos mexicanos y dos que no sabíamos de dónde eran, pero no hablaban castellano y eran muy rubios. Nos subimos a la lancha y el guía se puso a hablar en inglés a pesar de que la mayoría hablábamos castellano. Eso es algo que me molesta. ¿Por qué siempre somos los latinos los que tenemos que hablar en inglés y los que hablan en ese idioma no pueden hacer un poquito de esfuerzo para hablar en castellano? En fin, el guía nos dijo que primero iríamos a ver si veíamos las ballenas y después hasta una isla donde podríamos ver piedras que formaban unas ventanas y también podríamos nadar un rato. También nos advirtió que la época de ballenas en realidad ya había terminado, pero que quizás veríamos alguna rezagada como había sucedido el día anterior. Empezamos a navegar mar adentro. Al principio cada cosita que veíamos empezábamos a gritar para ver si el guía nos decía efectivamente que era una ballena, pero no. Siempre era alguna rama. Navegamos como dos horas buscando ballenas, pero solo vimos una tortuga como la de “Buscando a Nemo”. Una completa desilusión. Igualmente el paseo estaba lindo y se puso mejor cuando llegamos a una zona donde las piedras formaban ventanas y había una de ellas que formaba como una especie de puerta por la que no pasamos porque, según el guía, esa parte se había vuelto peligrosa. Luego fuimos hasta la isla que en realidad era una piedra gigantesca, pero que se llamaba isla porque tenía más de un árbol. Allí nos tiramos al mar. Debo decir que me dio un poco de miedo estar ahí en el medio de la nada sin hacer pie. ¿Qué hubiera pasado si justo aparecía una ballena cuando estábamos en el agua? Ya sé que no hacen nada, pero ¿saben lo que debe ser que te pase un animal de semejante tamaño por al lado? Por suerte no pasó nada y cuando el guía nos indicó, volvimos a la lancha a emprender el regreso. Navegamos una hora aproximadamente y al ir en contra de la corriente, el paseo se volvió más divertido porque las olas nos hacían saltar de nuestros asientos. Finalmente, llegamos a la playa y nos despedimos de todos. Como todavía quedaba un rato antes de que oscurezca, Martín sugirió que fuéramos a Playa Dominical, que quedaba solo a unos kilómetros de allí. Por lo tanto, nos subimos al auto todos mojados y nos dirigimos hasta ahí. Llegamos justo para ver el atardecer. Estacionamos y bajamos hasta la playa. La arena era bien negra y había ramas desparramadas por todos lados. El sol, que ya se había empezado a ocultar, pintaba de naranja todo el cielo, y la lluvia tropical le daba un toque mágico. Nos quedamos parados, ahí mirando semejante belleza. Era un momento perfecto. De repente, Martín se fue a buscar algo en su mochila. Estuvo bastante rato haciéndolo y ahí empecé a suponer qué era lo que estaba buscando. Entonces, cuando lo encontró, se acercó a mí con una bolsita de papel. Muchas veces habíamos hablado de casarnos. Prácticamente ya teníamos organizado medio casamiento en nuestras cabezas y hasta sabíamos a dónde nos íbamos a ir de luna de miel. Por eso cuando se acercó, me preguntó: “¿Adónde nos vamos a ir de luna de miel?” “A México”, le respondí y empecé a sonreír porque mis sospechas se estaban a punto de confirmar. “Bueno”, siguió. “Como ahí nos vamos a ir de Luna de Miel, ahí compré los anillos”. Mentira. Después me confesó que los había comprado en México (donde él hizo escala para ir a Costa Rica) porque no había tenido tiempo de comprarlos en Buenos Aires, pero eso lo vamos a dejar pasar. Volviendo al mágico momento, sacó los anillos de la bolsita y me preguntó: “¿Te querés casar conmigo?” Y obvio que le dije que sí, ¿cómo no le voy a decir que sí? Si es el amor de mi vida.