domingo, 6 de marzo de 2022

La Escala - El Final

 Cuando me desperté, acomodé todo ya que después de desayunar debíamos ir al aeropuerto otra vez. Ana me tocó la puerta y bajamos al comedor. Estaba lleno de gente. Conseguimos una mesa y me dirigí hacia la parte dulce del buffet. Nunca voy a entender cómo la gente puede desayunar salchichas. Ya en la mesa le pregunté a Ana si había podido hacer el check in  y me dijo que sí. ¿Cómo podía ser que yo no? Y fue justo en ese momento que me acordé de que en la fila de Buenos Aires, el que se iba a vivir a Colombia, me dijo que cuando quiso hacer el check in no pudo porque le estaba poniendo tilde a su nombre. Inmediatamente saqué mi teléfono. Volví a entrar a la página de Avianca y escribí mi nombre completo sin la tilde en la é de Belén, mi segundo nombre. Santo remedio. En dos segundos tuve mi tarjeta de embarque y con el número de asiento que había puesto en el pase de salud de Costa Rica. Cuando terminamos de desayunar, nos fuimos a nuestras habitaciones y concordamos encontrarnos en el hall principal a las diez de la mañana para irnos juntas hasta el aeropuerto. Por lo tanto, a esa hora en punto estaba en el punto de encuentro. Devolvimos las llaves y nos encontramos con Simón, uno de los chicos del grupete, que se había quedado dormido el día anterior y se había perdido nuestra pequeña excursión por la ciudad. Le dijimos que fuera con nosotras al aeropuerto, que supuestamente la combi del hotel pasaba diez treinta, pero que si no aparecía nos íbamos a tomar un taxi. Por suerte apareció y nos ahorramos diez dólares. Era una combi muy pequeña y adentro éramos como ocho más las valijas. Por suerte era un viaje corto. Cuando bajamos, el chofer empezó a bajar todo el equipaje y de repente, quedó una valija sola y abandonada. Nos percatamos que era de una de las chicas que ya había encarado para la puerta. ¿Cómo te vas a olvidar de tu valija? Como si fuera algo chiquito y poco importante. Simón la corrió y le avisó. Mientras tanto yo me quedé firme al lado de las valijas para que nada les pasara. Cuando la chica se dio cuenta, todos se empezaron a reir. Pasamos y fuimos para el primer piso (o segundo como se dice en Colombia) El lugar estaba lleno de gente y había largas filas por todos lados. Basta de filas. No queríamos más filas. Nos acercamos a un hombre que tenía el uniforme de Avianca y nos ayudó a sacar los tickets para el equipaje. Luego de eso, nos fuimos para la fila del check in. El pobre Simón en realidad no tenía que despachar su valija, pero como él no había podido hacer ninguno de los trámites, tenía que ver qué era lo que sucedía en el mostrador. Mientras hacíamos la fila, seguimos charlando sobre nuestras vidas y observábamos cómo estaban vestidas todas las colombianas de la fila. Parecía que se iban a una fiesta más que a un viaje en avión. Tacos, lentejuelas, remeras abiertas, maquillaje, mucho maquillaje. Y nosotros, en jogging y zapatillas, como buenos argentinos. Si hay algo que me gusta de viajar, es poder identificar a los argentinos. Es tan fácil reconocernos.  Luego de una hora de espera, llegó la hora de despachar las valijas. Otra vez me revisaron toda la documentación. Que cansador es viajar en medio de una pandemia. Por suerte mi gran miedo sobre las vacunas fue derribado. Si bien no tenía la vacuna permitida, sí tenía mi seguro de viaje por lo que podía ingresar al país sin problemas. Una vez hechos los trámites, me dirigí junto a Ana y Simón a migraciones. Otra fila eterna. Basta de filas. Ahí nos separamos ya que fuimos todos para diferentes ventanillas y en consecuencia, pasamos por distintos escáneres. Luego de pasar todas mis cosas y que estuviera todo bien, me senté en unas sillas que estaban ahí para ver si aparecían los otros dos. Esperé unos minutos, pero como no los vi, decidí ir para el freeshop. Empecé a caminar y vi mi amado Victoria Secret. Estaba a punto de entrar, cuando escuché que me chistaban. Me di vuelta y me encontré con Ana y Simón. Quedamos en ir a comer algo ya que todavía faltaban dos horas para despegar, pero primero les pedí que me esperaran que necesitaba entrar a “mi paraíso”. Entonces, entré a Victoria Secret y me compré dos cremas con brillitos y un splash. Luego de mis compras nos dirigimos los tres hacia el patio de comidas. Estaba lleno de gente. Basta de gente. Simón decidió probar comida Colombiana, yo no me quise arriesgar antes de un vuelo y fui para Burger King. Por su parte, Ana quiso comer una ensalada. Odio las ensaladas. Mientras almorzábamos, Simón nos contó sobre su empresa de hongos. Hongos Blanc. Se los cuento nada más por si alguna vez se vuelve un empresario multimillonario. Para que sepan que yo pasé mi escala con él. Ana por su parte nos contó sobre sus juntadas clandestinas durante la cuarentena con los vecinos de la cuadra. Nos matamos de risa. Finalmente llegó al hora de embarcar. Nos acercamos hasta la puerta, pero no había indicios de que fuéramos a subir al avión. Esperamos una hora más. El viaje más interminable de la vida. Mientras nos llamaban por filas, me despedí de mis amigos de escala ya que estábamos todos sentados en lugares diferentes y no sabía si los vería al bajar. A mi me tocó estar al lado de dos colombianas muy emocionadas por viajar. Yo no podía más por mi vida. Lo único que quería en el mundo era llegar. Para colmo, quise poner una película para que se me pasaran rápido las dos horas de viaje, pero por motivos del covid no había entretenimiento. ¿Qué clase de excusa barata era esa? Enojada saqué mi libro y me puse a leer hasta que el avión aterrizó. Empezaron a llamar por filas a bajar. En ese momento la vi a Ana y me dio su saludo final. Luego me tocó a mi. Bajé cansada y me dirigí hacia migraciones. Casi me morí cuando vi la fila que había. Me esperaba fácil una hora. Basta de filas. Basta de esperar.  Por suerte me encontré con Simón y nos pusimos a charlar un rato. Resulta que él había pagado para estar en business, le sobrevendieron el asiento y encima como no había más lugar arriba del avión le tuvieron que despachar su carry on. Estaba que volaba de ira. La fila avanzaba, pero no llegaba nunca. Cuando me aburrí de hablar con Simón, me conecté al wifi del aeropuerto y me puse a ver redes sociales. También le contaba el minuto a minuto a Martín que me estaba esperando afuera hacía dos horas. Mientras tanto el ambiente estaba inundado de sonidos de pájaros. Si, habían puesto parlantes de los que salían sonidos de pájaros. La cintura no me daba más y los tics no paraban de salir de mi cuerpo. Necesitaba una cama urgente. De a poco la sala se empezó a vaciar. Ya éramos pocos los que quedábamos. Cuando ya estaba cerca de las casillas, empecé a observar a los que te pedían los documentos y a deducir quién me haría menos preguntas. Migraciones siempre me pone nerviosa, aunque no tengo motivos para que me detengan. Finalmente tocó mi turno. Le di todos los malditos papeles y me preguntaron de qué trabajaba. Le respondí todo y cuando puso el sellito en mi pasaporte me sentí un poco liberada. Fuimos con Simón a agarrar nuestras valijas ya que él había salido al mismo tiempo que yo. Eran casi las últimas que quedaban. Caminamos hasta la puerta de salida y el calor nos abrazó. Le pregunté si lo había ido a buscar su novia y me respondió que sí. Cuando divisé a mi novio, despedí a mi amigo de escala y fui a abrazarlo y a darle un beso. Sentía que no lo veía hace siglos. Le encajé la valija y fuimos hasta donde estaba nuestro auto alquilado. Todavía nos quedaban dos horas de viaje hasta nuestro primer destino: Manuel Antonio. Basta de viajar. 


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