miércoles, 9 de diciembre de 2020

Besos en la Espalda

 

Y te diste vuelta. Estabas desnuda porque recién habíamos hecho el amor. Pusiste tus manos debajo de la almohada, pero antes te corriste el pelo a un costado del cuello. Cerraste los ojos. Me concentré para escuchar tu respiración. Me acerqué despacio y puse mis labios sobre tu oreja, como la primera vez que te susurré que te quería. Ese día me abrazaste muy fuerte y me dijiste que a vos te pasaba lo mismo. No sabés lo feliz que me hiciste. Bajé como un tobogán por tu cuello, y tu perfume me hizo sentir en un campo de lavanda. Me detuve un momento para disfrutar del aroma, aunque me hubiera quedado ahí para siempre, como cada vez que te rodeo con mis brazos. Seguí bajando y llegué hasta tus hombros. Me teletransporté frente mar y te dije suavecito, como aquella vez en nuestras primeras vacaciones, que quería que estuvieras conmigo para siempre. Seguí recorriendo tu columna, sentí tu piel suave y dorada como el sol de la tardecita. Crucé tus omóplatos, como San Martín cruzó los andes. Te moviste un poquito. También sonreíste. Me acordé de la primera vez que me enamoré de tu sonrisa. Fue el primer día que te vi, hace 428 días. Tenías puesto un vestido amarillo y estabas rodeada de amigos. Aquella vez supe que eras el amor de mi vida. Recorrí tus costillas zigzagueando como en una pista de ski esquivando todos los altibajos que tuvimos, pero que siempre pudimos superar. Rápidamente caí en tu cintura y me hundí entre tus lunares. Recorrí de una punta a la otra, y se me vino a la mente nuestro primer beso. Esa noche te agarré de la mano y luego mis dedos tocaron tu contorno. Me miraste intensamente y mis labios no se pudieron controlar. Al principio fue tímido y mi corazón latía muy fuerte, pero con cada segundo que pasaba, la paz invadía mi cuerpo y el fuego crecía. Finalmente llegué a tu cadera, esa que me vuelve loco cada vez que veo con poca ropa. Subí nuevamente, recorriendo todo, pero sin frenar en ningún lado. Me puse frente a tu cara. Tus ojos ya están abiertos y se reflejaban en los míos. Ojalá fueras eterna.



martes, 24 de noviembre de 2020

La pared

 

La primera cita después de cortar una relación con alguien que quisiste muchísimo es más bien un trampolín para volver a meterse en el ruedo. En realidad, no es que uno quiere salir verdaderamente, lo hace solo porque ya no da seguir llorando debajo de las sábanas cuando ya se sabe que no hay vuelta atrás. Mi bautismo de fuego fue el último día de octubre. Una semana antes, un chico que apenas conocía de vista de algunas fiestas, me agregó a Instagram y me habló. En lo poco que duró la charla, me hizo reír un algunas veces y además me di cuenta de que teníamos un par de cosas en común. Esto me llamó la atención ya que luego de cortar, pensé nunca iba a volver a encontrar a alguien con mis mismos gustos. Dramatismo típico de recién separado. La cuestión es que cuando me preguntó si quería ir a tomar algo, le dije que sí sin dudar.  El tema vino después, el día de la cita. Me levanté nerviosa y durante todo el día me sentí arrepentida de haberle dicho que sí. Sentía que me había apresurado y todavía no estaba lista para salir con otra persona. Mil veces estuve a punto de abrir la conversación de Whatsapp para cancelarle, pero decidí esperar hasta último momento. Cuando salí de la oficina, me fui para el gimnasio, como todos los miércoles. Ahí ocurrió el milagro. La clase fue de esas bien arriba, en la que dejás la vida y el alma, y eso me dio mucho positivismo. Volví caminado con toda la actitud y cuando llegué a mi casa me bañé, me puse una pollera de jean y un top que me quedaba divino. Antes de salir, saqué mis cartas de tarot y me tiré una carta. La estrella. En pocas palabras y a grandes rasgos es una carta que indica que todo lo que estaba mal, iba a empezar a estar bien. Eso me dio todavía más fuerza. El día estaba hermoso y el bar donde me iba a encontrar con mi cita era relativamente cerca, de manera que decidí ir caminando. Cuando estaba a unas cuadras miré el reloj, faltaban cinco minutos para la hora del encuentro, pero a mi todavía me faltaban diez para llegar. Maldije por haber calculado mal el horario. Odiaba dar una primera impresión de persona impuntual cuando no lo era. En ese mismo instante, me llegó un mensaje de él. “Yo ya llegué. Te espero”, decía. “Llegó en diez”, le contesté yo y apuré el paso.

Cuando llegué, eché un vistazo rápido al lugar y lo vi sentado en una de las mesas del fondo. Le sonreí y le hice una seña con la mano. Mientras me acercaba, miré para la mesa donde me había sentado la última vez que había ido a ese bar con mi ex. Aquel día discutimos muy fuerte, no cortamos, pero si me saqué el anillo que compartíamos y que él no llevaba puesto hacía semanas. Podría haber elegido otro bar ya que a ese íbamos de vez en cuando con él, pero no soy de las personas que van a un lugar con su pareja y después cuando cortan ya no lo pueden volver a pisar. Además, tenía 2x1 en comida y bebida, algo que no se podía desaprovechar. Aparte, supuse que no había chance de encontrármelo ya que era miércoles y ese día él trabajaba hasta tarde. Cuando llegué a la mesa, le di un beso en el cachete, me senté en frente de él y me disculpé por haber llegado tarde. “No te preocupes”, me dijo mientras guardaba unos libros y agregó: “Yo llegué un rato antes porque tenía que hacer unas cosas”. Lo observé un poco. Era lindo y tenía buena energía. Seguro la iba a pasar bien. Aparte la carta auguraba eso. Llegó la moza y nos dio el menú. En ese momento me di cuenta de que tenía hambre. “¿Qué tenés ganas de pedir?”, le pregunté rogando que quisiera una hamburguesa, así usábamos el 2x1. “Creo que una hamburguesa”, me contestó y festejé por dentro. Vino la moza y pedimos. Nos pusimos a hablar de cualquier cosa y me reí mucho. Hacía mucho que no me reía. De repente, tres personas se sentaron en la mesa de al lado, pero estaba tan entretenida que ni les presté atención. Seguí hablando con mi chico. Además de tener muchas cosas en común, era una persona muy interesante. Llegaron las hamburguesas y con ellas, también llegó al bar un chico que me llamó la atención porque estaba vestido con equipo de gimnasia. Le miré la cara y casi me desamayé. La persona que acababa de entrar y que estaba caminando hacia la mesa que estaba al lado mío era nada más y nada menos que mi ex. Cuando se sentó, los vi a todos: Tato, Sapo y Lucas. El grupete que no había registrado cuando llegó eran todos sus amigos. El estómago se me cerró por completo. No me cabía ni una papa frita del montón que tenía. ¿Qué debía hacer? ¿Contarle a mi acompañante la situación y cambiarnos de mesa? ¿Decirle a él que se cambie? Ninguna de las opciones me pareció adecuada. No quería que mi chico se enterara de todo el drama que había vivido y que estaba viviendo con mi ex al lado. Respiré profundamente y decidí continuar como si él no estuviera ahí. Difícil. Me llevé la hamburguesa a la boca, pero de solo sentir el olor se me revolvió todo el estómago. No podía vomitar ahí. Iba a tener que hacer un esfuerzo. Comí como pude un pedacito. Estaba cruda. Gracias a Dios esa hamburguesa estaba cruda y tenía una excusa para no comer. “Está cruda, no puedo comerla así”, le dije a mi cita y él miró la suya y se dio cuenta de que estaba en las mismas condiciones. “¿Querés que la cambiemos?”, me preguntó. “No, está bien. Se me fue un poco el hambre con verla así”, mentí. Mientras tanto en la mesa de al lado conversaban sin parar. ¿Qué estaban diciendo? Paré la oreja para ver si podía escuchar algo, pero me encontré con un problema. Si bien tenemos dos orejas, es un poco difícil estar pendiente de dos conversaciones a la vez. Si me enfocaba en la conversación de al lado, no podía escuchar las palabras que me venían de frente. “Basta. No puedo seguir así”, me dije y agregué: “Vine a esta cita para olvidarme de mi ex, no voy a estar pendiente de él”, y empecé a construir una pared invisible entre las dos mesas. Cuando ya tuve dos filas de ladrillos hechas, me empecé a sentir mejor. Además, la conversación con mi chico se había puesto interesante. Puse un poco más de cemento y arranqué con la tercera fila de ladrillos, pero en ese momento una parte de mi ex se salió de su cuerpo y se acercó a mi construcción. Empecé a poner los ladrillos cada vez más rápido, pero él se empezó a reír y se apoyó en un costado. “¿De verdad pensaste que con este flacucho cabeza de fósforo me ibas a olvidar?”, me dijo de repente. “Basta. Andate”, le grité yo. En ese momento mi cita me empezó a preguntar por las cartas de tarot y mi ex, que había empezado a tirar algunos ladrillos me dijo: “¿Te acordás la última vez que vinimos acá? Me tiraste las cartas y me salía El Diablo todo el tiempo. Te enojaste porque decías que me quería liberar de vos. Tenías razón. Lástima que no me animé a hacerlo ese día”. Empecé a poner los ladrillos nuevamente y hacer las filas lo más rápido que podía. “¿Por qué no le tirás las cartas a él? A ver que le sale. Te apuesto lo que quieras que en el amor no le va a salir nada lindo. ¿Cómo le va a salir algo bueno si seguís enamorada de mi?”, me dijo luego. “Callate. No sigo enamorada de vos. Si no, no podría estar acá. ¿O te pensás que soy como vos, que al día siguiente de cortar ya estabas con otra?”, le dije con bronca, pero sintiéndome un poco más segura conmigo misma. Se ve que la energía de El Carro se había apoderado de mí. Seguí sumando ladrillos a mi pared. “Vas a ver que salen hoy y no te va a dar más bola”, siguió diciéndome para darme inseguridad. “Y si te sigue dando bola, va a ser solo para llevarte a la cama”, continuó. “Basta. ¿Te pensás que son todos mentirosos como vos?”, le grité yo sin dejar de poner los ladrillos. “¿Yo mentiroso? Yo nunca te mentí, solo te oculté, que es diferente”. Lo miré con mucha bronca acordándome de todo lo que me había ocultado en el tiempo que habíamos estado juntos. Seguí sumando ladrillos apretando los dientes para no enloquecer y mordiéndome la lengua para no decirle todas las cosas que pensaba sobre él. Ya tenía construida un poco más de la mitad de la pared. Con algunas filas más se iba a terminar la pesadilla. Sin embargo, aunque ya apenas le veía el pecho, mi ex, seguía insistiendo. “Uy, me parece que te quiere dar un beso. ¿Te acordás cuando nos dimos el nuestro?”, empezó a meter el dedo en la llaga. “¿Y te acordás de nuestra primera cita? Te llevé a un lugar mucho más lindo que este. Y te invité yo. Este no tiene pinta de largar la plata”. En ese momento algunos ladrillos se cayeron. Traté de ponerlos de nuevo, pero no se pegaban. “Estabas linda ese día”, me dijo de repente con la voz un poco quebrada. Se cayeron algunos ladrillos más, pero no intenté ponerlos de nuevo. Me extendió la mano y me dijo que quizás podíamos volver a intentarlo. Se la estaba a punto de dar, cuando mi acompañante me hizo una pregunta que me llamó la atención. “¿Qué carta te describiría a vos en esta cita?”. Mientras pensaba coloqué los ladrillos que se habían caído en la pared. “La sacerdotisa”, le contesté ya que mi intuición me había llevado hasta ese bar, pero a la vez tenía muchas cosas guardadas. Mi acompañante sonrió y se me empezó a acercar. En ese momento mi cabeza estaba a mil. ¡Me iba a besar y mi ex estaba al lado! “No lo beses”, me gritó su desdoblamiento. “¿Te pensás que vas a sentir lo mismo que sentías conmigo?”, continuó. Cuando escuché eso, pensé que la pared se iba a derrumbar por completo porque tenía razón. Desde que había cortado, todos los besos que había dado habían sido completamente vacíos. Lo miré a los ojos para terminar de rendirme y tirar abajo toda esa pared, pero cuando lo hice me vi a mí y me vi bien. Me vi sin lágrimas en los ojos. Me vi sin ojeras por pasarme noches sin dormir. Me vi linda como hacía mucho no me veía. Entonces di vuelta la cara justo en el momento en que la boca de mi acompañante llegó a la mía. Nuestras lenguas se empezaron a entre cruzar, y si bien no sentí lo que sentía cada vez que besaba a mi ex, sentí algo y eso me dio esperanza. En ese instante también me acordé de La Estrella, la carta que había sacado antes de salir de mi casa. “Todo lo que estaba mal, ahora va a empezar a ir bien”, me dije y con esa fuerza, terminé de construir la pared.



jueves, 3 de septiembre de 2020

Tourette y Yo

 

Tourette apareció en mi vida cuando tenía ocho, pero recién me dijo su nombre dieciocho años después. Yo intuía que me acompañaba, pero no sabía quién era. Tourette es (digo es porque hoy en día sigue a mi lado) un ser invisible que va conmigo a todos lados y tiene un control remoto que maneja todo mi cuerpo. Al comienzo solo presionaba el botón de los ojos y, cada vez que lo hacía, me producía una molestia tal que me obligaba a pestañar rápido y fuerte. Más adelante comenzó a presionar otro que me hacía hacer un pequeño sonido gutural, que para los distraídos podía ser imperceptible, pero para mí sonaba hasta el Himalaya. El tema empezó cuando mis amigas comenzaron a preguntar “¿Por qué pestañás tan fuerte?” y yo no tenía una respuesta para darles.  

Cuando llegué al secundario Tourette empezó a tocar otros botones: uno de ellos era el del cuello que me producía un dolor como si fuera una contractura y me hacía moverlo cada dos por tres y otro reproducía, sin parar, una voz en mi interior que, cada vez que veía un cajón o una puerta abierta, me decía: “cerrala”. A veces era tan insistente que tenía que dejar lo que estaba haciendo para ir a cerrar aquella puerta o cajón que estaba abierto. Por suerte cuando fui más grande, entre mis amigos y conocidos nunca nadie hizo más que un comentario al pasar sobre mis tics, pero en mi casa se la pasaban diciéndome que dejara de hacer así con los ojos o que no moviera tanto el cuello. Es por eso que cada vez que Tourette tocaba algún botón, trataba de disimular de alguna manera mis movimientos, aunque sabía que era en vano.

Cuando ingresé a la facultad, parecía que Tourette ya tenía el acceso completo a todos los botones del control remoto y no dejó ninguno sin tocar. Me hacía contraer la rodilla y la panza y me hacía mover el hombro y las muñecas. Además, otra voz me hacía acomodar y alinear todos los objetos. Encima, para colmo, percibía mis sentimientos. Entonces cuando me sentía nerviosa, estresada o triste, él también lo sentía y, para descargarse, empezaba a presionar todos los botones a la vez con mucha fuerza y me hacía mover tanto que hasta me causaba dolor. Si por esa época hubiera sabido que era él el que me hacía todo eso, me hubiera enfurecido y tirado ese control remoto por los aires. Igualmente, en esos años, me enteré de que había muchos Tourette dando vueltas que hacían que la gente insultara sin parar. Y que encima, si se te acercaban, no se iban nunca más. “Pobre gente”, pensaba yo, que no sabía que uno de esos tantos Tourette estaba al lado mío hacía años.

Cuando comencé a trabajar la cosa empeoró, primero porque “el señor” ya tenía una coordinación perfecta de los botones del control remoto, por lo que podía armar coreografías con todos mis tics. Y después, porque detectaba cuando me dejaba atragantado algo que quería decir y de la bronca, presionaba el botón de los dientes haciéndome morder tan fuerte que me dejaba doliendo la mandíbula. También empezaba a manejarme delante de las personas y me hacía morir de vergüenza. Año tras año la cosa empeoraba y yo, que pensaba que era todo emocional, decidí ir a la Psicóloga para que me dijera como sacarme los tics “si bien pueden tener una cuota emocional, no creo que sea eso. Andá a un neurólogo”, me dijo. Así que eso fue lo que hice. Cuando llegué, solo bastaron unos pocos minutos para que me presentara a Tourette. “Él es Tourette, el que te estuvo acompañando todos estos años y el que te va a acompañar por el resto de tu vida”, me dijo. También me contó que su control remoto tenía un montón de botones más, pero que nunca se usaban todos, que cada Tourette elegía qué botones usar según la persona. Agradecí que el mío no tocara los de los insultos ni los de los ruidos raros. No obstante, en ese momento no supe cómo reaccionar. Lo único que podía pensar que ese ser iba a estar al lado mío para siempre y para siempre es demasiado tiempo.  El doctor me dio unas pastillas. Me dijo que si las tomaba, Tourette iba a estar más tranquilo y no iba a estar presionando los botones todo el tiempo. Cuando terminó la consulta, me fui a mi casa repasando toda la información que me acababa de dar. Me quería morir. No lo podía ni lo quería creer. Me angustié y me enojé mucho. Le empecé a gritar a Tourette y a decirle que lo odiaba. Que se fuera, pero me contestó presionando tímidamente los botones del hombro y la rodilla, los que siempre tocaba cuando me sentía nerviosa. Se ve que él tampoco quería estar donde estaba, pero no le quedaba otra. Esa semana fui a la psicóloga y le presenté a mi no deseado compañero. También le hablé de mis sentimientos hacia él, pero ella me dijo que no tenía que estar angustiada, sino al contrario, porque ahora sabía quién era y podía controlarlo yo a él. Tenía razón. Desde ese momento y desde que empecé a tomar las pastillas, tengo una mejor relación con Tourette. Si bien es él el que controla la mayoría de las veces, yo ya tengo un poco de manejo sobre mi cuerpo y lo mejor es que ahora, cada vez que alguien me pregunta si tengo hipo o me duele el cuello, ya no balbuceo una respuesta o cambio de tema, sino que les presento a Tourette y me alegro cuando me dicen “No me di cuenta de que tenías tantos tics”.  



martes, 25 de agosto de 2020

La Reina del Universo

 

Por uno u otro motivo, la última noche de un viaje siempre termina siendo especial y te deja recuerdos para toda la vida. Mi última noche en Nueva York no fue la excepción.

Mi amiga (la persona por la cual fui hasta Estados Unidos) me propuso que fuéramos con el novio y los amigos a Mr. Purple, un bar   que quedaba en un piso quince en East Village, cerca del distrito financiero. Le dije que sí sin dudar y quedamos para encontrarnos a eso de las diez. Para mí ese era un horario hipertemprano ya que habíamos regresado de la playa pasadas las seis de la tarde y todavía debía comprar regalitos, sacar una entrada para subir al Top of de Rock al día siguiente, comer algo, bañarme, vestirme y combinar tres líneas de subte para llegar al sur de la ciudad. Imposible. De hecho se hicieron las nueve cuando recién volví al hostel. “Voy a llegar un poco más tarde”, le mandé en un mensaje a mi amiga y decidí sacrificar la cena para no retrasarme tanto. Ya cambiada y maquillada, encaré para la línea 2, la primera de las tres que debía tomarme. Viajé alrededor de ocho estaciones hasta que llegué a Times Square donde debía hacer la primera combinación. Cuando me bajé del metro, empecé a caminar, pero me topé con uno de esos puestos de diarios que hacían de kiosko y me compré para cenar unos Doritos, o como había dicho un español que había conocido en un tour unos días atrás, unos “Doritosh”. Luego encaré rápidamente para el andén donde me tenía que tomar la línea que me llevaba a la Grand Central Terminal.  Se ve caminaba tan decidida que parecía una lugareña y por eso un hombre me paró para preguntarme cómo debía hacer para llegar hasta su destino. Le expliqué en mi inglés indio todo el funcionamiento del subte de Nueva York, y aparentemente lo hice bastante bien porque no bien terminé, otro hombre se me acercó con su celular para que le explicara también cómo llegar a su hotel. Cuando finalmente terminé de ser guía turística, volví a encarar para el andén sintiéndome la gurú del subte. Me tomé los dos metros que me faltaban y cuando bajé del último miré mi celular para chequear la dirección que me había pasado mi amiga. Abajo tenía otro mensaje que decía “Acordarte de no dar besos”. Me reí y me acordé de cuando dos días atrás la quise saludar con un beso a una amiga de su cuñada y pegó un salto como si la hubiera querido acuchillar. Igualmente sigo pensando que nosotros no somos los besuqueros, ellos son maleducados. 

Finalmente me encontré con mi amiga en una esquina y me llevó hasta donde estaba el resto del grupo. Levanté la mano y les dije “Hi”, pero uno de ellos se me acercó y me dio un beso en la mejilla. “Ah, dan besos”, exclamé mirando a mi amiga. “La mamá de Diego es argentina”, me explicó y terminé saludando a todos de la misma manera. Después de las presentaciones fuimos para una especie de avenida que tenía un boulevard en el medio y ahí una de las chicas se dio cuenta de que se había olvidado algo en su departamento así que volvió a buscarlo. Justo donde estábamos había una pizzería y yo tenía un hambre terrible, por lo que, mientras esperábamos, me fui a comprar una porción de pizza y algunos me siguieron. La pizza si que es un alimento noble. Siempre te saca del paso, se puede comer de parado y lo mejor es que se pronuncia igual en todas partes del mundo. La terminamos en el tiempo en el que la chica fue a buscar lo que se había olvidado. Nos tomamos un taxi y fuimos para el bar. Había una cola terrible, pero una de las pibas conocía a alguien y pasamos enseguida. Subimos hasta el piso quince. El lugar estaba lleno de gente. Había una parte techada y una terraza grande que tenía una pileta en el medio. En Argentina alguno hubiera terminado adentro. La vista que había era increíble. Se veía toda la ciudad iluminada y, como estábamos cerca del distrito financiero, el One World Observatory estaba ahí completamente iluminado e imponente. 

Nos compramos una cerveza y bailamos un poco. Dos de los amigos del novio de mi amiga se sacaron una foto abrazados. Una foto normal como la que se saca cualquiera con un amigo. El tema es que se ve que allá eso no es algo tan normal porque de repente uno de los chicos se empezó a alterar. Se lo veía preocupado y no paraba de hablar. Le pregunté a mi amiga qué pasaba y me explicó que a ese pibe le gustaba mucho una de las chicas que había venido con nosotros. Que hacía años estaba tratando de conquistarla y que parecía que esa noche se le iba a dar, pero a la piba le pareció que “era muy gay” sacarse una foto así y ya no quería estar con él. Yo no lo podía creer. Era como si hubiéramos retrocedido doscientos años en el tiempo. “No se que haría si ve como se sacan fotos mis amigos”, le dije a mi amiga y como ya estaba algo entonada por el alcohol agregué: “Aparte que viene a opinar esa gorda fea”. Mi amiga se rio y como parece que estaba todavía más entonada que yo, le tradujo al chico: “Mi amiga dice que note hagas problema por esa gorda”. Yo no sabía donde meterme. La quería matar. ¡Cómo le iba a decir eso! Por suerte al pibe le pareció gracioso el comentario y se empezó a reír. Entre risas, tragos y pasos de baile se hicieron las dos de la mañana y mi amiga me dijo que ya tenían que volver porque sino iban a perder el último tren que los llevaba hasta su casa, que era en las afueras de Manhattan. Bajamos los quince pisos y paramos un taxi. En ese momento la gorda le empezó a mandar mensajes y el chico se puso como loco porque se había ido sin saludarla y ahora no sabía qué decirle. “Decile que nos fuimos porque Noah empezó a vomitar”, le dijo otro de los chicos y todos empezamos a hablar a la vez sobre la situación con la gorda. El taxi se llenó de gritos eufóricos y risas. Bajamos en la Grand Central y ellos corrieron para que no se les fuera el tren. “¿Sabés cómo volver?”, me preguntó mi amiga. “Si, tranqui”, le contesté y me fui caminando para Times Square llena de energía y deseando que la noche no se hubiera tenido que terminar.

 Llegué a la estación y bajé para tomarme el metro que me llevaría nuevamente al hostel. En ese momento me di cuenta de que no solo era mi última noche sino también la de mi Metrocard. Cuando la pasé, el molinete no me abrió, lo intenté de nuevo y nada. Intenté varias veces más hasta que mi cerebro borracho entendió lo que estaba sucediendo. Miré para todos lados y no había nadie. Me agaché para pasar por abajo, pero a mi cerebro borrachín le dio miedo de que alguien nos estuviera mirando y nos cobrara una multa en dólares. Miré para la boletería y estaba cerrada, lo que significaba que iba a tener que usar la máquina expendedora de boletos, la que evité usar cuando llegué a la ciudad por temor a que me tragara la plata. Tomé valor y me acerqué. Era eso o, según mi cerebro, pagar una multa altísima en dólares. Aparte para esa altura del viaje ya me sentía neoyorquina y con unas copas demás, y después de haber estado en ese edificio tan alto, la reina del mundo. Toqué la pantalla ¡Bingo! Había una opción que te mostraba las opciones en castellano. Ya no había peligro alguno. Tik tik tik: Boleto sacado. Pasé mi tarjeta, crucé el molinete y encaré para el andén sintiéndome, entonces, la reina del universo.


martes, 18 de agosto de 2020

Paseos de Cuarentena

 

Voy a decir algo que sé que a la mayoría no les va a gustar, pero a mi me encanta la cuarentena, ¡qué quieren que les diga! Estoy aprovechando para caminar un montón porque sé que después no voy a poder. ¿Saben los músculos que saqué? Estoy hecho un sex-symbol. Salgo tres veces al día. La primera vuelta la hago temprano, tipo nueve. Solo doy una vuelta manzana, como para estirar las piernas y ver qué onda el clima. Hay días que no me cruzo con nadie, pero hay otros que me encuentro con los hermanos Aguirre. Son cuatro, pero nunca van juntos. Un día me encuentro con uno y otro día con el otro. Todo depende a la hora que salga. Los Aguirre me saludan de lejos, siempre van en la suya, sin embargo, las Aguirre siempre se me acercan y me dan un beso. La mayor siempre se me hace la linda, pero a mi me las rubias no me gustan. Prefiero a la hermana que es morocha, aunque es muy alta para mí. Por eso no le doy mucha bola. A veces también me encuentro con Clarita. Es más fea la pobre. Una cara de chancho tiene. Igualmente es simpática. Me cae bien. Cuando vuelvo a mi casa, desayuno, me tiro a dormir un rato más y juego un rato a la pelota. Soy futbolista ¿saben? Después espero ansioso a que se haga el mediodía para mi segunda salida del día, la más larga. Salgo a la una en punto y encaro siempre para la misma esquina para ver si me encuentro con mi gran amigo Galo. La mayoría de las veces lo encuentro. Suele estar sentado en el patio de la casa. Nuestras conversaciones por lo general empiezan igual: “¿La viste a mi negrita hoy?”, le digo yo. “¿Qué negra?”, me responde como si todas las noches le borraran la memoria “¿Qué negra va a ser, Galito? La única, la más linda del todo el barrio”, le contesto. “’¿La negra Chacha?”, me pregunta de nuevo. “Si, Galito. La negra Chacha”, le digo fastidiado. Les juro que esa negra me vuelve loco, pero se hace la difícil la muy turra. Igual ayer me dejó caminar unas cuadras con ella. Al principio ni me miraba, pero después se empezó a aflojar y hasta me paraba la cola porque sabe que estoy muerto por ella. ¿Saben lo que es esa colita? Bueno, después lograr de sacarle un poco de información a Galo sobre Chacha sigo mi camino. Cuando doy la vuelta, empiezo a andar rápido porque en esa cuadra está el loquito que siempre que paso me empieza a gritar incoherencias sin parar. No sé qué le pasa conmigo. Luego me voy para el otro lado de la vía que es más tranquilo. Antes de cruzar el pasonivel veo como algunos hacen ejercicio en el espacio verde que hay ahí. Siempre digo que algún día voy a imitarlos, pero nunca lo hago. También a esa altura siempre me encuentro a algún nene que, por lo general, quiere abrazarme. ¡Los amo! Son tan simpáticos.  Después camino un par de cuadras más hasta llegar a la General Paz porque me gusta ver los autos pasar. También me gusta ir para allá porque hay casas que tienen pasto relindo y a mi me encanta caminar sobre el pasto. Me siento libre. En Zufriategui y Río Pilcomayo le digo “hola” al de la garita que siempre me saluda como si me conociera de toda la vida. A veces también me encuentro con Marcos, un gigantón que mide como dos metros. Es todavía más alto que la Morocha Aguirre. Cuando encaro para cruzar la vía de nuevo, me suelo cruzar con los Perez. Ellos son tres y siempre van juntos. A veces me dan ganas de invitarlos a comer a casa porque se los ve flaquísimos, aunque me contaron que son así porque son corredores. Pura fibra. Una vez que crucé la vía ruego no cruzarme con las hermanas Flores. Son tres solteronas que no te paran de hablar. Sobre todo doña Pepa que a veces hasta me hace pensar que le gusto. Puaj. Doblo la esquina y encaro de nuevo para mi casa porque para esa altura ya suelo estar bastante cansado.

La salida de la noche es la que más espero porque es en la que más probabilidades tengo de encontrarme a mi negrita. Para este paseo no tengo un horario fijo, voy rotando según el día. A veces me encuentro con Melbita, la vecina de enfrente. No es mala, pero se está poniendo vieja y bastante gruñona. Dependiendo si tengo que ir a hacer algún mandado voy para uno u otro lado. Si tengo que ir a comprar, voy para la izquierda y camino tranquilo hasta la carnicería que me queda a un par de cuadras. Cuando entro, siempre me saludan con un “Hola, rey. ¿Qué vas a llevar?” y después el de la caja me cuenta siempre la misma historia sobre su perro salchicha de la infancia. Cuando salgo, trato de caminar un par de cuadras más, pero con la bolsa es demasiado incómodo y siempre termino volviendo. Eso es lo malo de la cuarentena: los negocios cierran demasiado temprano. Cuando tengo la fortuna de no tener que ir a comprar, me voy para la derecha y camino muuuy despacito por la casa de Chacha para ver si justo sale, pero nunca tengo la suerte. Camino una cuadra más mirando para todos lados para ver si me la cruzo, pero no solemos coincidir. Nunca llegué a engancharle los horarios. A la que si veo siempre es a la señora Luna. Una viejita divina, aunque está sorda y casi no puede caminar. Doy la vuelta y sobre Laprida me encuentro con Clarita. Está muerta conmigo la gorda, pero es más grande que yo y rubia. Ya saben lo que pienso al respecto.  Igual me le hago el lindo un poco como para no perder la reputación que me dieron del “galán del barrio”. Si salgo tarde me encuentro con Pepo. Cada pilchita tiene. Y siempre de punta en blanco. Igual tiene buen corazón. Cuida a una viejita que es una dulce. Sigo un par de cuadras más. A veces me encuentro con más nenes. Otras veces disfruto del silencio y las calles vacías. Después de girar un rato más, vuelvo para casa. Como les dije al principio, me encanta salir a caminar, pero nada se compara con la sensación de llegar, que me saquen la correa y acostarme al lado de la estufa.


martes, 11 de agosto de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XV - El Final

 

Un día Lucía tenía que ir a una farmacia que quedaba a veinte cuadras de su casa y pensó que sería buena idea aprovechar y verlo a Agustín. Se lo comentó y él le dijo que sí sin dudar. Mientras iba a su encuentro, él estaba ansioso. La extrañaba mucho y tenía muchísimas ganas de verla. Cuando llegó donde lo había citado, estacionó y esperó. A los pocos minutos la vio venir y se le hizo todo un cosquilleo en la panza. Hasta el barbijo le quedaba lindo. Ella miró para todos lados antes de subir, como si fuera un crimen lo que estaban haciendo. Se sacó el barbijo. Se sonrieron. Él le acarició la cara. Ella suspiró. Ambos se acercaron al otro y finalmente se dieron ese tan codiciado y peligroso beso. Se quedaron un rato abrazados y charlando. Agustín sentía como si el tiempo no hubiera pasado y Lucía cada vez más sentía que había encontrado su lugar al lado de él. Finalmente, el encuentro se tuvo que terminar. Se despidieron algo tristes, pero con la esperanza de que se volverían a ver pronto. Los siguientes días la relación tomó más vida. Volvieron a estar como cuando había empezado la cuarentena y contaban los días para volver a verse. Lucía se había dado cuenta de que quería tener una relación con él y ya no sería un problema contarle a todos lo que sentía, a pesar de todos los comentarios que sabía que recibiría.  La noche que anunciaron una nueva extensión de la cuarentena, le escribió para que se vieran el fin de semana. Agustín, que se moría de ganas de verla de nuevo, le dijo que no podría porque se sentía un poco mal. También le dijo que estaba seguro de que era solo una gripe, pero que por las dudas prefería quedarse en la casa. “Espero que no sea nada”, le contestó ella y agregó “Llamá al médico igual”. “No hace falta. No es nada”, le contestó él y le siguió hablando de otra cosa. Al día siguiente Agustín levantó un poco más de fiebre y le dolía mucho el cuerpo y la garganta. “Es solo una gripe fuerte”, se dijo a si mismo mientras se tomaba un Ibuprofeno y se volvía a acostar. Al cuarto día de sentirse mal, Lucía le rogó que llamara al médico, pero él se negó nuevamente. Fue recién dos días después cuando empezó a tener dificultad para respirar cuando finalmente dio el brazo a torcer y fue a la guardia. En la puerta una médica le preguntó qué síntomas tenía y le tomó la fiebre: 38 grados. “Tenés todos los síntomas de Coronavirus. Te vas a tener que hacer el hisopado”, le dijo mientras llamaba a otro médico para que lo acompañara al área del hospital donde solo atendían a pacientes con Covid.

Pasaban los días y Lucía no tenía ninguna noticia de Agustín. La última vez que habían hablado fue cuando le dijo que se iba a la guardia porque se sentía muy mal. Estaba muy preocupada. Les preguntó a sus compañeros de curso si alguno sabía algo, pero nadie sabía nada de él. “¿Qué hago?”, se preguntaba sin parar. “No tengo el teléfono de nadie”, pensaba angustiada. “Ya sé”, dijo de repente y agarró su celular para buscar a la hermana en Instagram y le escribió: “Hola. Soy Lucía. Seguramente no sepas quien soy, pero estoy saliendo con Agustín y hace días no sé nada de él. ¿Le pasó algo?”. La respuesta no tardó mucho en llegar. “Me pasás tu número de teléfono? Tengo que decirte algo”, decía el mensaje y a Lucía se le hizo un nudo en la garganta. A los pocos minutos su teléfono sonó. Laura, la hermana de Agustín, le dijo que sabía de su existencia porque su hermano no paraba de hablar de ella. Le dijo que siempre que hablaban por teléfono lo escuchaba muy feliz, que se notaba que la quería. Lucía se alegró por lo que estaba escuchando, pero a la vez sentía un nudo en el estómago. De repente Laura paró de hablar. Se le había quebrado la voz. “Mirá Lucía. No sé como decirte esto porque yo todavía no lo puedo creer, pero Agustín falleció hace cuatro días. Nos llamaron del hospital hace un poco más de una semana. Cuando Agus entró a la guardia lo tuvieron que internar de urgencia porque no podía respirar y se descompensó. Estuvo en coma algunos días hasta que finalmente su cuerpo dijo basta. Nos dijeron que tenía una enfermedad coronaria que complicó su situación. Agus no lo sabía, por eso fue todo tan rápido”. Laura se puso a llorar. Lucía se quedó muda. El teléfono se le cayó de las manos y la primera lágrima empezó a caer por su mejilla.


martes, 4 de agosto de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XIV


Agustín y Lucía no paraban de hablar ni de pensarse. La primera semana prácticamente estuvieron conectados las veinticuatro horas. Los últimos dos encuentros habían encendido algo en ellos. Sin embargo, la segunda semana Lucía empezó a tener sueños extraños, que la angustiaron un poco. En la televisión decían que era algo común que pasaba cuando alguien estaba encerrado mucho tiempo. La cuestión es que empezó a sentirse sofocada. Sentía que Agustín la ahogaba. Empezó a distanciarse un poco y a enojarse por cualquier cosa que hiciera. Agustín no entendía nada. ¿Qué le pasaba? Cada vez que se enojaba con él dejaba de hablarle y le clavaba el visto cuando intentaba saber qué le pasaba. Solo cuando le pedía perdón sin saber muy bien por qué, ella aflojaba un poco. Para colmo se empezó a correr la bola de que la cuarentena se extendería quince días más. El 1 de abril todas las familias se sentaron frente al televisor y confirmaron los rumores. Alberto comentó el estado de la situación y les pidió a todos los argentinos un esfuerzo más porque todavía tenían que seguir preparando el sistema de salud. Las cosas seguirían igual que antes: solo podrían estar en las calles los esenciales. También sería obligatorio el uso de tapabocas para ingresar a los comercios habilitados. Al día siguiente al anuncio, Agustín le mandó un mensaje a Lucía diciendo que abriría su local porque ya tenía el permiso. “Pero si vos tenés un bazar, no vendés cosas esenciales”, le contestó ella. “Cuando se empezó a rumorear lo de la cuarentena empecé a proveerme de algunos productos esenciales así que puedo abrir, pero con el rubro un poco cambiado”, le comentó él. “Bueno, cuídate”, le contestó ella. “Si, no te preocupes, no pienso dejar entrar a nadie al local”. Mientras tanto para algunos otros comerciantes la situación se les empezó a poner fea. Una cosa era cerrar quince días, pero un mes, era demasiado. En respuesta a los reclamos, el gobierno se dispuso a pagar la mitad del sueldo a todos aquellos que no estuvieran generando ingresos. También otorgó algunos créditos. 

Por otro lado, los edificios porteños comenzaron a tomar protagonismo. Algunos comenzaron a hacer sus rutinas de ejercicios en los balcones o terrazas, otros sacaron a relucir sus talentos. Cada noche había un espectáculo nuevo. Luego los shows de música y luces se reemplazaron por aplausos. Cada día a las nueve de la noche todos los vecinos aplaudían a los médicos y a todos aquellos que no podían quedarse en sus hogares. También de a poco todos volvieron a sus rutinas diarias, pero de manera online. Lucía y Agustín bajaron la intensidad de su romance, pero igualmente se hablaban todos los días. Se decían buen día y buenas noches y hablaban gran parte del día. Se llevaban muy bien y la diferencia de edad cada vez se achicaba más. “Te extraño”, le decía Agustín, aunque ella se rehusaba a decirle que ella también lo hacía. Al principio le chocaba un poco nunca tener una respuesta positiva de su parte, pero después se acostumbró porque le demostraba su amor de otras maneras. Por ejemplo, cada semana un chico de Rappi llegaba a su local con alguna cosita dulce que le mandaba ella. Era su pequeño momento de felicidad. Luego de un mes de cuarentena, todos pensaron que la vida volvería a la normalidad ya que mucho tiempo más no se podía sostener un encierro semejante. Pero no fue así. El quince de abril la cuarentena se volvió a extender por quince días más. Los memes estallaron en las redes sociales. Parecía un chiste. Algo de nunca acabar. En esta etapa las necesidades de las personas empezaron a ser otras. Necesitaban dejar a un lado las pantallas. Necesitaban compartir un mate, una cena. Necesitaban abrazar, besar. Necesitaban de todo eso que la tecnología jamás les podría dar. Agustín y Lucía no eran la excepción. “Me encanta hablar con vos, pero necesito verte”, le decía Agustín. “Yo también”, le contestaba Lucía, que cada vez le incomodaba más tener una relación a distancia. “Dale, escapate. Yo tengo el permiso para cruzar a Provincia. Podemos vernos cerca de tu casa”, le suplicaba él. “¿Con qué excusa pretendés que salga de mi casa?”, le respondía ella. Y nuevamente se quedaban con las ganas de estar juntos. La gente cada vez estaba más cansada: los aplausos se apagaron, ya casi nadie le prestaba atención a la cantidad de contagiados que había por día. La mayoría prefería mantener el televisor apagado. Empezaron a aparecer los rompecuarentena. La gente en la calle empezó a aumentar y la vida pasó a hacer una promesa para “cuando todo esto pase”. Los ánimos empeoraron cuando Alberto extendió quince días más. Ya iban a pasar dos meses que Lucía y Agustín no se veían. Si seguían así mucho más no iban a poder durar. Cuando charlaban pensaban en esas parejas que se habían empezado a ver justo antes del confinamiento y se les cortó todo, sin tener en cuenta que ellos eran de esas parejas.



martes, 28 de julio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XIII


Luego del reencuentro, los casos de Covid en Argentina empezaron a crecer ya que muchas personas estaban regresando de sus viajes por Europa. El presidente declaró distanciamiento social no obligatorio. Lo que significaba que se podía seguir haciendo vida normal, pero siempre y cuando se respetara una distancia entre personas de un metro y hubiera un lavado de manos continuo. La cantidad de gente en la calle bajó considerablemente ya que todos tenían miedo de contagiarse. Eso no impidió que Agustín y Lucía se vieran. Fue un sábado. Iban a ir a tomar algo, pero la noche estaba fría y lluviosa, entonces aprovecharon que ella estaba sola en su casa y él fue para allá. Charlaron, se besaron, se abrazaron, se disfrutaron. Todo sin saber qué esa sería la última vez que lo harían. Cuando empezó la semana, se comenzó a rumorear que el presidente Alberto Fernández declararía la cuarentena obligatoria por quince días. Eso significaba que solo las personas que tuvieran trabajos esenciales podrían salir a la calle. El resto debía permanecer en sus casas a menos que tuvieran un permiso especial para circular. Esto hizo que los supermercados se plagaran y que hubiera colas interminables en las estaciones de servicio. Por algún motivo la gente pensaba que debía stockearse como si fuera el fin del mundo. A Lucía la mandaron a trabajar a la casa. Además empezaron a cerrar los cines, los teatros, los gimnasios y todo aquello que acumulara personas. El jueves el país era un caos, debido a que ya estaba casi confirmado el confinamiento. “¿Nos vemos antes de que decreten la cuarentena?”, le preguntó Agustín. “Dale, vení a casa que hoy estoy sola”, le contestó Lucía. Sin embargo, no llegaron a verse. El presidente realizó una conferencia en la que confirmó que el distanciamiento social obligatorio empezaría esa noche, lo que significaba que al final Lucía no estaría sola. “Bueno, son quince días nada más”, dijeron ambos tratando de compadecerse. Y como ellos, muchos pensaron lo mismo. El 20 de marzo a las cero horas, Argentina se congeló como el resto del mundo. Todos los comercios bajaron sus persianas. Las puertas de las escuelas, las iglesias y las universidades cerraron. Se cancelaron todos los eventos deportivos y culturales. Se prohibieron las reuniones sociales. Cerraron el paso a los parques y plazas y los pasos que conectaban Provincia y Capital. Todos los que trabajaban en oficia comenzaron a realizar teletrabajo. Los que trabajaban en otros rubros tuvieron que tomarse unas vacaciones obligadas. Al principio la mayoría lo tomó como un respiro ¿A quién no le viene bien descansar quince días? No habían pasado cuarenta y ocho horas y había miles de challenges en las redes sociales: desde etiquetar a un amigo para que suba una foto de chiquito hasta hacer jueguitos con papel higiénico. Muchos empezaron a hacer gimnasia con vivos de Instagram. A otros se les dio por la gastronomía: fue innumerable la cantidad de gente que se puso a cocinar pan.  Las videollamadas colapsaron. Ahora la vida transcurría adentro de cada casa porque afuera había un virus maligno que atacaba sin importar clase social y no había suficientes respiradores para atender a todos los enfermos.



martes, 21 de julio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XII


Mientras que Lucía y Agustín permanecían distanciados, el mundo se había vuelto una película apocalíptica. En la mayoría de los países del mundo se había decretado cuarentena por el Coronavirus. Italia, España y Estados Unidos eran los que peor la estaban pasando. La cantidad de contagiados se contaba de a cinco cifras y había tantos muertos que no tenían donde ponerlos. La situación era totalmente crítica. En Argentina el miedo iba entrando de a poco en cada casa. Todos sabían que, si un virus así llegaba al país, el resultado podía ser devastador. Cada día la gente estaba más expectante. Las noticias llegaban a borbotones. La enfermedad se declaró pandemia y el 3 de marzo el pánico se instaló en el país. Había llegado desde Italia el primer paciente con Coronavirus. Cuando la noticia llegó a Lucía, rogó que fuera una Fake News, pero lamentablemente era verdad.  Se preocupó bastante, pero cuando en el noticiero mostraron un video del paciente en el que se lo veía tranquilo y estable se sintió un poco más aliviada, aunque eso significó que su cabeza vuelva a pensar sin parar en Agustín. El 4 de marzo se iba a cumplir el plazo de la apuesta que habían hecho cuando ella le dijo que había soñado que se prendía fuego. En Internet decía que un sueño así significaba problemas emocionales o relaciones tóxicas no para ella, sino para él. “Mis sueños siempre se terminan cumpliendo”, le dijo. “Tené cuidado”, agregó. “Vas a ver que no me va a pasar nada”, le contestó Agustín y le propuso que hicieran una apuesta. Plantearon un plazo de tres meses para ver qué pasaba y para el cuatro de marzo el perdedor le tendría que dar algo al ganador. Lucía pidió un alfajor y Agustín dijo que iba a pedir lo que quisiera cuando ganara. Eran las once de la noche y Lucia todavía no sabía qué hacer. ¿Sería correcto hablarle? ¿Se acordaría de la apuesta? A las 23:58 finalmente se había decidido. Agarró el celular, abrió la conversación de Agustín y sonrió al ver que estaba escribiendo.

Durante el mes que estuvieron separados Agustín se sintió muy enojado. Primero porque estaba harto de no poder concretar ninguna relación y segundo porque le pareció que la actitud de Lucía no iba a la par de sus sentimientos. Él sabía que le gustaba. “Malditos diecisiete años de diferencia”, se decía todos los días.  Para colmo estaba ese virus dando vueltas por el mundo. Si bien no lo preocupaba mucho porque no creía que fuera tan letal como decían, tenía miedo de que en Argentina también declararan cuarentena y no poder abrir su negocio. Fue un mes fatal, pero todavía tenía una oportunidad de cambiar las cosas. El 4 de marzo a las 23:58 abrió el Whatsapp y en la conversación de Lucía escribió y borró varias veces. Finalmente a las 00:00 tocó enter. “Gané”, le envió. Ella le devolvió un “ajajja”. Cómo extrañaba hacerla reír. “¿Qué vas a querer de premio?”, le preguntó luego. “Verte”, le mandó él con los ojos cerrados y rogando una respuesta positiva. “Dale ¿El sábado?, le preguntó ella. Agustín hizo su baile de la victoria como la primera vez que le había dicho que sí. Esta vez no se le iba a escapar de nuevo. El sábado de esa misma semana Lucía se tomó el colectivo, caminó un par de cuadras y le tocó el timbre a Agustín. Cuando le abrió la puerta le dio un pico y encaró por el pasillo. En la mitad, él le agarró la mano y le dio un beso de esos de película. Ella lo correspondió y sintió una electricidad por todo el cuerpo. Fueron directamente a la habitación. Se besaron más. Se desvistieron de a poco entre beso y beso y se entregaron al otro. Cuando terminaron se abrazaron como si nunca hubieran estado separados. Se rieron por lo que pasó y se pusieron a hablar de la vida y del Coronavirus que, en ese momento, era el único tema de conversación entre la gente.



martes, 14 de julio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus XI


El domingo a Agustín le llegó un mensaje de Lucía que no era lo que esperaba después del día anterior. “¿De verdad lo saben todos?”, leyó en su pantalla. “Si, se los conté el otro día”, le contestó Agustín apretando los dientes. “¿Por qué les contaste? Te pedí que no dijeras nada”, le puso Lucía furiosa. “Lo que pasa que es que vos no te juntás tan seguido como yo con los chicos de curso. Nosotros hablamos, se dan cuenta que me pasa algo con vos y me molestan. Se los conté para que no te molestaran a vos cuando te vieran”. “Si, claro”. “Dale, no te enojes”, le suplicó Agustín, pero lo único que recibió a cambio fueron dos tildes azules. El lunes Agustín le volvió a hablar a Lucía. No quería que siguiera enojada con él. Por suerte ella le respondió y al cabo de unos minutos logró volver a hacerla reír. “¿Nos vemos esta semana?”, le dijo después. “Ya te convertiste en calabaza”, le contestó ella. “¿Cómo?, preguntó Agustín confundido. “Eso. Que el sábado fue la última vez. Ya lo habíamos hablado”. “Bueno, pero pensé que no era de verdad”, le puso tristemente Agustín. “Siempre te dije que no iba a salir con vos”, le puso tajante ella y agregó: “Dale, no te enojes”. “Todo bien”, le contestó él, aunque claramente no estaba todo bien. Como Lucía había detectado que Agustín se había enojado, intentó hablarle de cualquier cosa para que le dijera lo qué le pasaba. Finalmente a la noche lo logró, aunque cuando vio un audio de tres minutos en su celular, intuyó que las cosas no terminarían muy bien.  Puso play y escuchó como la voz de Agustín le decía que era una histérica, que un día le decía una cosa y al otro hacía otra y que si no quería que se vieran seguido que prefería que no siguieran hablando. Lucía pensó que tenía razón. Se había comportado como una histérica, pero también le había dicho desde el momento cero que no quería salir. Él había sido el que se armó una historia que no era. Trató de explicarle eso mismo de buena manera, pero fue en vano y decidieron que lo mejor era no hablarse más.



martes, 7 de julio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus X


Al día siguiente para Lucía fue imposible concentrarse en el trabajo. No podía parar de pensar en Agustín. Quería verlo. A Agustín le pasaba lo mismo. Se lamentaba que no hubiera pasado nada en aquella cita. Durante toda esa semana hablaron sin parar. Él no paraba de piropearla y ella de ponerse colorada. “Basta. Estoy en la oficina”, le suplicaba ella. “Muero por verte de nuevo”, le decía él. Finalmente, el encuentro sucedió ese sábado. A la noche tenían el cumpleaños de uno de los chicos de curso. Él le había dicho si lo podía acompañar a la tarde a comprarse una remera. Ella le dijo que sí. Le preguntó si la pasaba a buscar, pero le contestó que prefería que de día no lo vieran por su casa. Nadie de la familia de Lucía sabía que estaba saliendo con él. “Paso yo por tu casa y vamos”, le dijo y a eso de las cuatro de la tarde estaba de pie en la puerta de su casa preguntándose qué estaba haciendo ahí. Agustín le abrió la puerta y sonrieron. Ella le dio un beso tímido en los labios y entró. Caminaron por un pasillo largo y cuando entraron al living, él la besó apasionadamente. “Vení, vamos al cuarto”, le dijo después. Ella lo siguió y por fin sus cuerpos se unieron. Por primera vez desde que había cortado con su ex, Lucía se sintió relajada con alguien. Hasta se dejó abrazar cuando terminaron. Jamás se dejaba abrazar. Agustín se sentía muy feliz. Hacía mucho no estaba con una mujer y con Lucía se sintió muy cómodo. Además cuando se levantó y la vio desnuda le gustó todavía más. ¡Qué linda que era! Después de un rato de estar tirados en la cama, Lucía le preguntó si era verdad lo de ir al shopping. Él se rio y le dijo que si. Cuando estaban en el auto, Agustín le preguntó si quería merendar y le contestó que sí. Así que encararon para Palermo donde no había posibilidades de encontrarse con nadie conocido. Fueron a un lugar que estaba medio escondido, pero aún así, Lucía no dejó que Agustín le tomara de la mano. No sabía por qué, pero le daba un poco de vergüenza que la vieran con alguien tan mayor. Una vez finalizada la merienda fueron para Distrito Arcos. Cuando entraban a los diferentes lugares Lucía le sugería ropa que le quedaría bien, pero él se negaba a aceptar cualquier tipo de consejo. ¿Para qué quiso que lo acompañara?, se preguntaba ella. Después se pusieron a hablar sobre casamientos. Lucía le contó que quería casarse por iglesia, vestida de blanco y luego tener una celebración en algún salón que estuviera ubicado en algún lugar accesible de la ciudad, ya que no le atraía la idea de una fiesta en una quinta, como solía hacer mucha gente. Él le contó que se casaría, pero no era algo que lo desvelara. No le gustaba ser el centro de atención. Aparte como era judío, a menos que se casara con otra judía con la que pudiera casarse en un templo, solo haría una unión de paz. En ese momento Lucía se dio cuenta de que no solo la edad era una traba entre ellos. Si bien la religión no era un punto excluyente para salir con alguien, debía ser alguien a quien amara mucho como para renunciar a casarse por Iglesia y sobre todo a no bautizar a sus hijos.

A eso de las siete de la tarde, Agustín dejó a Lucía en su casa y le preguntó si la pasaba a buscar para ir al cumpleaños. “No te hagas drama. Voy por mi cuenta. Te veo allá”, le contestó ella. “Dale”, le dijo él y se despidieron con un beso en los labios. Cuando a la noche Lucía llegó al cumpleaños, saludó a todos con un beso en la mejilla, inclusive a Agustín. Él intentó acercarse algunas veces, pero ella siempre se alejaba. “¿Qué te pasa?”, le dijo en un momento. “Se van a dar cuenta todos si te me acercás así”, le dijo. “Ya lo saben todos. No pasa nada”, le contestó él. “¿Cómo que ya lo saben?”, le dijo desesperada. “Si, se los conté el otro día”. Lucía quería matarlo. Cuando empezaron a salir, le pidió que no dijera nada ¡y ahora lo sabían todos! Quiso seguir indagando, pero justo se les acercó otra compañera del grupo. Lucía le clavó una mirada furiosa y pensó que eso no iba a quedar así. Encima, en un momento vio que Agustín se iba a hablar con otro de los chicos del curso al balcón de la casa. “Seguro le está contando todo lo que pasó hoy”, pensó angustiada y se empezó a arrepentir de haber estado con él. Para colmo, hacia el final de la noche, lo vio ponerse a hablar muy cerca con otra que estaba en el cumpleaños, pero no era del grupo. “Cartón lleno. Es hora de irme”, se dijo Lucía y se paró para agarrar sus cosas y saludar. Cuando llegó el turno de Agustín, le volvió a dar un beso en el cachete, pero él no mostró mucho interés y ella se enojó un poco más.  




martes, 30 de junio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus IX


Durante la semana Agustín le habló a Lucía y le preguntó cuándo verían de nuevo. Ella le esquivó completamente la pregunta y se desilusionó un poco. ¿No quería verlo de nuevo? Durante la cita pareció que la estaba pasando bien. Dejó pasar un par de días y el sábado mientras cerraba el local le habló de nuevo. Ella estaba en el shopping comprando un regalo. “Te paso a buscar y almorzamos”, le dijo, pero ella le contestó: “No deberíamos salir”. En ese momento sintió como un puñal se le clavaba en el pecho. ¿Por qué nunca tenía suerte con las mujeres que le gustaban? Decidió mandarle un audio para que el mensaje no se distorsionara. Le dijo que a él le gustaba mucho y que quería salir con ella. También le dijo que le parecía que él le gustaba también y le preguntó si había algo que la frenaba. ¿Es por lo que puede llegar a decir tu familia o tus amigos? La respuesta tardó unos minutos en llegar. “Es por mi familia, por mis amigos y por mí. Es todo muy complicado en este momento”, le contestó. Agustín le dijo que la entendía, pero le pidió que lo pensara. Después de esa conversación dejaron de hablarse por unos días. Sin embargo, Agustín no quería alejarse de ella. No todavía y no así. Así que una tarde en la que se encontraba solo en su local, le mandó un mensaje: “Me aburro”, le escribió y cruzó los dedos para recibir una respuesta. Por suerte fue inmediata. “Yo también”, le contestó y comenzaron a charlar sobre el hombre que se había comido un murciélago en China y había contraído Coronavirus. “Estos chinos son impresionantes. ¿Cómo se va a comer un murciélago?”, le decía Lucía. “No tengo idea, son más raros”, le contestaba Agustín y así comenzaron a hablar de nuevo, (aunque con menos frecuencia) sin imaginar todo lo que estaba a punto de ocurrir.

Mientras Lucía y Agustín descubrían qué pasaba entre ellos, en una ciudad de China detectaron once millones de casos de neumonía cuyo origen era desconocido. Con el correr de los días, cada vez más personas aparecían con los mismos síntomas: tos, fiebre, dolor de cabeza y dificultad para respirar. Nadie entendía qué estaba pasando. Fue más o menos el 31 de diciembre cuando detectaron que la enfermedad que se estaba expandiendo sin control era Coronavirus. Un virus que contraían los animales y únicamente se contagiaba entre ellos ahora estaba en el cuerpo humano. Aparentemente todo comenzó cuando un habitante de Wuhan tomo una sopa de murciélago y este estaba infectado. Como es una enfermedad alta y fácilmente contagiosa, solo bastó que una gota de saliva cayera en otra persona para que empezara a formarse una bola de nieve gigantesca y descontrolada. Tuvieron que empezar a cerrar escuelas, oficinas, shoppings. Todos debían permanecer aislados en sus casas. Estaba prohibido realizar reuniones y estar a menos de un metro de distancia de otra persona. En la televisión se podía ver cómo camiones rociaban todas las calles con agua y desinfectante. Las imágenes parecían de esas películas futuristas. Al principio el resto del mundo no se preocupó mucho. Se reía y hacía memes al respecto. “Eso les pasa por tener esas costumbres raras”, decían algunos. Sin embargo, cuando a mediados de enero descubrieron el primer caso en Europa, el ánimo de todos cambió.

Durante enero, Agustín y Lucía comenzaron de nuevo a hablar muy seguido. Agustín se la pasaba desenvolviendo una serie de halagos y la trataba de convencer de que se vieran. Lucía siempre le respondía que no. Estuvo prácticamente todo el mes rehusándose a verlo, pero un día, después de tanto “que linda que sos” y “como me gustas” no se aguantó más. “¿Vamos a tomar una limonada y a comer torta?”, le mandó por Whatsapp. “A la tarde no puedo”, le contestó él y agregó: “si querés puede ser tipo ocho”. “A las ocho no se merienda. Podemos ir a tomar algo después de comer”, le dijo Lucía. “Dale, te veo a la noche”, le contestó Agustín y ambos celebraron.
A eso de las diez Agustín la pasó a buscar a Lucía por su casa. Como siempre estacionó a la vuelta para que nadie lo viera. “Me sorprendiste con tu mensaje”, le dijo. “No esperaba que me dijeras de vernos”. Lucía se rio y por dentro pensó que ella tampoco esperaba invitarlo a salir. Fueron a un bar de esos ocultos. Como hacía calor fueron para la terraza. Él se pidió un trago con gin, siempre se pedía tragos que tuvieran esa bebida. Ella se pidió uno más dulzón. Comenzaron a charlar de cualquier cosa. Agustín se sentía muy feliz de estar ahí con Lucía y ella otra vez se sentía muy tranquila. “Quiero darle un beso”, pensó Agustín y le dijo: “Vení, sentate acá”. “¿Por qué siempre me exige las cosas en vez de preguntármelas?”, pensó Lucía. “No me voy a mover”, le dijo entonces. Agustín revoleó los ojos y corrió su silla al lado de ella. Le tomó la mano y jugueteó un poco con sus dedos. Lucía se tensó un poco, pero no lo suficiente como la primera vez que habían salido. Él se acercó aún más y finalmente le dio un beso. Ella lo correspondió. Lucía se relajó y no sintió vergüenza por que el resto de las mesas los miraran. Agustín quería que ese momento nunca terminara. A eso de las once y media pidieron la cuenta. Cuando salieron del bar Lucía encaró hacia el auto, pero Agustín le agarró el brazo y comenzó a besarla. De a poco y suavemente la empujó hacia la pared y el beso se volvió más apasionado. Luego de unos minutos, Lucía lo separó y le dijo: “vamos”. Caminaron en silencio hasta el auto y ahí se unieron nuevamente en un beso más fogoso que el anterior. Ambos terminaron sin aliento, pero cuando se subieron a la camioneta, ese fuego no continuó. Lucía quería que siguiera, pero no iba a tomar la iniciativa la primera vez y él no lo hizo. Entonces, la noche terminó cuando Agustín la dejó en su casa y ambos se quedaron con ganas de más.



martes, 23 de junio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus VIII


Cuando Lucía leyó el mensaje de Agustín lo primero que pensó fue si era una pregunta o una imposición. Después pensó qué excusa podía inventar para decirle que no, pero se imaginó que dijera lo que le dijera al cabo de unos días la iba a invitar a salir de nuevo. Por último, pensó que quizás la invitación no era una cita sino una salida de amigos, aunque sabía que esas no eran sus intenciones. “Bueno, no tengo motivos para decirle que no”, pensó. “Dale”, le escribió no muy segura de lo que estaba haciendo. “¿Mañana?”, le preguntó él. Imposible, pensó ella sabiendo que tenía otra cita. “Arreglemos más llegado el finde”, le contestó finalmente y pensó que quizás se olvidaría o tendría alguna excusa y evitaría salir con él. Sin embargo, cuando llegó el sábado, a eso del mediodía recibió un mensaje de él preguntándole si al final podía. “Ya fue, le digo que sí”, pensó y le mandó una respuesta afirmativa. Cuando la pasó a buscar y se subió a su auto vio que se había afeitado y se había puesto una camisa. “Parece más viejo de lo que es”, pensó y un poco se arrepintió de haberle dicho que sí, aunque cambió de opinión cuando sacó un libro y se lo regaló. Sonrió y le dijo que seguro le iba a gustar. Si había algo que le gustaba que le regalaran eran libros, y ese parecía uno bueno. En el camino charlaron de todo un poco. Le contó que ya no salía más con Matías, pero obvió la parte de que había salido con otro chico apenas dos días atrás. Cuando entraron al bar, los recibió una chica y le dio un poco de vergüenza de que los vieran juntos. “¿Qué pensaría?”. Por suerte sus miedos y dudas se disolvieron cuando se sentaron en la mesa. Por algún motivo que desconocía se sentía muy tranquila con él. No sintió en ningún momento los nervios que tuvo con sus otras dos citas aquella semana. Quizás el hecho de que se conocían de antes ayudó. Durante la cena se rió mucho y en ningún momento sintió la diferencia de edad. Cuando terminaron de comer, él le ofreció ir hasta la orilla del río. Lucía entró en pánico. Sabía que si iban hasta ahí, él iba a darle un beso. Si bien muchas veces se imaginó haciéndolo, ¿realmente quería que la besara? Ante la indecisión se dejó llevar y lo siguió. Cuando estuvieron cerca de la orilla, le empezó a contar una anécdota sobre su ex para ver si podía evitar lo que estaba por venir, pero el la interrumpió y se puso a hablar de otra cosa. Era evidente que estaba dispuesto a cumplir su objetivo a toda costa. “¿Tenés frío?”, le dijo cuando vio que tiritaba. “Un poco”, le contestó, siempre manteniendo una distancia prudente.

Cuando le pidió que le diera la mano, se dio cuenta de que no tenía más escapatoria. Podía frenarlo, sin dudas, pero no lo hizo. Algo en su interior la empujó a que viviera aquel momento. El beso fue lindo. Se sentía bien y había una conexión entre ambos, pero eso no impidió que le pánico la invadiera nuevamente “¿Qué estoy haciendo? Este hombre podría ser mi papá”, se dijo mientras sus bocas seguían pegadas. Cuando se separaron, le dijo que él era muy grande para ella, para que entendiera que esa cita no era el inicio de nada. Pero mucho no le importó. Le dijo que él no había notado la diferencia de edad y la volvió a besar. Luego Agustín le preguntó si quería ir a tomar algo a otro lado, pero ella sabía que eso significaba que podrían terminar en su casa y definitivamente era algo que no quería hacer. “Mejor llévame a mi casa”, le contestó y sintió que volvía a tener doce años de nuevo. Cuando finalmente la dejó en su casa, su cabeza era un bolillero de pensamientos. Abrió el libro que le había regalado y vio que tenía una dedicatoria. La leyó y sonrió. Le mandó un mensaje diciendo que le había encantado la dedicatoria. “¿Por qué no tiene aunque sea diez años menos?”, pensó y se tiró en la cama para procesar todo lo que había vivido en unas pocas horas. “No puedo seguir saliendo con él”, se dijo finalmente.



martes, 16 de junio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus VII


Agustín estuvo varios días pensando si invitar a salir a Lucía o no y a la vez pensando de qué manera hacerlo. Una mañana estaban hablando por Whatsapp de cualquier cosa y sin pensarlo le escribió “vamos al cine” y se lo envió con los ojos cerrados. “No hay nada para ver en el cine”, contestó ella y asumió que había sido una maniobra para decirle que no. Sin embargo, no quiso quedarse con esa respuesta y le retrucó: “Vamos a tomar algo” y cruzó los dedos esperando el sí. “Bueno, está bien”, fue la respuesta y Agustín realizó su típico baile de la victoria. “¿Cuándo?, ¿mañana?”, le preguntó luego. “Arreglemos más cerca del finde, quizás el sábado puedo”, le contestó y rogó para que esa cita se concretara.

El sábado se levantó casi al mediodía y se la jugó. No quería quedarse sin salir con Lucía. “¿Al final podés hoy?”, le escribió. Mientras esperaba la respuesta vio que ella escribió y borró varias veces, pero al final le dijo que sí. A eso de las ocho se afeitó, se puso una camisa y agarró el libro que le había comprado de regalo. A las nueve en punto le mandó un Whatsapp diciéndole que estaba parado a la vuelta. Cuando la vio salir el corazón le dio un vuelco. Qué linda que estaba. Ni bien se subió la saludó con un beso en el cachete y le dio un libro. “Es mi autor favorito, espero que te guste”. Lucía le agradeció y le dijo que seguro le gustaría porque tenían gustos parecidos en la literatura. Durante el viaje hasta el bar que había elegido para llevarla a comer, ella le contó que había terminado su breve relación con Matías y le contó los motivos. “Qué suerte”, pensó él. 

Durante la cena la pasó muy bien. En ningún momento sintió la gran diferencia de edad que había entre ellos. Ella era muy divertida y le encantaba cuando se reía. Aparte era de buen comer. Eso le gustaba. Cuando terminaron de cenar, como el lugar daba al río, le preguntó si quería acercarse a la orilla. La vio dudar un poco, pero finalmente le dijo que sí. Caminaron y cuando él se quiso seguir, ella le dijo que no, que por lo general al borde del río había ratas. Lo hizo reír otra vez, pero aceptó su petición. “¿Tenés frío?”, le preguntó cuando la vio aferrarse a su saco. “Un poco”, le contestó casi sin mirarlo. “Dame la mano”, le dijo entonces. En ese momento lo miró y se la dio. Sorprendido porque le había hecho caso, se la tomó y la llevó hacia él para darle el tan esperado beso. Mientras la besaba sentía que había rejuvenecido veinte años y sobre todo se sentía muy feliz. Estar con ella siempre era como una bocanada de aire fresco. Cuando se separaron, la miró y se mordió el labio. Qué linda que era. La abrazó una vez más aunque esta vez se mostró un poco distante. “Sos muy grande para mí, lo sabés, ¿no?”, le dijo de repente. “Si, lo sé, pero yo no sentí en ningún momento la diferencia de edad”, le contestó. “Dale, aflojá un poco”, le dijo después y la volvió a besar. “¿Querés que vayamos a otro bar?”, le preguntó. “No, quiero que me lleves a casa”, le dijo y ahí se bajoneó un poquito, pero no lo suficiente. Luego de dejarla en su casa fue a cargar nafta y mientras esperaba le llegó un mensaje de ella: “Me encantó la dedicatoria del libro y la pasé muy bien hoy”. Agustín no pudo evitar sonreír de oreja a oreja y para sus adentros se dijo: ”La besé, no puedo creer que la besé”.



martes, 9 de junio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus VI


Luego de la tercera cita con Matías, Lucía se dio cuenta de qué era un gran amigo, pero una pésima pareja. Así que se pasó la semana pensando de qué manera decirle que no quería salir más con él. En ese interín, tuvo una fiesta en la que conoció a otro chico que le voló la cabeza. La conexión que tuvieron fue inmediata y lo que sintió no lo había sentido desde que había cortado con su ex. Cuando llegó a su casa después de la fiesta le escribió para decirle que le había encantado haberlo conocido y él le correspondió. Al día siguiente él le dijo que quería que salieran, y ella le dijo que sí sin pensarlo. Sin embargo, antes debía terminar su breve relación con Matías. Por lo tanto, le dijo de verse el martes. Fue a su casa, cenaron y después de tener sexo se sentaron los dos en el sillón y se pusieron a charlar. A Lucía le comenzaron a agarrar muchos nervios ya que no sabía cómo decirle que ya no quería seguir viéndolo como algo más que un amigo. Por suerte, de la nada, empezó a hablar él. Le explicó que llevaba un tipo de vida qué le gustaba mucho y que no quería cambiar para tener una relación. Lucía lanzó un suspiro de alivio. Ahora las cosas serían mucho más fáciles. “No te preocupes”, le contestó. “La verdad es que yo te veo más como un amigo”, agregó después y cuando salió del departamento, se saludaron con un beso en el cachete. “Ojalá que podamos ser amigos más adelante”, pensó cuando se subió al Uber y lo despidió con la mano por la ventana.

Cuando llegó el jueves, Lucía había logrado que finalmente Joaquín, el chico que había conocido en la fiesta, le dijera que quería sí quería salir esa noche. Así que a eso de las ocho se vistió y encaró para el bar donde habían quedado. Él chico llegó media hora tarde. Eso ya no le gustó, pero trató de pasarlo por alto. Se sentía muy nerviosa. Tan nerviosa que ni siquiera pudo terminar de comer su hamburguesa. La cita fue algo rara. Joaquín prácticamente no hablaba. Tenía que estar todo el tiempo sacando temas para lograr armar una conversación. Encima cuando la besó, la conexión que habían tenido ya no estaba.  Se ve que el alcohol de aquella noche había creado una simple fantasía. Para colmo, a la hora de pagar Lucía había dejado cien pesos para la propina y Joaquín en vez de dárselo al mozo, se lo quedó. Definitivamente, aquel encuentro fue una total desilusión.



lunes, 1 de junio de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus V


Ya habían pasado algunos meses, pero a Lucía todavía le seguía doliendo la ruptura con su novio. Sin embargo, un día se levantó cansada de llorar y decidió que era hora de empezar a salir con otra gente, así que decidió aceptar la invitación de Matías, un conocido que hacía un par de días le había dicho de salir. En la primera cita la pasó muy bien. El pibe era muy gracioso, su charla era entretenida y besaba bien. Así que cuando la invitó a salir de nuevo dijo que sí sin pensarlo. Para ese entonces ya era principios de noviembre y el curso ya estaba por terminar. El viernes que Matías iba a pasarla a buscar por el instituto, se puso un short colorido y unas sandalias de taco. También se pintó los labios. Ese día se sentía muy bien consigo misma y cuando se dio vuelta y vio que Agustín la estaba mirando de una manera diferente, una sonrisa se le dibujó en la cara. En la semana que siguió, Lucía soñó que Agustín se prendía fuego. Buscó en Internet qué significaba aquel sueño. “Es una advertencia que la persona que se está prendiendo fuego puede llegar a tener una relación tóxica o puede llegar a pasar por un gran sufrimiento”, decía la página consultada. Dudó en si hablarle o no para contarle, pero finalmente lo hizo. “Soñé que te prendías fuego”, decía el mensaje y además le mandó un print de pantalla del significado. “No creo que eso pase”, le contestó él y desde ese momento no pudieron dejar de hablar más. Sus charlas ya se habían hecho parte de su rutina diaria.

Una mañana Agustín estaba trabajando en su local, cuando le llegó una notificación: Lucía lo había agregado a Facebook. No pudo evitar sonreír. “¿Qué te pasa?”, le preguntó su empleado que lo vio mirando embobado a la pantalla. “Nada, me agregó una chica que me gusta a Facebook”, le contestó él y no le dio más detalles. Esa misma noche entró a su perfil y lo recorrió de punta a punta. Qué linda que era. ¿Qué pasaría si le mandaba un Whatsapp? ¿Qué pensaría? Para su sorpresa, al día siguiente recibió un mensaje de ella. Desesperado lo abrió para ver qué decía: “Soñé que te prendías fuego”, leyó y automáticamente largó una carcajada. Era muy típico de ella soñar cosas raras y, aunque el sueño no lo beneficiaba mucho, se alegraba de que hubiera soñado con él. Desde ese día no pararon de hablar y mientras tanto pensaba cómo invitarla a salir.



miércoles, 27 de mayo de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus IV


 Luego de las vacaciones de invierno Agustín retomó el curso de Redes Sociales. Vio que un par de sus compañeros habían desertado y se preocupó cuando no vio a Lucía. Para su suerte, apareció unos minutos antes del horario de inicio, pero la notó algo diferente. Se la veía muy triste. Ella lo saludó apenas con una sonrisa y no lo miró ni le habló en toda la primera parte de la clase. En el recreo se le acercó y le preguntó si estaba bien. “Si”, le contestó ella. “¿Segura?”, le preguntó, él. “Después te cuento”, le contestó finalmente con los ojos llorosos. “¿Venís a cenar hoy?”, le preguntó después. Ella dudó un poco, pero al final contestó que sí. Durante la cena estuvo bastante callada y Agustín no veía la hora de que terminara para estar a solas con ella y preguntarle qué le había pasado. Cuando finalmente dieron por terminada la cena, Agustín y Lucía caminaron juntos hacia el subte. Ella le empezó a hablar sobre lo rica que había estado la comida, pero se notaba que lo hacía únicamente por cortesía. “¿Qué pasó, Lu?”, le preguntó. Ella ya no pudo contenerse más y se largó a llorar. Él la abrazó. Entre sollozos le contó que había cortado con su novio hacía dos semanas. La volvió a abrazar y aunque le dolía verla así, por algún motivo que desconocía, se puso feliz.

Con el tiempo, Lucía comenzó a quedarse a cenar cada vez más seguido con sus compañeros de clase. A pesar de que se llevaban bastante edad, se sentía cómoda con ellos. Además aprovechaba esos momentos para descargar toda la bronca que tenía hacia su ex. Con Agustín cada vez se llevaban mejor, aunque sus conversaciones no traspasaban de las clases o las vueltas en subte. Un día, en una de las cenas, un compañero le preguntó si saldría con alguien mucho mayor que ella. “No”, le respondió ella y agregó: “Nunca me gustaron los hombres mucho más grandes”. “¿Estás segura, no te gustaría salir con alguien de cuarenta y tres?” A Lucía le llamó mucho la atención la especificidad de la pregunta y sobre todo porque esa era la edad que tenía Agustín. “¿Le gustaré?”, se preguntó para adentro y a la vez le contestó a su compañero: “No, es demasiado grande para mí”. Después de esa noche, empezó a mirar a Agustín más seguido. Definitivamente no saldría con él, pero ¿le gustaría que pasara algo entre ellos? Tal vez sí. También, desde esa noche, empezó vestirse mejor para ir al curso. Más linda, más sexy. Aunque se lo negara a ella misma, se vestía para él.

Con el correr del tiempo, Agustín notó que Lucía estaba cada vez más animada y también más linda. Se había cortado el pelo y se estaba vistiendo diferente. Más elegante. Cuando se ponía polleras se volvía loco, pero trataba de no pensar mucho en ella porque sabía que sus posibilidades eran prácticamente nulas. Aparte era muy chica, no iban a tener nada que ver. Sin embargo, sus esfuerzos por mirar a otro lado se estaban volviendo en vano. Sus compañeros se habían dado cuenta de que le gustaba y lo molestaban cada vez que se juntaban sin ella. “¿Cómo te gusta, eh?”, le decían cada vez que se hablaba de ella. Agustín siempre negaba todo, pero un día se cansó. “Si, me gusta, pero ni siquiera la tengo agendada en el teléfono. No como ustedes que le hablan por privado”, contestó un día enojado. “Hacés mal, si te gusta deberías agendarla y empezar a hablarle”, le dijo uno de sus compañeros. Esa noche cuando volvía en el subte la agendó. Miró su foto de perfil un buen rato y le escribió un “te extrañamos en la cena hoy” que nunca envió.