miércoles, 29 de enero de 2020

Los Tres Gordos


A Mariela la conocí cuando estábamos en salita de tres. Yo era de esos nenes tímidos que casi no hablaban y ella un pequeño torbellino. Un día, en un recreo, estaba jugando solo y ella se me acercó. “¿Por qué estás solo?, me preguntó y sin dejarme contestar, se sentó al lado mío y me empezó a hablar sin parar. Desde ese momento fuimos los mejores amigos. Con el paso del tiempo, hizo que me desinhibiera bastante. En la primaria logré hacerme un grupito de amigos varones, que aún hoy sigo conservando. Ella siempre tuvo a su grupo de amigas y podría haber tenido miles si lo hubiese querido porque la facilidad que tenía para socializar era envidiable. Además, era inteligente y sabía de muchas cosas. A veces nos pasábamos horas hablando. Cuando llegamos al secundario además de inteligente y buena (porque también era muy buena persona), se puso muy linda. Yo no podía creer como todavía no había dado su primer beso. Hasta yo, tímido y flacucho como era, ya había besado a Camila Torres. “Quiero que mi primer beso sea con alguien del que me quede un lindo recuerdo”, me decía cada vez que hablábamos de eso. Finalmente, ese tan preciado beso le llegó de la mano de Juan Carlos, su primer novio, a los catorce años. El pibe me caía bien, era macanudo. Se habían conocido en la playa y salieron unos ocho meses hasta que la dejó cuando se fue de viaje de egresados. Mariela quedó destrozada y yo odié a Juan Carlos como nunca odié a nadie. No solo lo odié porque le rompió el corazón a mi mejor amiga, lo odié por todo lo que vino después de él, especialmente, los tres gordos.  

El gordo vago

El gordo vago vino casi inmediatamente luego de Juan Carlos. Mariela ya había cumplido los quince así que gracias a Dios no quedó registrado en ninguna de las fotos de su fiesta, pero creo que si entramos a su Facebook y bajamos hasta el año 2009 puede que haya quedado alguna foto sacada con una vieja cámara digital. A este gordo lo conoció en la misma playa que a Juan Carlos y lo dejó entrar a su vida únicamente por despecho. Cuando me contó que lo había conocido, supe de movida que no iba a durar mucho porque ella seguía enamorada de su ex. No le dije nada porque supuse que un clavo iba a sacar a otro y ella merecía ser feliz. Sin embargo, cuando conocí a Rodrigo imaginé que las cosas iban a terminar más precipitadamente de lo esperado. Mientras que Mariela era abanderada, Rodrigo estaba cursando por tercera vez el primer año del secundario. Ella entrenaba natación seis veces por semana, y él jugaba a la play seis horas por día. Ella le hablaba de libros y él le nombraba la formación completa de River. “De verdad, Maru ¿cómo te puede gustar este pibe?”, le preguntaba yo cada vez que me lo mencionaba. “Los opuestos se atraen”, me contestaba con su tono de quinceañera superada. Encima el gordo no solo era vago, también era bastante mentiroso. Cada tanto Maru me contaba las historias que le inventaba a la madre que te dejaban con la boca abierta. No me imagino cómo le mentiría a ella también. Así y todo duraron dos meses. Yo pensé que lo iba a mandar a mudar a la semana, pero se ve que lo necesitó un poco más de tiempo para sacarse de la cabeza a Juan Carlos. Igualmente, la cosa no terminó ahí. Años después, cuando estábamos en quinto, el gordo vago volvió remasterizado. Con la excusa de las entradas de nuestra fiesta de egresados le habló y se le quiso hacer el lindo. Creo que no duró un round. Mariela no es una persona de mucha paciencia y cuando está en perfecta alineación es implacable. De tal modo, como no pudo con ella, el gordo, que además de vago y mentiroso, era bastante mala persona, se metió con una de sus mejores amigas. Si bien no logró ocasionar una pelea porque los sentimientos de ella hacia él eran nulos, si hizo que las amigas se distanciaran durante todo el año que duró esa relación. Por suerte su amiga también se dio cuenta de la clase de persona que era y lo terminó dejando. Ahora el gordo está preso. Hace algunos años lo agarraron asaltando una estación de servicio.

El Gordo Yeta  

El gordo yeta apareció en nuestras vidas cuando teníamos diecisiete años. Yo estaba de novio con Agustina Lorenzi y Mariela estaba pasando uno de los mejores momentos de su vida. Le iba bien en el colegio, le iba bien en natación, iba a bailar seguido y se sentía muy feliz. Lo único que le preocupaba era el hecho de que algunas de sus amigas ya habían empezado a perder la virginidad y ella ni siquiera tenía a alguien que le gustara. “No te preocupes, Maru. Ya te va a llegar el momento”, la tranquilizaba yo sin animarme a contarle que con Agustina ya lo habíamos hecho. “Si, obvio. Por ahora estoy tranqui. Todavía no sé si estoy lista”, me contestaba ella. Sin embargo, todo cambió con Gonzalo. Era el futbolista estrella de su club, aunque nunca lo había registrado. Fue un día que se cruzaron en la calle y que él luego la agregó al MSN y le habló. “Hola, nena”, “Nos vemos, linda”, así la conquistó. A Mariela siempre le gustó el chamuyo barato. Este gordo también era vago ya que tenía veinte años y no trabajaba ni estudiaba. Sin embargo, a diferencia del otro, era bastante inteligente y tenía mucho futuro jugando al fútbol. Igual, a ella eso no le importaba. La verdad nunca entendí bien qué es lo que le importaba de los hombres.  El físico seguro que no. Sino había forma alguna de que se hubiera enamorado de un gordo colorado que la vivía rechazando. Al principio iba todo bien, él mostraba interés, pero cuando ella quiso dar un paso más en la relación, le dijo rotundamente que no. Lo peor es que el pibe no se fue, quiso seguir saliendo y ella obviamente no pudo decirle que no. Yo no entendía nada. Todo hubiera sido más razonable si Maru hubiera dejado de ser virgen, pero no. Por lo tanto, todo era bastante confuso. Finalmente, la relación con el gordo yeta terminó al quinto mes, pero como Mariela es muy cabeza dura, el día que apareció de nuevo, cuando volvimos del viaje de egresados, volvió a sus brazos como si nada hubiera pasado. Yo me enteré de que estaba saliendo de nuevo con él tres meses después. Como todos lo odiábamos, no le había dicho absolutamente a nadie que lo estaba viendo de nuevo. Si me lo contó fue porque no pudo más con su genio y necesitó decirme cuán enojada estaba porque el gordo le había dicho que quería ser su primera vez, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo pasaba algo: o llegaba alguien de sorpresa a la casa, o no tenía forros, o el perro se descomponía. Estaba furiosa. Igualmente yo creo que lo que más bronca le daba no era seguir virgen, sino que el pibe seguía sin querer tener algo serio con ella. Yo para esa época ya había cortado con Agustina así que pude enforcarme cien por ciento en convencerla de que dejara a ese gordo yeta, pero no hubo caso. El caprichito le duró unos cuantos meses y así y todo no pasó nada. Creo que si no hubiera estado tan pendiente de ese pibe se hubiera desvirgado muchísimo antes. Por suerte se terminó cansando y de un día para el otro la historia se terminó para siempre. Bah, casi, porque unos años después cuando el gordo, que ya no era más gordo, le escribió para preguntarle si ya había resuelto el asunto, se encontraron y concretaron lo que tanto les había costado. Hoy en día está casado y tiene dos hijas. Trabaja en un banco. Nunca pudo llegar a jugar profesionalmente al fútbol porque se rompió el tobillo. Y aunque Mariela me diga mil veces que no, yo sé que ese gordo es yeta. Después de haber estado con él tuvo siete años de mala suerte y cada vez que se lo cruzó en esos años y ella estaba en pareja, cortaba a la semana.

El Gordo Sindicalista

Cuando el gordo sindicalista cayó como una bomba de estruendo, yo estaba cursando mi último año de abogacía y Mariela se había recibido Contadora hacía ya tres años. Lo conoció en el gimnasio, en una clase de baile. Un gordo bailarín. Nunca me había hablado de él. De hecho, por ese tiempo andaba muy confundida con otro pibe, por eso me llamó la atención el día que vino toda eufórica a contarme que casi se lo voltió en el vestuario. “¿De dónde salió este pibe, Maru?, ¿No querías estar con Máximo?”, le pregunté extrañado. “No sé cómo pasó, lo veía siempre en las clases, charlábamos, pero nada. Y el otro día estábamos al lado de los vestuarios hablando de cualquier cosa y de repente hubo una fuerte atracción, nos besamos y terminamos on fire”, me contestó. La cuestión que lo que empezó como un simple arranque de calentura, terminó en una aventura bastante arriesgada. No llegué a conocerlo más que por fotos y supe poco de él porque lo mantenía bastante oculto. Sin embargo, con la información que le pude extraer pude saber cuatro cosas fundamentales: se llamaba Gabriel, era anestesista, se sabía las leyes laborales de pe a pa y no tenía absolutamente nada en común con mi amiga. A este gordo, la verdad que no puedo criticarlo mucho, porque como dije antes, Mariela lo único que me contaba era sobre sus travesías sexuales. Sin embargo, lo nombré como el gordo sindicalista porque cuando se cansaba de escuchar nombrar por enésima vez los derechos de los trabajadores venía a quejarse conmigo. “¿Sabés a donde se puede meter a Perón?”, me decía indignada. Igualmente, se la notaba animada. Como con el otro pibe no iba ni para atrás ni para adelante decidió enfocarse más en él, aunque lo siguió manteniendo en las tinieblas. Se ve que la clandestinidad le generaba adrenalina. El tema vino cuando el gordo casi la deja embarazada. Ahí la adrenalina se transformó en crisis extrema. Nunca la vi tan nerviosa. Tuvo que ir varias veces a la clínica de la alergia que le había agarrado. “¿Y por qué no te cuidaste, estúpida?”, la retaba yo. “Obvio que me cuidé, imbécil, pero este infeliz se puso mal el forro y se le salió. Decime como le voy a explicar a mi familia que estoy embarazada de una persona que ni siquiera saben de su existencia”, me gritaba desesperada.  Gracias a Dios el gordo además de ser sindicalista y peroncho era poco efectivo. A las dos semanas Mariela le estaba agradeciendo a todos los dioses de todas las religiones por no haber concebido. No hace falta decir que esa relación terminó en ese mismo momento.

“Basta de gordos”, le dije después de esas semanas fatales. “Te lo prometo”, me dijo, pero yo sabía que iba a volver a salir con el primer gordo que viera. Así que la hice fácil. Engordé unos kilitos.  Hay debilidades que no se pueden evitar. La de ella eran los gordos y la mía, ella.



miércoles, 22 de enero de 2020

El Día que me Separé



El día que me separé me desperté nerviosa porque sabía que había un 99% de posibilidades de que me separara esa misma noche.  La jornada laboral fue terrible. Si bien eran más las probabilidades de terminar que de seguir, ese 1% generaba incertidumbre, y no hay nada peor para el ser humano que el no saber qué va a pasar. Cuando salí de trabajar, pasé por mi casa y me preparé el bolso para ir a la suya porque si llegaba con las manos vacías iba a sospechar que algo no andaba bien y todo se iba a precipitar. Fui al gimnasio para relajarme un poco, pero no lo logré. Cuando terminó la clase, caminé las siete cuadras que me separaban de su casa y toqué el timbre. Lo vi terminar de bajar las escaleras y caminar por el largo pasillo de ese edificio que siempre me causó mucho miedo. ¿sería la última vez que presenciaría esa secuencia? Me abrió la puerta y me dio un beso en los labios. Fue corto y sin sentimientos. Cuando subimos dejé mi bolso sobre la mesa, aunque sabía que él lo iba a terminar poniendo en otro lado. Últimamente lo único que podía hacer en su casa sin que se enojara era quedarme quieta en un rincón sin tocar nada. Me fui a bañar mientras él ordenaba. Una vez limpia, me puse su short y su remera, lo que siempre usaba cuando me quedaba a dormir. Ahí predominó la esperanza. Fuimos a la cocina porque si él cocinaba yo tenía que estar al lado suyo, pero si la cosa era al revés, siempre me quedaba sola. Mientras preparaba una salsa con la carne que había sobrado de unos tacos que habíamos comido el sábado, yo puse en un Tupper que me prestó, un poco de comida para llevarme al trabajo al día siguiente. Le dije que el mío me lo había olvidado, pero la realidad era que había decidido no llevarlo porque no quería hacer traslados innecesarios de elementos que no me gusta trasladar. En ese momento ganó el 99%. Cuando la cena estuvo lista, puse los individuales en la mesa, los cubiertos y solo mi vaso con agua porque él no tomaba mientras comía. Prendió la tele y puso How I Met your Mother, la serie que mirábamos juntos y la que en el último tiempo hacía que las aguas permanecieran tranquilas. La salsa estaba buena, aunque nunca fue su especialidad. Por eso siempre que estábamos antojados de pasta cocinaba yo. Comí un poco, pero tenía el estómago completamente cerrado. Pensó que no me había gustado a pesar de que le dije muchas veces que en realidad no tenía hambre. Siempre fue muy inseguro. Le di mi plato para que se lo terminara. ¿Cuándo iba a ser el momento adecuado para hablar? Llevé los platos sucios a la cocina y nos sentamos en los sillones para seguir viendo la serie más cómodos, aunque para mí, siempre fueron los más incómodos del mundo. Yo cada vez tenía más ganas de llorar. Me retorcía los dedos de los nervios mientras me armaba de coraje para hablar. Él estaba como si nada pasara. Se reía y hacía comentarios sobre el capítulo y sobre Marshall, uno de sus personajes favoritos. A mi ese actor me hacía acordar a un chico con el que había salido y que él odiaba. Siempre me tenía que morder la lengua para no decírselo. Vimos tres capítulos y cuando me preguntó si quería ver otro más, respiré hondo, miré por qué episodio íbamos, ya que imaginaba que iba a tener que terminar la serie sola, y le dije que le tenía que hacer una pregunta. Como pude, con la voz quebrándose en mil pedazos, le pregunté si había estado con otra. Muy serio me dijo que no. Lo volví a interrogar y me volvió a decir que no. Me preguntó si lo que le estaba planteando se debía a una conversación que habíamos tenido el sábado sobre la posibilidad de que yo estuviera con otra persona si lo quisiera y le contesté que sí. Se acomodó en el sillón y se puso en la postura en la que siempre se ponía cuando quería decirme algo que sabía que me iba a doler. Me largué a llorar, ya no pude aguantar más. Le expliqué que lo amaba y que nunca podía estar con otra persona que no fuera él. “Yo ya no siento lo mismo que antes”, me contestó y sus palabras penetraron en mi cuerpo como un baldazo de agua fría. “¿Entonces llegamos hasta acá?”, le pregunté con el hilo de voz que me quedaba. Se miró las manos y no me contestó. Le volví a repetir la pregunta y siguió sin decir nada. “Decime que sí, dale, decime que sí”, le empecé a gritar. Necesitaba que me lo confirmara con sus propias palabras. Lo miré fijo y recién en ese momento me miró a los ojos. Hizo un gesto casi imperceptible con la boca que tomé como afirmación. Lloré. Lloré mucho. Lloré, aunque sabía que esa noche me esperaba lo peor. Lloré, aunque hacía un par de meses que ya estaba llorando porque todo se estaba yendo pique. Pero sobre todo lloré porque ese uno por ciento de esperanza que me quedaba se había disuelto en un abrir y cerrar de ojos. Me levanté y fui para el cuarto. Me cambié y empecé a juntar todas mis cosas. No le rompí ni la ropa ni las cosas de la cocina como habían hecho otras exs suyas. ¿cómo iba a hacer eso si la mitad de lo que tenía se lo había regalado yo? Lo que si hice fue aplastar el anillo de hojalata que me había regalado el día que me pidió ser su novia. Eso me pareció más significativo. Me hubiera gustado irme con un portazo y empezar a caminar sin rumbo, pero la inseguridad de Argentina no permite dramatismos. Pedí un Uber y los tres minutos que tardó en llegar fueron eternos. Me acompañó a la puerta en silencio. Se lo veía algo desconcertado. Cuando llegó el auto, me abrió la puerta y lo último que le dije fue que tuviera la decencia de nunca aparecer frente a mí con otra mujer. Aunque me hubiera dicho que no, yo sabía que había alguien más. Los hombres no son buenos ocultando cosas.  Asintió con la cabeza. Subí al auto hecha una catarata de lágrimas. Nos miramos por última vez y cuando el chofer arrancó, saqué mi celular y le mandé un mensaje que decía: “Marshall es igual a Lucas”.


jueves, 16 de enero de 2020

La Plancha


El reloj marcaba las 18:45 cuando el segundero tocó el número seis y Noelia, la profesora gritó: “1,2,3 ¡va! Todas las mujeres que estaban apoyaron sus antebrazos, levantaron las rodillas y quedaron en la terrible posición de la plancha.

“Treinta segundos, son solo treinta segundos. Si puedo dirigir una compañía, ¿cómo no voy a aguantar treinta segundos?”, se autoalentaba Cecilia.

“¿Si finjo ataque de tos y me voy así me evito esta tortura?, pensaba María

“Sobre que tuve un mal día, voy y vengo a meterme en esta clase. ¿Qué pasa si me levanto y me voy? ¿Alguien me va a juzgar por irme a tomar un helado en vez bajar los kilos que aumenté en el embarazo?  ¿No tengo inmunidad de madre primeriza?, se quejaba Carolina que había pasado toda la noche despierta porque su bebé no paró de llorar.

“Esta plancha maldita no me va a ganar. Hoy no. Hoy puedo con todo.”, se decía Laura que había curado a una nena con cáncer y sentía que podía comerse el mundo.

Sofía respiraba profundo y no pensaba en nada más que evitar que se le cayeran las lágrimas. Hacía menos de un mes había fallecido su mamá y el dolor que tenía en el alma era más grande que el que podía provocar cualquier ejercicio de gimnasia.

“Tengo dos semanas para bajar la pancita antes de las vacaciones. Tengo que aguantar, son solo treinta segundos”, se ordenaba Catalina.

Yamila miraba a todas sufrir y transpirar. “Si supieran lo que es el verdadero dolor, esto les parecería una pavada”, pensó y rápidamente se volvió a enfocar en cómo hacer para no pasarse otra vez con la sal cuando preparara la cena. No quería recibir otra paliza de su marido.

Romina la miró a Yamila, ¿cómo hace para aguantar sin que se le caiga una gota de transpiración? Seguramente lo único que hace es ir al gimnasio, criticó Analía.

El segundero llegó al doce y la profesora pronunció la palabra mágica: “descansen”. Todas se desplomaron en la colchoneta aliviadas, pero cuando Noelia les dijo que se preparen para una segunda tanda, todas gritaron al unísono un fuerte “¡No!”.



jueves, 9 de enero de 2020

Domani No, Hoy - El Final


Llegamos a la estación y fuimos directo para las boleterías. Le explicamos la situación al tano que vendía los boletos y él nos contestó algo totalmente inentendible. Fueron varios minutos de tratar de comprender qué era lo que estaba diciendo hasta que le entendimos un “Domani” o sea, que solo había pasajes para el día siguiente. “Domani, domani”, repetía sin parar hasta que mi mamá con una voz furiosa le dijo: “Domani no, hoy” y con total indiferencia y toda su parsimonia el hombre miró el monitor. Yo no entendí absolutamente nada de lo que dijo, pero lo que pudo reconstruir el resto de mi familia era que había un tren que salía en unos minutos para Roma y que podía vendernos unos boletos. Aceptamos y mi hermana como castigo pagó la diferencia por el cambio de pasajes. Antes de irnos del mostrador, el tano nos dijo que nos fuéramos rápido para los primeros vagones y como buenos argentinos que somos llegamos y subimos primeros. El tren tenía una especie de camarotes, pero en vez de camas tenía dos asientos largos que estaban enfrentados. Al costado, quedaba formado un estrecho pasillo. Mientras nos acomodamos en los asientos, vimos cómo los otros pasajeros bajaban de la pared una tapa que cumplía la función de asiento. Había pocos de esos, de tal modo que los que no habían sido rápidos para conseguir uno, quedaban parados o sentados en el piso. El tren empezó a andar y a los pocos kilómetros frenó en la primera estación. Subió una chica joven, entró a nuestro camarote y dijo que ese era su asiento. Ahí comprendimos que nos habían sobrevendido los boletos. Mi hermano fue el primero en salir al pasillo. Dos estaciones después seguí yo y una más, mi hermana. Mi mamá quedó siguió invicta hasta dos estaciones después donde subió el último pasajero al que le habíamos ocupado el asiento. En ese momento, uno de los tanos que estaba sentado por ahí y había visto toda la situación, nos dijo riéndose “Finito” y no pudimos hacer otra cosa que reírnos. Después de un rato ya le habíamos tomado el gustito al pasillo. Estaba lleno de tanos hablando a los gritos y riéndose. Ahora la película se había transformado en una de esas de época donde los protagonistas logran colarse como polizones en un tren para poder trasladarse de un lugar a otro y se van haciendo amigos que luego se van sumando en la aventura. El tano que antes se había reído de nosotros me dejó cedió su asiento. “Un ratito y un ratito”, me dijo con su tonadita, cosa que no me lo terminara apropiando. Ya para esa altura del día estábamos todos cansados y con más hambre que el Chavo, por lo que estuvimos en silencio una gran parte del trayecto. Solo queríamos llegar, comer y bañarnos. Después de dos horas de viaje llegamos a Roma casi a las once y media de la noche. Cuando vimos la hora nuestra esperanza de comer algo se difuminó. ¿Por qué en otros países cierran todo tan temprano? Sin embargo, cuando bajamos del tren vimos la luz encendida del Mc Donalds. Amado y hermoso Mc Donalds, el único salvador de todos los tiempos. Como vimos que ya estaban limpiando nos apuramos para que no nos cerraran en las narices. Pedimos las cheesburger de un euro que nos habían sacado del paso durante todo nuestro euroviaje y nos sentamos en un banco de la estación a comerlas, cerrando así el día que quedaría en nuestra memoria para siempre.



jueves, 2 de enero de 2020

Domani no, Hoy III


 Cuando el micro arribó a destino bajamos corriendo y optamos por tomarnos un taxi. Nos subimos a uno descapotable. “Al puerto lo más rápido que pueda, perdemos el ferry”, le dijo mi hermano y el conductor sonrió y asintió con la cabeza a la vez que apretaba el acelerador. En ese momento la película tranquila del comienzo del paseo se transformó en una de acción. El coche comenzó a bajar a toda velocidad con el precipicio a tan solo unos centímetros. Nuestros pelos empezaron a volar descontroladamente y no podíamos hacer otra cosa que reírnos porque la situación era completamente bizarra. Cuando llegamos al puerto, la cosa se puso mejor. Al chofer no le importó que había gente caminando por ahí. Solo apretó más el acelerador y tocó fuertemente la bocina. Desde nuestro lugar podíamos ver como las personas saltaban para los lados para no ser atropelladas. El último tramo fue de vértigo total porque ya podíamos visualizar el barco y nuestro reloj marcaba las seis y veintinueve. Cuando el taxista finalmente frenó, vimos como el ferry empezó a hacer marcha atrás, alejándose de nosotros. “Se ha ido”, dijo el chofer y el silencio invadió el ambiente hasta que bajamos del auto y mi hermana empezó a recibir el inevitable reto de mi mamá. “No sé cómo, pero conseguís otros boletos para irnos hoy de acá”, le dijo tajante. En ese momento me apiadé de ella y la acompañé a la boletería. En ese corto trayecto pensamos cómo decirle a mi mamá en el caso de que no hubiera otro ferry y cómo íbamos a conseguir dónde dormir. Fueron diez metros de puras especulaciones, que se disolvieron cuando la chica de la boletería nos cambió los pasajes con total naturalidad. Por suerte nos habían mentido y el último ferry salía a las siete y media de la tarde. Con los ánimos un poco más tranquilos revivimos el momento en el que el taxi bajó a toda velocidad por la montaña y nos empezamos a reír a carcajadas. Creo que fue el episodio más divertido de mi vida. Finalmente, siete y media de la tarde salió el último barco de regreso a Nápoles, por suerte con nosotros arriba. Esta vez nos relajamos en la parte de adentro y quedamos en silencio un poco por el cansancio y otro por el hambre ya que no habíamos probado bocado en todo el día. Cuando arribamos al puerto de Nápoles, mi hermano hizo explotar una bomba que hizo poner a mi mamá los nervios de punta nuevamente. Habíamos perdido el ferry de las seis y media y, en consecuencia, también perdimos el tren que pensábamos tomarnos para volver a Roma. Así que mientras caminábamos por las asquerosas y ya oscuras calles de Nápoles, mi hermana recibió otra seguidilla de retos. Imagínense que si no cabía ni una posibilidad de quedarnos a dormir en Capri, mucho menos existía la opción de pasar la noche en Nápoles.