El reloj marcaba las 18:45 cuando el segundero tocó
el número seis y Noelia, la profesora gritó: “1,2,3 ¡va! Todas las mujeres que
estaban apoyaron sus antebrazos, levantaron las rodillas y quedaron en la
terrible posición de la plancha.
“Treinta segundos, son solo treinta segundos. Si
puedo dirigir una compañía, ¿cómo no voy a aguantar treinta segundos?”, se
autoalentaba Cecilia.
“¿Si finjo ataque de tos y me voy así me evito esta
tortura?, pensaba María
“Sobre que tuve un mal día, voy y vengo a meterme en
esta clase. ¿Qué pasa si me levanto y me voy? ¿Alguien me va a juzgar por irme
a tomar un helado en vez bajar los kilos que aumenté en el embarazo? ¿No tengo inmunidad de madre primeriza?, se
quejaba Carolina que había pasado toda la noche despierta porque su bebé no
paró de llorar.
“Esta plancha maldita no me va a ganar. Hoy no. Hoy
puedo con todo.”, se decía Laura que había curado a una nena con cáncer y
sentía que podía comerse el mundo.
Sofía respiraba profundo y no pensaba en nada más que
evitar que se le cayeran las lágrimas. Hacía menos de un mes había fallecido su
mamá y el dolor que tenía en el alma era más grande que el que podía provocar
cualquier ejercicio de gimnasia.
“Tengo dos semanas para bajar la pancita antes de las
vacaciones. Tengo que aguantar, son solo treinta segundos”, se ordenaba Catalina.
Yamila miraba a todas sufrir y transpirar. “Si
supieran lo que es el verdadero dolor, esto les parecería una pavada”, pensó y
rápidamente se volvió a enfocar en cómo hacer para no pasarse otra vez con la
sal cuando preparara la cena. No quería recibir otra paliza de su marido.
Romina la miró a Yamila, ¿cómo hace para aguantar sin
que se le caiga una gota de transpiración? Seguramente lo único que hace es ir
al gimnasio, criticó Analía.
El segundero llegó al doce y la profesora pronunció
la palabra mágica: “descansen”. Todas se desplomaron en la colchoneta
aliviadas, pero cuando Noelia les dijo que se preparen para una segunda tanda,
todas gritaron al unísono un fuerte “¡No!”.
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