jueves, 2 de enero de 2020

Domani no, Hoy III


 Cuando el micro arribó a destino bajamos corriendo y optamos por tomarnos un taxi. Nos subimos a uno descapotable. “Al puerto lo más rápido que pueda, perdemos el ferry”, le dijo mi hermano y el conductor sonrió y asintió con la cabeza a la vez que apretaba el acelerador. En ese momento la película tranquila del comienzo del paseo se transformó en una de acción. El coche comenzó a bajar a toda velocidad con el precipicio a tan solo unos centímetros. Nuestros pelos empezaron a volar descontroladamente y no podíamos hacer otra cosa que reírnos porque la situación era completamente bizarra. Cuando llegamos al puerto, la cosa se puso mejor. Al chofer no le importó que había gente caminando por ahí. Solo apretó más el acelerador y tocó fuertemente la bocina. Desde nuestro lugar podíamos ver como las personas saltaban para los lados para no ser atropelladas. El último tramo fue de vértigo total porque ya podíamos visualizar el barco y nuestro reloj marcaba las seis y veintinueve. Cuando el taxista finalmente frenó, vimos como el ferry empezó a hacer marcha atrás, alejándose de nosotros. “Se ha ido”, dijo el chofer y el silencio invadió el ambiente hasta que bajamos del auto y mi hermana empezó a recibir el inevitable reto de mi mamá. “No sé cómo, pero conseguís otros boletos para irnos hoy de acá”, le dijo tajante. En ese momento me apiadé de ella y la acompañé a la boletería. En ese corto trayecto pensamos cómo decirle a mi mamá en el caso de que no hubiera otro ferry y cómo íbamos a conseguir dónde dormir. Fueron diez metros de puras especulaciones, que se disolvieron cuando la chica de la boletería nos cambió los pasajes con total naturalidad. Por suerte nos habían mentido y el último ferry salía a las siete y media de la tarde. Con los ánimos un poco más tranquilos revivimos el momento en el que el taxi bajó a toda velocidad por la montaña y nos empezamos a reír a carcajadas. Creo que fue el episodio más divertido de mi vida. Finalmente, siete y media de la tarde salió el último barco de regreso a Nápoles, por suerte con nosotros arriba. Esta vez nos relajamos en la parte de adentro y quedamos en silencio un poco por el cansancio y otro por el hambre ya que no habíamos probado bocado en todo el día. Cuando arribamos al puerto de Nápoles, mi hermano hizo explotar una bomba que hizo poner a mi mamá los nervios de punta nuevamente. Habíamos perdido el ferry de las seis y media y, en consecuencia, también perdimos el tren que pensábamos tomarnos para volver a Roma. Así que mientras caminábamos por las asquerosas y ya oscuras calles de Nápoles, mi hermana recibió otra seguidilla de retos. Imagínense que si no cabía ni una posibilidad de quedarnos a dormir en Capri, mucho menos existía la opción de pasar la noche en Nápoles.



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