Cuando el
micro arribó a destino bajamos corriendo y optamos por tomarnos un taxi. Nos
subimos a uno descapotable. “Al puerto lo más rápido que pueda, perdemos el
ferry”, le dijo mi hermano y el conductor sonrió y asintió con la cabeza a la
vez que apretaba el acelerador. En ese momento la película tranquila del
comienzo del paseo se transformó en una de acción. El coche comenzó a bajar a
toda velocidad con el precipicio a tan solo unos centímetros. Nuestros pelos
empezaron a volar descontroladamente y no podíamos hacer otra cosa que reírnos porque
la situación era completamente bizarra. Cuando llegamos al puerto, la cosa se
puso mejor. Al chofer no le importó que había gente caminando por ahí. Solo
apretó más el acelerador y tocó fuertemente la bocina. Desde nuestro lugar
podíamos ver como las personas saltaban para los lados para no ser
atropelladas. El último tramo fue de vértigo total porque ya podíamos
visualizar el barco y nuestro reloj marcaba las seis y veintinueve. Cuando el
taxista finalmente frenó, vimos como el ferry empezó a hacer marcha atrás,
alejándose de nosotros. “Se ha ido”, dijo el chofer y el silencio invadió el
ambiente hasta que bajamos del auto y mi hermana empezó a recibir el inevitable
reto de mi mamá. “No sé cómo, pero conseguís otros boletos para irnos hoy de
acá”, le dijo tajante. En ese momento me apiadé de ella y la acompañé a la
boletería. En ese corto trayecto pensamos cómo decirle a mi mamá en el caso de
que no hubiera otro ferry y cómo íbamos a conseguir dónde dormir. Fueron diez
metros de puras especulaciones, que se disolvieron cuando la chica de la
boletería nos cambió los pasajes con total naturalidad. Por suerte nos habían
mentido y el último ferry salía a las siete y media de la tarde. Con los ánimos
un poco más tranquilos revivimos el momento en el que el taxi bajó a toda
velocidad por la montaña y nos empezamos a reír a carcajadas. Creo que fue el
episodio más divertido de mi vida. Finalmente, siete y media de la tarde salió
el último barco de regreso a Nápoles, por suerte con nosotros arriba. Esta vez
nos relajamos en la parte de adentro y quedamos en silencio un poco por el
cansancio y otro por el hambre ya que no habíamos probado bocado en todo el
día. Cuando arribamos al puerto de Nápoles, mi hermano hizo explotar una bomba que
hizo poner a mi mamá los nervios de punta nuevamente. Habíamos perdido el ferry
de las seis y media y, en consecuencia, también perdimos el tren que pensábamos
tomarnos para volver a Roma. Así que mientras caminábamos por las asquerosas y
ya oscuras calles de Nápoles, mi hermana recibió otra seguidilla de retos.
Imagínense que si no cabía ni una posibilidad de quedarnos a dormir en Capri,
mucho menos existía la opción de pasar la noche en Nápoles.
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