miércoles, 22 de enero de 2020

El Día que me Separé



El día que me separé me desperté nerviosa porque sabía que había un 99% de posibilidades de que me separara esa misma noche.  La jornada laboral fue terrible. Si bien eran más las probabilidades de terminar que de seguir, ese 1% generaba incertidumbre, y no hay nada peor para el ser humano que el no saber qué va a pasar. Cuando salí de trabajar, pasé por mi casa y me preparé el bolso para ir a la suya porque si llegaba con las manos vacías iba a sospechar que algo no andaba bien y todo se iba a precipitar. Fui al gimnasio para relajarme un poco, pero no lo logré. Cuando terminó la clase, caminé las siete cuadras que me separaban de su casa y toqué el timbre. Lo vi terminar de bajar las escaleras y caminar por el largo pasillo de ese edificio que siempre me causó mucho miedo. ¿sería la última vez que presenciaría esa secuencia? Me abrió la puerta y me dio un beso en los labios. Fue corto y sin sentimientos. Cuando subimos dejé mi bolso sobre la mesa, aunque sabía que él lo iba a terminar poniendo en otro lado. Últimamente lo único que podía hacer en su casa sin que se enojara era quedarme quieta en un rincón sin tocar nada. Me fui a bañar mientras él ordenaba. Una vez limpia, me puse su short y su remera, lo que siempre usaba cuando me quedaba a dormir. Ahí predominó la esperanza. Fuimos a la cocina porque si él cocinaba yo tenía que estar al lado suyo, pero si la cosa era al revés, siempre me quedaba sola. Mientras preparaba una salsa con la carne que había sobrado de unos tacos que habíamos comido el sábado, yo puse en un Tupper que me prestó, un poco de comida para llevarme al trabajo al día siguiente. Le dije que el mío me lo había olvidado, pero la realidad era que había decidido no llevarlo porque no quería hacer traslados innecesarios de elementos que no me gusta trasladar. En ese momento ganó el 99%. Cuando la cena estuvo lista, puse los individuales en la mesa, los cubiertos y solo mi vaso con agua porque él no tomaba mientras comía. Prendió la tele y puso How I Met your Mother, la serie que mirábamos juntos y la que en el último tiempo hacía que las aguas permanecieran tranquilas. La salsa estaba buena, aunque nunca fue su especialidad. Por eso siempre que estábamos antojados de pasta cocinaba yo. Comí un poco, pero tenía el estómago completamente cerrado. Pensó que no me había gustado a pesar de que le dije muchas veces que en realidad no tenía hambre. Siempre fue muy inseguro. Le di mi plato para que se lo terminara. ¿Cuándo iba a ser el momento adecuado para hablar? Llevé los platos sucios a la cocina y nos sentamos en los sillones para seguir viendo la serie más cómodos, aunque para mí, siempre fueron los más incómodos del mundo. Yo cada vez tenía más ganas de llorar. Me retorcía los dedos de los nervios mientras me armaba de coraje para hablar. Él estaba como si nada pasara. Se reía y hacía comentarios sobre el capítulo y sobre Marshall, uno de sus personajes favoritos. A mi ese actor me hacía acordar a un chico con el que había salido y que él odiaba. Siempre me tenía que morder la lengua para no decírselo. Vimos tres capítulos y cuando me preguntó si quería ver otro más, respiré hondo, miré por qué episodio íbamos, ya que imaginaba que iba a tener que terminar la serie sola, y le dije que le tenía que hacer una pregunta. Como pude, con la voz quebrándose en mil pedazos, le pregunté si había estado con otra. Muy serio me dijo que no. Lo volví a interrogar y me volvió a decir que no. Me preguntó si lo que le estaba planteando se debía a una conversación que habíamos tenido el sábado sobre la posibilidad de que yo estuviera con otra persona si lo quisiera y le contesté que sí. Se acomodó en el sillón y se puso en la postura en la que siempre se ponía cuando quería decirme algo que sabía que me iba a doler. Me largué a llorar, ya no pude aguantar más. Le expliqué que lo amaba y que nunca podía estar con otra persona que no fuera él. “Yo ya no siento lo mismo que antes”, me contestó y sus palabras penetraron en mi cuerpo como un baldazo de agua fría. “¿Entonces llegamos hasta acá?”, le pregunté con el hilo de voz que me quedaba. Se miró las manos y no me contestó. Le volví a repetir la pregunta y siguió sin decir nada. “Decime que sí, dale, decime que sí”, le empecé a gritar. Necesitaba que me lo confirmara con sus propias palabras. Lo miré fijo y recién en ese momento me miró a los ojos. Hizo un gesto casi imperceptible con la boca que tomé como afirmación. Lloré. Lloré mucho. Lloré, aunque sabía que esa noche me esperaba lo peor. Lloré, aunque hacía un par de meses que ya estaba llorando porque todo se estaba yendo pique. Pero sobre todo lloré porque ese uno por ciento de esperanza que me quedaba se había disuelto en un abrir y cerrar de ojos. Me levanté y fui para el cuarto. Me cambié y empecé a juntar todas mis cosas. No le rompí ni la ropa ni las cosas de la cocina como habían hecho otras exs suyas. ¿cómo iba a hacer eso si la mitad de lo que tenía se lo había regalado yo? Lo que si hice fue aplastar el anillo de hojalata que me había regalado el día que me pidió ser su novia. Eso me pareció más significativo. Me hubiera gustado irme con un portazo y empezar a caminar sin rumbo, pero la inseguridad de Argentina no permite dramatismos. Pedí un Uber y los tres minutos que tardó en llegar fueron eternos. Me acompañó a la puerta en silencio. Se lo veía algo desconcertado. Cuando llegó el auto, me abrió la puerta y lo último que le dije fue que tuviera la decencia de nunca aparecer frente a mí con otra mujer. Aunque me hubiera dicho que no, yo sabía que había alguien más. Los hombres no son buenos ocultando cosas.  Asintió con la cabeza. Subí al auto hecha una catarata de lágrimas. Nos miramos por última vez y cuando el chofer arrancó, saqué mi celular y le mandé un mensaje que decía: “Marshall es igual a Lucas”.


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