El día que me separé me desperté nerviosa porque
sabía que había un 99% de posibilidades de que me separara esa misma noche. La jornada laboral fue terrible. Si bien eran
más las probabilidades de terminar que de seguir, ese 1% generaba
incertidumbre, y no hay nada peor para el ser humano que el no saber qué va a
pasar. Cuando salí de trabajar, pasé por mi casa y me preparé el bolso para ir
a la suya porque si llegaba con las manos vacías iba a sospechar que algo no
andaba bien y todo se iba a precipitar. Fui al gimnasio para relajarme un poco,
pero no lo logré. Cuando terminó la clase, caminé las siete cuadras que me
separaban de su casa y toqué el timbre. Lo vi terminar de bajar las escaleras y
caminar por el largo pasillo de ese edificio que siempre me causó mucho miedo.
¿sería la última vez que presenciaría esa secuencia? Me abrió la puerta y me
dio un beso en los labios. Fue corto y sin sentimientos. Cuando subimos dejé mi
bolso sobre la mesa, aunque sabía que él lo iba a terminar poniendo en otro
lado. Últimamente lo único que podía hacer en su casa sin que se enojara era
quedarme quieta en un rincón sin tocar nada. Me fui a bañar mientras él
ordenaba. Una vez limpia, me puse su short y su remera, lo que siempre usaba cuando
me quedaba a dormir. Ahí predominó la esperanza. Fuimos a la cocina porque si
él cocinaba yo tenía que estar al lado suyo, pero si la cosa era al revés,
siempre me quedaba sola. Mientras preparaba una salsa con la carne que había
sobrado de unos tacos que habíamos comido el sábado, yo puse en un Tupper que
me prestó, un poco de comida para llevarme al trabajo al día siguiente. Le dije
que el mío me lo había olvidado, pero la realidad era que había decidido no
llevarlo porque no quería hacer traslados innecesarios de elementos que no me
gusta trasladar. En ese momento ganó el 99%. Cuando la cena estuvo lista, puse
los individuales en la mesa, los cubiertos y solo mi vaso con agua porque él no
tomaba mientras comía. Prendió la tele y puso How I Met your Mother, la
serie que mirábamos juntos y la que en el último tiempo hacía que las aguas
permanecieran tranquilas. La salsa estaba buena, aunque nunca fue su
especialidad. Por eso siempre que estábamos antojados de pasta cocinaba yo. Comí
un poco, pero tenía el estómago completamente cerrado. Pensó que no me había
gustado a pesar de que le dije muchas veces que en realidad no tenía hambre.
Siempre fue muy inseguro. Le di mi plato para que se lo terminara. ¿Cuándo iba
a ser el momento adecuado para hablar? Llevé los platos sucios a la cocina y
nos sentamos en los sillones para seguir viendo la serie más cómodos, aunque para
mí, siempre fueron los más incómodos del mundo. Yo cada vez tenía más ganas de
llorar. Me retorcía los dedos de los nervios mientras me armaba de coraje para
hablar. Él estaba como si nada pasara. Se reía y hacía comentarios sobre el
capítulo y sobre Marshall, uno de sus personajes favoritos. A mi ese
actor me hacía acordar a un chico con el que había salido y que él odiaba.
Siempre me tenía que morder la lengua para no decírselo. Vimos tres capítulos y
cuando me preguntó si quería ver otro más, respiré hondo, miré por qué episodio
íbamos, ya que imaginaba que iba a tener que terminar la serie sola, y le dije
que le tenía que hacer una pregunta. Como pude, con la voz quebrándose en mil
pedazos, le pregunté si había estado con otra. Muy serio me dijo que no. Lo
volví a interrogar y me volvió a decir que no. Me preguntó si lo que le estaba
planteando se debía a una conversación que habíamos tenido el sábado sobre la
posibilidad de que yo estuviera con otra persona si lo quisiera y le contesté
que sí. Se acomodó en el sillón y se puso en la postura en la que siempre se
ponía cuando quería decirme algo que sabía que me iba a doler. Me largué a
llorar, ya no pude aguantar más. Le expliqué que lo amaba y que nunca podía
estar con otra persona que no fuera él. “Yo ya no siento lo mismo que antes”,
me contestó y sus palabras penetraron en mi cuerpo como un baldazo de agua
fría. “¿Entonces llegamos hasta acá?”, le pregunté con el hilo de voz que me
quedaba. Se miró las manos y no me contestó. Le volví a repetir la pregunta y
siguió sin decir nada. “Decime que sí, dale, decime que sí”, le empecé a
gritar. Necesitaba que me lo confirmara con sus propias palabras. Lo miré fijo
y recién en ese momento me miró a los ojos. Hizo un gesto casi imperceptible
con la boca que tomé como afirmación. Lloré. Lloré mucho. Lloré, aunque sabía
que esa noche me esperaba lo peor. Lloré, aunque hacía un par de meses que ya
estaba llorando porque todo se estaba yendo pique. Pero sobre todo lloré porque
ese uno por ciento de esperanza que me quedaba se había disuelto en un abrir y
cerrar de ojos. Me levanté y fui para el cuarto. Me cambié y empecé a juntar
todas mis cosas. No le rompí ni la ropa ni las cosas de la cocina como habían
hecho otras exs suyas. ¿cómo iba a hacer eso si la mitad de lo que tenía se lo
había regalado yo? Lo que si hice fue aplastar el anillo de hojalata que me había
regalado el día que me pidió ser su novia. Eso me pareció más significativo. Me
hubiera gustado irme con un portazo y empezar a caminar sin rumbo, pero la
inseguridad de Argentina no permite dramatismos. Pedí un Uber y los tres
minutos que tardó en llegar fueron eternos. Me acompañó a la puerta en
silencio. Se lo veía algo desconcertado. Cuando llegó el auto, me abrió la
puerta y lo último que le dije fue que tuviera la decencia de nunca aparecer
frente a mí con otra mujer. Aunque me hubiera dicho que no, yo sabía que había
alguien más. Los hombres no son buenos ocultando cosas. Asintió con la cabeza. Subí al auto hecha una
catarata de lágrimas. Nos miramos por última vez y cuando el chofer arrancó,
saqué mi celular y le mandé un mensaje que decía: “Marshall es igual a Lucas”.
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