Llegamos a la estación y fuimos directo para las
boleterías. Le explicamos la situación al tano que vendía los boletos y él nos
contestó algo totalmente inentendible. Fueron varios minutos de tratar de
comprender qué era lo que estaba diciendo hasta que le entendimos un “Domani” o
sea, que solo había pasajes para el día siguiente. “Domani, domani”, repetía
sin parar hasta que mi mamá con una voz furiosa le dijo: “Domani no, hoy” y con
total indiferencia y toda su parsimonia el hombre miró el monitor. Yo no
entendí absolutamente nada de lo que dijo, pero lo que pudo reconstruir el
resto de mi familia era que había un tren que salía en unos minutos para Roma y
que podía vendernos unos boletos. Aceptamos y mi hermana como castigo pagó la
diferencia por el cambio de pasajes. Antes de irnos del mostrador, el tano nos
dijo que nos fuéramos rápido para los primeros vagones y como buenos argentinos
que somos llegamos y subimos primeros. El tren tenía una especie de camarotes,
pero en vez de camas tenía dos asientos largos que estaban enfrentados. Al
costado, quedaba formado un estrecho pasillo. Mientras nos acomodamos en los
asientos, vimos cómo los otros pasajeros bajaban de la pared una tapa que
cumplía la función de asiento. Había pocos de esos, de tal modo que los que no
habían sido rápidos para conseguir uno, quedaban parados o sentados en el piso.
El tren empezó a andar y a los pocos kilómetros frenó en la primera estación. Subió
una chica joven, entró a nuestro camarote y dijo que ese era su asiento. Ahí
comprendimos que nos habían sobrevendido los boletos. Mi hermano fue el primero
en salir al pasillo. Dos estaciones después seguí yo y una más, mi hermana. Mi
mamá quedó siguió invicta hasta dos estaciones después donde subió el último
pasajero al que le habíamos ocupado el asiento. En ese momento, uno de los
tanos que estaba sentado por ahí y había visto toda la situación, nos dijo
riéndose “Finito” y no pudimos hacer otra cosa que reírnos. Después de un rato
ya le habíamos tomado el gustito al pasillo. Estaba lleno de tanos hablando a
los gritos y riéndose. Ahora la película se había transformado en una de esas
de época donde los protagonistas logran colarse como polizones en un tren para
poder trasladarse de un lugar a otro y se van haciendo amigos que luego se van
sumando en la aventura. El tano que antes se había reído de nosotros me dejó
cedió su asiento. “Un ratito y un ratito”, me dijo con su tonadita, cosa que no
me lo terminara apropiando. Ya para esa altura del día estábamos todos cansados
y con más hambre que el Chavo, por lo que estuvimos en silencio una gran parte
del trayecto. Solo queríamos llegar, comer y bañarnos. Después de dos horas de
viaje llegamos a Roma casi a las once y media de la noche. Cuando vimos la hora
nuestra esperanza de comer algo se difuminó. ¿Por qué en otros países cierran
todo tan temprano? Sin embargo, cuando bajamos del tren vimos la luz encendida
del Mc Donalds. Amado y hermoso Mc Donalds, el único salvador de todos los
tiempos. Como vimos que ya estaban limpiando nos apuramos para que no nos
cerraran en las narices. Pedimos las cheesburger de un euro que nos habían
sacado del paso durante todo nuestro euroviaje y nos sentamos en un banco de la
estación a comerlas, cerrando así el día que quedaría en nuestra memoria para
siempre.
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