miércoles, 29 de enero de 2020

Los Tres Gordos


A Mariela la conocí cuando estábamos en salita de tres. Yo era de esos nenes tímidos que casi no hablaban y ella un pequeño torbellino. Un día, en un recreo, estaba jugando solo y ella se me acercó. “¿Por qué estás solo?, me preguntó y sin dejarme contestar, se sentó al lado mío y me empezó a hablar sin parar. Desde ese momento fuimos los mejores amigos. Con el paso del tiempo, hizo que me desinhibiera bastante. En la primaria logré hacerme un grupito de amigos varones, que aún hoy sigo conservando. Ella siempre tuvo a su grupo de amigas y podría haber tenido miles si lo hubiese querido porque la facilidad que tenía para socializar era envidiable. Además, era inteligente y sabía de muchas cosas. A veces nos pasábamos horas hablando. Cuando llegamos al secundario además de inteligente y buena (porque también era muy buena persona), se puso muy linda. Yo no podía creer como todavía no había dado su primer beso. Hasta yo, tímido y flacucho como era, ya había besado a Camila Torres. “Quiero que mi primer beso sea con alguien del que me quede un lindo recuerdo”, me decía cada vez que hablábamos de eso. Finalmente, ese tan preciado beso le llegó de la mano de Juan Carlos, su primer novio, a los catorce años. El pibe me caía bien, era macanudo. Se habían conocido en la playa y salieron unos ocho meses hasta que la dejó cuando se fue de viaje de egresados. Mariela quedó destrozada y yo odié a Juan Carlos como nunca odié a nadie. No solo lo odié porque le rompió el corazón a mi mejor amiga, lo odié por todo lo que vino después de él, especialmente, los tres gordos.  

El gordo vago

El gordo vago vino casi inmediatamente luego de Juan Carlos. Mariela ya había cumplido los quince así que gracias a Dios no quedó registrado en ninguna de las fotos de su fiesta, pero creo que si entramos a su Facebook y bajamos hasta el año 2009 puede que haya quedado alguna foto sacada con una vieja cámara digital. A este gordo lo conoció en la misma playa que a Juan Carlos y lo dejó entrar a su vida únicamente por despecho. Cuando me contó que lo había conocido, supe de movida que no iba a durar mucho porque ella seguía enamorada de su ex. No le dije nada porque supuse que un clavo iba a sacar a otro y ella merecía ser feliz. Sin embargo, cuando conocí a Rodrigo imaginé que las cosas iban a terminar más precipitadamente de lo esperado. Mientras que Mariela era abanderada, Rodrigo estaba cursando por tercera vez el primer año del secundario. Ella entrenaba natación seis veces por semana, y él jugaba a la play seis horas por día. Ella le hablaba de libros y él le nombraba la formación completa de River. “De verdad, Maru ¿cómo te puede gustar este pibe?”, le preguntaba yo cada vez que me lo mencionaba. “Los opuestos se atraen”, me contestaba con su tono de quinceañera superada. Encima el gordo no solo era vago, también era bastante mentiroso. Cada tanto Maru me contaba las historias que le inventaba a la madre que te dejaban con la boca abierta. No me imagino cómo le mentiría a ella también. Así y todo duraron dos meses. Yo pensé que lo iba a mandar a mudar a la semana, pero se ve que lo necesitó un poco más de tiempo para sacarse de la cabeza a Juan Carlos. Igualmente, la cosa no terminó ahí. Años después, cuando estábamos en quinto, el gordo vago volvió remasterizado. Con la excusa de las entradas de nuestra fiesta de egresados le habló y se le quiso hacer el lindo. Creo que no duró un round. Mariela no es una persona de mucha paciencia y cuando está en perfecta alineación es implacable. De tal modo, como no pudo con ella, el gordo, que además de vago y mentiroso, era bastante mala persona, se metió con una de sus mejores amigas. Si bien no logró ocasionar una pelea porque los sentimientos de ella hacia él eran nulos, si hizo que las amigas se distanciaran durante todo el año que duró esa relación. Por suerte su amiga también se dio cuenta de la clase de persona que era y lo terminó dejando. Ahora el gordo está preso. Hace algunos años lo agarraron asaltando una estación de servicio.

El Gordo Yeta  

El gordo yeta apareció en nuestras vidas cuando teníamos diecisiete años. Yo estaba de novio con Agustina Lorenzi y Mariela estaba pasando uno de los mejores momentos de su vida. Le iba bien en el colegio, le iba bien en natación, iba a bailar seguido y se sentía muy feliz. Lo único que le preocupaba era el hecho de que algunas de sus amigas ya habían empezado a perder la virginidad y ella ni siquiera tenía a alguien que le gustara. “No te preocupes, Maru. Ya te va a llegar el momento”, la tranquilizaba yo sin animarme a contarle que con Agustina ya lo habíamos hecho. “Si, obvio. Por ahora estoy tranqui. Todavía no sé si estoy lista”, me contestaba ella. Sin embargo, todo cambió con Gonzalo. Era el futbolista estrella de su club, aunque nunca lo había registrado. Fue un día que se cruzaron en la calle y que él luego la agregó al MSN y le habló. “Hola, nena”, “Nos vemos, linda”, así la conquistó. A Mariela siempre le gustó el chamuyo barato. Este gordo también era vago ya que tenía veinte años y no trabajaba ni estudiaba. Sin embargo, a diferencia del otro, era bastante inteligente y tenía mucho futuro jugando al fútbol. Igual, a ella eso no le importaba. La verdad nunca entendí bien qué es lo que le importaba de los hombres.  El físico seguro que no. Sino había forma alguna de que se hubiera enamorado de un gordo colorado que la vivía rechazando. Al principio iba todo bien, él mostraba interés, pero cuando ella quiso dar un paso más en la relación, le dijo rotundamente que no. Lo peor es que el pibe no se fue, quiso seguir saliendo y ella obviamente no pudo decirle que no. Yo no entendía nada. Todo hubiera sido más razonable si Maru hubiera dejado de ser virgen, pero no. Por lo tanto, todo era bastante confuso. Finalmente, la relación con el gordo yeta terminó al quinto mes, pero como Mariela es muy cabeza dura, el día que apareció de nuevo, cuando volvimos del viaje de egresados, volvió a sus brazos como si nada hubiera pasado. Yo me enteré de que estaba saliendo de nuevo con él tres meses después. Como todos lo odiábamos, no le había dicho absolutamente a nadie que lo estaba viendo de nuevo. Si me lo contó fue porque no pudo más con su genio y necesitó decirme cuán enojada estaba porque el gordo le había dicho que quería ser su primera vez, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo pasaba algo: o llegaba alguien de sorpresa a la casa, o no tenía forros, o el perro se descomponía. Estaba furiosa. Igualmente yo creo que lo que más bronca le daba no era seguir virgen, sino que el pibe seguía sin querer tener algo serio con ella. Yo para esa época ya había cortado con Agustina así que pude enforcarme cien por ciento en convencerla de que dejara a ese gordo yeta, pero no hubo caso. El caprichito le duró unos cuantos meses y así y todo no pasó nada. Creo que si no hubiera estado tan pendiente de ese pibe se hubiera desvirgado muchísimo antes. Por suerte se terminó cansando y de un día para el otro la historia se terminó para siempre. Bah, casi, porque unos años después cuando el gordo, que ya no era más gordo, le escribió para preguntarle si ya había resuelto el asunto, se encontraron y concretaron lo que tanto les había costado. Hoy en día está casado y tiene dos hijas. Trabaja en un banco. Nunca pudo llegar a jugar profesionalmente al fútbol porque se rompió el tobillo. Y aunque Mariela me diga mil veces que no, yo sé que ese gordo es yeta. Después de haber estado con él tuvo siete años de mala suerte y cada vez que se lo cruzó en esos años y ella estaba en pareja, cortaba a la semana.

El Gordo Sindicalista

Cuando el gordo sindicalista cayó como una bomba de estruendo, yo estaba cursando mi último año de abogacía y Mariela se había recibido Contadora hacía ya tres años. Lo conoció en el gimnasio, en una clase de baile. Un gordo bailarín. Nunca me había hablado de él. De hecho, por ese tiempo andaba muy confundida con otro pibe, por eso me llamó la atención el día que vino toda eufórica a contarme que casi se lo voltió en el vestuario. “¿De dónde salió este pibe, Maru?, ¿No querías estar con Máximo?”, le pregunté extrañado. “No sé cómo pasó, lo veía siempre en las clases, charlábamos, pero nada. Y el otro día estábamos al lado de los vestuarios hablando de cualquier cosa y de repente hubo una fuerte atracción, nos besamos y terminamos on fire”, me contestó. La cuestión que lo que empezó como un simple arranque de calentura, terminó en una aventura bastante arriesgada. No llegué a conocerlo más que por fotos y supe poco de él porque lo mantenía bastante oculto. Sin embargo, con la información que le pude extraer pude saber cuatro cosas fundamentales: se llamaba Gabriel, era anestesista, se sabía las leyes laborales de pe a pa y no tenía absolutamente nada en común con mi amiga. A este gordo, la verdad que no puedo criticarlo mucho, porque como dije antes, Mariela lo único que me contaba era sobre sus travesías sexuales. Sin embargo, lo nombré como el gordo sindicalista porque cuando se cansaba de escuchar nombrar por enésima vez los derechos de los trabajadores venía a quejarse conmigo. “¿Sabés a donde se puede meter a Perón?”, me decía indignada. Igualmente, se la notaba animada. Como con el otro pibe no iba ni para atrás ni para adelante decidió enfocarse más en él, aunque lo siguió manteniendo en las tinieblas. Se ve que la clandestinidad le generaba adrenalina. El tema vino cuando el gordo casi la deja embarazada. Ahí la adrenalina se transformó en crisis extrema. Nunca la vi tan nerviosa. Tuvo que ir varias veces a la clínica de la alergia que le había agarrado. “¿Y por qué no te cuidaste, estúpida?”, la retaba yo. “Obvio que me cuidé, imbécil, pero este infeliz se puso mal el forro y se le salió. Decime como le voy a explicar a mi familia que estoy embarazada de una persona que ni siquiera saben de su existencia”, me gritaba desesperada.  Gracias a Dios el gordo además de ser sindicalista y peroncho era poco efectivo. A las dos semanas Mariela le estaba agradeciendo a todos los dioses de todas las religiones por no haber concebido. No hace falta decir que esa relación terminó en ese mismo momento.

“Basta de gordos”, le dije después de esas semanas fatales. “Te lo prometo”, me dijo, pero yo sabía que iba a volver a salir con el primer gordo que viera. Así que la hice fácil. Engordé unos kilitos.  Hay debilidades que no se pueden evitar. La de ella eran los gordos y la mía, ella.



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