A Mariela la conocí cuando estábamos en salita de
tres. Yo era de esos nenes tímidos que casi no hablaban y ella un pequeño
torbellino. Un día, en un recreo, estaba jugando solo y ella se me acercó.
“¿Por qué estás solo?, me preguntó y sin dejarme contestar, se sentó al lado
mío y me empezó a hablar sin parar. Desde ese momento fuimos los mejores amigos. Con el
paso del tiempo, hizo que me desinhibiera bastante. En la primaria logré
hacerme un grupito de amigos varones, que aún hoy sigo conservando. Ella
siempre tuvo a su grupo de amigas y podría haber tenido miles si lo hubiese
querido porque la facilidad que tenía para socializar era envidiable. Además,
era inteligente y sabía de muchas cosas. A veces nos pasábamos horas hablando.
Cuando llegamos al secundario además de inteligente y buena (porque también era
muy buena persona), se puso muy linda. Yo no podía creer como todavía
no había dado su primer beso. Hasta yo, tímido y flacucho como era, ya había
besado a Camila Torres. “Quiero que mi primer beso sea con alguien del que me
quede un lindo recuerdo”, me decía cada vez que hablábamos de eso. Finalmente,
ese tan preciado beso le llegó de la mano de Juan Carlos, su primer novio, a los
catorce años. El pibe me caía bien, era macanudo. Se habían conocido en la
playa y salieron unos ocho meses hasta que la dejó cuando se fue de viaje de
egresados. Mariela quedó destrozada y yo odié a Juan Carlos como nunca odié a nadie.
No solo lo odié porque le rompió el corazón a mi mejor amiga, lo odié por todo
lo que vino después de él, especialmente, los tres gordos.
El gordo vago
El gordo vago vino casi inmediatamente luego de Juan
Carlos. Mariela ya había cumplido los quince así que gracias a Dios no quedó
registrado en ninguna de las fotos de su fiesta, pero creo que si entramos a su
Facebook y bajamos hasta el año 2009 puede que haya quedado alguna foto sacada
con una vieja cámara digital. A este gordo lo conoció en la misma playa que a
Juan Carlos y lo dejó entrar a su vida únicamente por despecho. Cuando me contó
que lo había conocido, supe de movida que no iba a durar mucho porque ella
seguía enamorada de su ex. No le dije nada porque supuse que un clavo iba
a sacar a otro y ella merecía ser feliz. Sin embargo, cuando conocí a Rodrigo imaginé
que las cosas iban a terminar más precipitadamente de lo esperado. Mientras que
Mariela era abanderada, Rodrigo estaba cursando por tercera vez el primer año
del secundario. Ella entrenaba natación seis veces por semana, y él jugaba a la
play seis horas por día. Ella le hablaba de libros y él le nombraba la
formación completa de River. “De verdad, Maru ¿cómo te puede gustar este
pibe?”, le preguntaba yo cada vez que me lo mencionaba. “Los opuestos se
atraen”, me contestaba con su tono de quinceañera superada. Encima el gordo no
solo era vago, también era bastante mentiroso. Cada tanto Maru me contaba las historias que le inventaba a la madre que te dejaban con la boca abierta. No me
imagino cómo le mentiría a ella también. Así y todo duraron dos meses. Yo
pensé que lo iba a mandar a mudar a la semana, pero se ve que lo necesitó un
poco más de tiempo para sacarse de la cabeza a Juan Carlos. Igualmente, la cosa no
terminó ahí. Años después, cuando estábamos en quinto, el gordo vago volvió
remasterizado. Con la excusa de las entradas de nuestra fiesta de egresados le
habló y se le quiso hacer el lindo. Creo que no duró un round. Mariela
no es una persona de mucha paciencia y cuando está en perfecta alineación es
implacable. De tal modo, como no pudo con ella, el gordo, que además de vago y
mentiroso, era bastante mala persona, se metió con una de sus mejores amigas.
Si bien no logró ocasionar una pelea porque los sentimientos de ella hacia él eran
nulos, si hizo que las amigas se distanciaran durante todo el año que duró esa
relación. Por suerte su amiga también se dio cuenta de la clase de persona que
era y lo terminó dejando. Ahora el gordo está preso. Hace algunos años lo agarraron asaltando una estación de servicio.
El Gordo Yeta
El gordo yeta apareció en nuestras vidas cuando
teníamos diecisiete años. Yo estaba de novio con Agustina Lorenzi y Mariela
estaba pasando uno de los mejores momentos de su vida. Le iba bien en el
colegio, le iba bien en natación, iba a bailar seguido y se sentía muy feliz.
Lo único que le preocupaba era el hecho de que algunas de sus amigas ya habían
empezado a perder la virginidad y ella ni siquiera tenía a alguien que le
gustara. “No te preocupes, Maru. Ya te va a llegar el momento”, la
tranquilizaba yo sin animarme a contarle que con Agustina ya lo habíamos hecho.
“Si, obvio. Por ahora estoy tranqui. Todavía no sé si estoy lista”, me
contestaba ella. Sin embargo, todo cambió con Gonzalo. Era el futbolista
estrella de su club, aunque nunca lo había registrado. Fue un día que se
cruzaron en la calle y que él luego la agregó al MSN y le habló. “Hola, nena”,
“Nos vemos, linda”, así la conquistó. A Mariela siempre le gustó el chamuyo
barato. Este gordo también era vago ya que tenía veinte años y no trabajaba ni
estudiaba. Sin embargo, a diferencia del otro, era bastante inteligente y tenía
mucho futuro jugando al fútbol. Igual, a ella eso no le importaba. La verdad
nunca entendí bien qué es lo que le importaba de los hombres. El físico seguro que no. Sino había forma
alguna de que se hubiera enamorado de un gordo colorado que la vivía
rechazando. Al principio iba todo bien, él mostraba interés, pero cuando ella
quiso dar un paso más en la relación, le dijo rotundamente que no. Lo peor es que
el pibe no se fue, quiso seguir saliendo y ella obviamente no pudo decirle que
no. Yo no entendía nada. Todo hubiera sido más razonable si Maru hubiera dejado
de ser virgen, pero no. Por lo tanto, todo era bastante confuso. Finalmente, la
relación con el gordo yeta terminó al quinto mes, pero como Mariela es muy
cabeza dura, el día que apareció de nuevo, cuando volvimos del viaje de
egresados, volvió a sus brazos como si nada hubiera pasado. Yo me enteré de que
estaba saliendo de nuevo con él tres meses después. Como todos lo odiábamos, no
le había dicho absolutamente a nadie que lo estaba viendo de nuevo. Si me lo
contó fue porque no pudo más con su genio y necesitó decirme cuán enojada
estaba porque el gordo le había dicho que quería ser su primera vez, pero cada
vez que estaba a punto de hacerlo pasaba algo: o llegaba alguien de sorpresa a
la casa, o no tenía forros, o el perro se descomponía. Estaba furiosa.
Igualmente yo creo que lo que más bronca le daba no era seguir virgen, sino que
el pibe seguía sin querer tener algo serio con ella. Yo para esa época ya había
cortado con Agustina así que pude enforcarme cien por ciento en convencerla de
que dejara a ese gordo yeta, pero no hubo caso. El caprichito le duró unos
cuantos meses y así y todo no pasó nada. Creo que si no hubiera estado tan
pendiente de ese pibe se hubiera desvirgado muchísimo antes. Por suerte se
terminó cansando y de un día para el otro la historia se terminó para siempre.
Bah, casi, porque unos años después cuando el gordo, que ya no era más gordo,
le escribió para preguntarle si ya había resuelto el asunto, se encontraron y
concretaron lo que tanto les había costado. Hoy en día está casado y tiene dos
hijas. Trabaja en un banco. Nunca pudo llegar a jugar profesionalmente
al fútbol porque se rompió el tobillo. Y aunque Mariela me diga mil veces que
no, yo sé que ese gordo es yeta. Después de haber estado con él tuvo siete años
de mala suerte y cada vez que se lo cruzó en esos años y ella estaba en pareja,
cortaba a la semana.
El Gordo Sindicalista
Cuando el gordo sindicalista cayó como una bomba de
estruendo, yo estaba cursando mi último año de abogacía y Mariela se había
recibido Contadora hacía ya tres años. Lo conoció en el
gimnasio, en una clase de baile. Un gordo bailarín. Nunca me había
hablado de él. De hecho, por ese tiempo andaba muy confundida con otro pibe,
por eso me llamó la atención el día que vino toda eufórica a contarme que casi
se lo voltió en el vestuario. “¿De dónde salió este pibe, Maru?, ¿No querías
estar con Máximo?”, le pregunté extrañado. “No sé cómo pasó, lo veía siempre en
las clases, charlábamos, pero nada. Y el otro día estábamos al lado de los
vestuarios hablando de cualquier cosa y de repente hubo una fuerte atracción,
nos besamos y terminamos on fire”, me contestó. La cuestión que lo que
empezó como un simple arranque de calentura, terminó en una aventura bastante
arriesgada. No llegué a conocerlo más que por fotos y supe poco de él porque lo
mantenía bastante oculto. Sin embargo, con la información que le pude extraer
pude saber cuatro cosas fundamentales: se llamaba Gabriel, era anestesista, se sabía las leyes laborales de pe a pa y no tenía
absolutamente nada en común con mi amiga. A este gordo, la verdad que no puedo
criticarlo mucho, porque como dije antes, Mariela lo único que me contaba era sobre
sus travesías sexuales. Sin embargo, lo nombré como el gordo sindicalista
porque cuando se cansaba de escuchar nombrar por enésima vez los derechos de
los trabajadores venía a quejarse conmigo. “¿Sabés a donde se puede meter a
Perón?”, me decía indignada. Igualmente, se la notaba animada. Como con el otro
pibe no iba ni para atrás ni para adelante decidió enfocarse más en él, aunque
lo siguió manteniendo en las tinieblas. Se ve que la clandestinidad le generaba
adrenalina. El tema vino cuando el gordo casi la deja embarazada. Ahí la
adrenalina se transformó en crisis extrema. Nunca la vi tan nerviosa. Tuvo que
ir varias veces a la clínica de la alergia que le había agarrado. “¿Y por qué
no te cuidaste, estúpida?”, la retaba yo. “Obvio que me cuidé, imbécil, pero
este infeliz se puso mal el forro y se le salió. Decime como le voy a explicar
a mi familia que estoy embarazada de una persona que ni siquiera saben de su
existencia”, me gritaba desesperada. Gracias a Dios el gordo además de ser
sindicalista y peroncho era poco efectivo. A las dos semanas Mariela le estaba
agradeciendo a todos los dioses de todas las religiones por no haber concebido.
No hace falta decir que esa relación terminó en ese mismo momento.
“Basta de gordos”, le dije después de esas semanas
fatales. “Te lo prometo”, me dijo, pero yo sabía que iba a volver a salir con
el primer gordo que viera. Así que la hice fácil. Engordé unos kilitos. Hay debilidades que no se pueden evitar. La de
ella eran los gordos y la mía, ella.
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