miércoles, 25 de julio de 2018

Los Ángeles de Negro


El 23 de mayo iba a ser un gran día. En el colegio, me iban a enseñar a escribir palabras con “m”, la letra de mi nombre. Además, era el cumpleaños de Rodrigo y nos había dicho que su mamá iba a preparar una torta para comer en el aula. Digo “iba” porque nada de eso sucedió, o mejor dicho sí, pero yo no pude estar presente. Aquel martes, mi mamá me despertó como cualquier otro día, pero cuando abrí los ojos vi que ella tenía lágrimas en los suyos. Me abrazó fuerte y mientras me acariciaba la cabeza me dijo que ese día no iba a ir a la escuela. Antes de que pudiera decir algo, me explicó que mi tío Alfredo había tenido un accidente y había fallecido. Una vez me hablaron de la muerte. Me dijeron que era cuando el cuerpo ya no podía moverse porque el alma se había ido al cielo con Dios. También me contaron que, a todos, tarde o temprano, nos pasaba. Que era parte de la vida. Y que, si bien nos íbamos a poner tristes porque ya no íbamos a ver más a la persona fallecida, teníamos que pensar en todas las cosas lindas que habíamos vivido con ella y que si se murió era porque ya había cumplido la misión que tenía en la Tierra.

Luego de vestirme con ropa oscura, mi mamá me subió al auto y me abrochó el cinturón de seguridad. Las primeras cuadras las hicimos en completo silencio. Quise preguntar a dónde estábamos yendo, pero no me animé. Mientras manejaba, mi papá le acarició la cabeza a mi mamá y le hizo acordar cuando estaban de novios, había ido por primera vez a su casa, y mi tío lo recibió vestido de sultán para espantarlo. Mi mamá empezó a reírse y contó otra anécdota en la que mi tío también era el protagonista, y así fueron alternándose con distintas historias. Sin embargo, de un momento a otro, la risa se transformó en llanto. “Cómo lo voy a extrañar”, dijo mi mamá. “¿Qué voy a hacer sin mi hermano?" Mi papá le agarró la mano, le dijo que él también lo iba a extrañar y el auto volvió a enmudecer.  Mientras estacionábamos, me surgió una duda tan fuerte que hizo que me animara a romper ese incómodo silencio, “¿Cómo va a subir al cielo, el tío?, pregunté. Mi papá esbozó una pequeña sonrisa y me contestó que los ángeles lo iban a acompañar.

Cuando bajamos del auto, nos dirigimos hacia una casa blanca con una gran puerta verde. Allí nos encontramos con mis abuelos, mi tía y primos. Todos se abrazaron y se pusieron a llorar. De repente, la puerta se abrió y un hombre gordo con camisa blanca nos hizo pasar. Caminamos por un pasillo bastante ancho e ingresamos a una habitación con sillones y una mesa de mármol que estaba en un rincón. Todo se veía viejo y en el ambiente había un olor extraño que no me gustaba para nada. Mi abuela se me acercó y me pidió que me fuera a sentar un ratito. Yo le obedecí. Entonces, vi que todos los grandes pasaban a otro cuarto, y luego de unos minutos salían con pequeños espasmos y los ojos completamente humedecidos. De a poco iban llegando más personas, algunos eran familiares lejanos y a otros nunca los había visto. Entraban despacio, saludaban tímidamente a los que se encontraban cerca y cuando veían a mis abuelos y a mi mamá les daban un abrazo fuerte y, sujetándole las manos, les decían que lo sentían mucho y que no podían creer lo que había sucedido. Luego, se dirigían a ese cuarto que los hacía llorar y salían al rato para ponerse a charlar, esta vez más animadamente. Yo permanecí siempre sentado en el sillón como me había indicado mi abuela y miraba todo. Esa sala oscura y anticuada de vez en cuando se iluminaba con risas que se apagaban rápidamente. De repente tuve la necesidad de ir al baño, así que decidí desobedecer y abandonar mi puesto de observación. Empecé a buscar a mi papá para que me acompañara, pero como no lo encontré, me asomé al misterioso cuarto.  Cuando vi lo que había allí adentro me quedé helado. En el medio de la gente había un cajón de madera oscuro y en las paredes colgaban grandes coronas de flores. Yo sabía que era un ataúd. Lo había visto en la televisión, en una película que miraban mis primos mayores y, por ende, me podía imaginar que en el interior se encontraba mi tío. Se me estremeció todo el cuerpo y no pude evitar salir corriendo. Mi papá que justo me había visto fue detrás de mí. Me abrazó y me dijo que no tendría que haber entrado. “¿Por qué el tío está metido ahí?”, le pregunté entonces. “Como no lo vamos a ver más, lo estamos despidiendo y, mientras tanto, él espera que los ángeles vengan a buscar su alma para llevársela al cielo y descansar en paz.”, me contestó. Y fue en ese mismo instante en el que aparecieron cuatro hombres vestidos con trajes oscuros y anteojos negros. Les pidieron a todos que se retiraran del cuarto ya que era hora de irse. Así fue como dos de ellos ingresaron y cerraron las puertas, mientras los otros dos se quedaron parados firmes asegurándose de que nadie pasara. Luego de unos minutos, las puertas se abrieron nuevamente y los cuatro hombres cargaron el cajón, ¡eran los ángeles! Lo trasladaron hacia un auto negro y largo y todos lo seguimos en los nuestros. Viajamos un rato y llegamos al cementerio. Era un gran parque con el pasto más verde que había visto en mi vida y había muchas flores distribuidas por todo el lugar. Entramos a una pequeña capilla donde un sacerdote habló de la vida y la muerte y nos hizo rezar. Finalizada la misa, llevaron a mi tío hasta un rincón del jardín que tenía un hueco en la tierra. Cuando terminamos de recitar una última oración, el cajón empezó a descender lentamente. En ese momento, todos comenzaron a llorar mientras arrojaban flores. A lo lejos pude ver como los ángeles se retiraban caminando despacio y en el medio de ellos se colaba una luz. Ahora sí mi tío iba a descansar en paz.