El 23 de mayo iba a ser un gran día. En el colegio,
me iban a enseñar a escribir palabras con “m”, la letra de mi nombre. Además,
era el cumpleaños de Rodrigo y nos había dicho que su mamá iba a preparar una
torta para comer en el aula. Digo “iba” porque nada de eso sucedió, o mejor
dicho sí, pero yo no pude estar presente. Aquel martes, mi mamá me despertó
como cualquier otro día, pero cuando abrí los ojos vi que ella tenía lágrimas
en los suyos. Me abrazó fuerte y mientras me acariciaba la cabeza me dijo que
ese día no iba a ir a la escuela. Antes de que pudiera decir algo, me explicó
que mi tío Alfredo había tenido un accidente y había fallecido. Una vez me
hablaron de la muerte. Me dijeron que era cuando el cuerpo ya no podía moverse
porque el alma se había ido al cielo con Dios. También me contaron que, a
todos, tarde o temprano, nos pasaba. Que era parte de la vida. Y que, si bien
nos íbamos a poner tristes porque ya no íbamos a ver más a la persona fallecida,
teníamos que pensar en todas las cosas lindas que habíamos vivido con ella y
que si se murió era porque ya había cumplido la misión que tenía en la Tierra.
Luego de vestirme con ropa oscura, mi mamá me subió
al auto y me abrochó el cinturón de seguridad. Las primeras cuadras las hicimos
en completo silencio. Quise preguntar a dónde estábamos yendo, pero no me
animé. Mientras manejaba, mi papá le acarició la cabeza a mi mamá y le hizo
acordar cuando estaban de novios, había ido por primera vez a su casa, y mi tío
lo recibió vestido de sultán para espantarlo. Mi mamá empezó a reírse y contó
otra anécdota en la que mi tío también era el protagonista, y así fueron
alternándose con distintas historias. Sin embargo, de un momento a otro, la
risa se transformó en llanto. “Cómo lo voy a extrañar”, dijo mi mamá. “¿Qué voy
a hacer sin mi hermano?" Mi papá le agarró la mano, le dijo que
él también lo iba a extrañar y el auto volvió a enmudecer. Mientras estacionábamos, me surgió una duda tan
fuerte que hizo que me animara a romper ese incómodo silencio, “¿Cómo va a
subir al cielo, el tío?, pregunté. Mi papá esbozó una pequeña sonrisa y me
contestó que los ángeles lo iban a acompañar.
Cuando bajamos del auto, nos dirigimos hacia una casa
blanca con una gran puerta verde. Allí nos encontramos con mis abuelos, mi tía y
primos. Todos se abrazaron y se pusieron a llorar. De repente, la puerta se
abrió y un hombre gordo con camisa blanca nos hizo pasar. Caminamos por un pasillo
bastante ancho e ingresamos a una habitación con sillones y una mesa de mármol
que estaba en un rincón. Todo se veía viejo y en el ambiente había un olor
extraño que no me gustaba para nada. Mi abuela se me acercó y me pidió que me fuera a sentar un ratito. Yo le obedecí. Entonces, vi que todos los grandes pasaban
a otro cuarto, y luego de unos minutos salían con pequeños espasmos y los ojos
completamente humedecidos. De a poco iban llegando más personas, algunos eran
familiares lejanos y a otros nunca los había visto. Entraban despacio, saludaban
tímidamente a los que se encontraban cerca y cuando veían a mis abuelos y a mi
mamá les daban un abrazo fuerte y, sujetándole las manos, les decían que lo
sentían mucho y que no podían creer lo que había sucedido. Luego, se dirigían a
ese cuarto que los hacía llorar y salían al rato para ponerse a charlar, esta
vez más animadamente. Yo permanecí siempre sentado en el sillón como me había
indicado mi abuela y miraba todo. Esa sala oscura y anticuada de vez en cuando
se iluminaba con risas que se apagaban rápidamente. De repente tuve la
necesidad de ir al baño, así que decidí desobedecer y abandonar mi puesto de
observación. Empecé a buscar a mi papá para que me acompañara, pero como no lo
encontré, me asomé al misterioso cuarto. Cuando vi lo que había allí adentro me quedé
helado. En el medio de la gente había un cajón de madera oscuro y en las
paredes colgaban grandes coronas de flores. Yo sabía que era un ataúd. Lo había
visto en la televisión, en una película que miraban mis primos mayores y, por
ende, me podía imaginar que en el interior se encontraba mi tío. Se me
estremeció todo el cuerpo y no pude evitar salir corriendo. Mi papá que justo
me había visto fue detrás de mí. Me abrazó y me dijo que no tendría que haber
entrado. “¿Por qué el tío está metido ahí?”, le pregunté entonces. “Como no lo
vamos a ver más, lo estamos despidiendo y, mientras tanto, él espera que los
ángeles vengan a buscar su alma para llevársela al cielo y descansar en paz.”,
me contestó. Y fue en ese mismo instante en el que aparecieron cuatro hombres
vestidos con trajes oscuros y anteojos negros. Les pidieron a todos que se
retiraran del cuarto ya que era hora de irse. Así fue como dos de ellos
ingresaron y cerraron las puertas, mientras los otros dos se quedaron parados
firmes asegurándose de que nadie pasara. Luego de unos minutos, las puertas se
abrieron nuevamente y los cuatro hombres cargaron el cajón, ¡eran los ángeles! Lo
trasladaron hacia un auto negro y largo y todos lo seguimos en los nuestros. Viajamos
un rato y llegamos al cementerio. Era un gran parque con el pasto más verde que
había visto en mi vida y había muchas flores distribuidas por todo el lugar.
Entramos a una pequeña capilla donde un sacerdote habló de la vida y la muerte
y nos hizo rezar. Finalizada la misa, llevaron a mi tío hasta un rincón del jardín
que tenía un hueco en la tierra. Cuando terminamos de recitar una última
oración, el cajón empezó a descender lentamente. En ese momento, todos
comenzaron a llorar mientras arrojaban flores. A lo lejos pude ver como los
ángeles se retiraban caminando despacio y en el medio de ellos se colaba una
luz. Ahora sí mi tío iba a descansar en paz.
Me encantó. Cuánta ternura despierta la inocencia!
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