martes, 13 de septiembre de 2022

La rebelión de los chelos

 Un día Alfredo, un jubilado de 77 años, viajaba en el tren Mitre. Adelante tenía a dos chicos de unos veinte años que conversaban muy animados sobre la cita que había tenido uno de ellos la noche anterior. En un momento, el que contaba la historia dijo: “Y terminamos en el telo, pero fue malísimo”. Cuando dijo eso, Alfredo abrió los dos ojos como huevos y puso su mejor cara de indignación. No podía creerlo. Estuvo a punto de decirle que era un insolente, pero se contuvo. Se bajó en la estación Florida y caminó las cuatro cuadras que había hasta su casa. Abrió la puerta de un portazo y su mujer, Noemí, que estaba sentada en el living escuchando la radio, le preguntó qué había pasado. “No tengo tiempo de contarte, tengo que llamar a los muchachos”. “¿Dónde está mi libreta?”, le preguntó. Como ya conocía a su marido hacía más de cincuenta años, simplemente le contestó y siguió tejiendo para su primer bisnieto. Cuando terminó de hacer las llamadas correspondientes, Alfredo le pidió a su mujer que preparara unas pizzas porque a la noche iban a recibir a sus excompañeros de la filarmónica de Buenos Aires, orquesta en la que trabajó toda su vida tocando el chelo. 

A la noche, luego de comer y tomar, los músicos se fueron al garage donde solían ponerse a tocar como en los viejos tiempos. Sin embargo, esta vez no tocaron ninguna pieza. Alfredo habló en voz baja, pero firme: “Tenemos que hacer algo grande, pero vamos a tener que buscar refuerzos porque con nosotros solos no basta. Necesitamos chelos, muchos chelos”. Desde ese momento hasta que se fueron, empezaron a cranear lo que iba a suceder el 18 de noviembre. Se habían propuesto tardar quince días en convocar a todos los músicos y un mes para ensayar. Si bien la mayoría hacía años que no tocaba más allá de las cuatro paredes de su casa, la chispa no se había apagado. Era solo una cuestión de aceitar los engranajes. Los que podían se juntaban martes y viernes en la casa de Alfredo y el resto se unía a través de zoom. Ya todos los nietos les habían explicado a sus abuelos cómo usarlo así que la distancia no era un impedimento. A veces los viernes se quedaban hasta las tres de la mañana. Igual la música la cortaban antes porque no querían que los vecinos se quejaran. Después simplemente se quedaban charlando, tomando unas cervezas y hablando de sus momentos de gloria. La verdad que algunos no entendían bien por qué Alfredo se había empeñado tanto en querer hacer lo que iban a hacer, pero la pasaban tan bien practicando que no les importaba. Cuando faltaba una semana para el gran día, Jorge, uno de los violinistas, consiguió que les prestaran el Colón para ensayar todos juntos. A medida que llegaban al teatro, iban pasando de a grupitos por la puerta de atrás. Con cada paso que daban hacia el interior del lugar, el pecho se les inflaba un poco más. Si bien habían tocado miles de veces ahí, cada vez que entraban era como si fuera la primera vez. Se acomodaron en sus lugares y afinaron sus instrumentos. A más de uno se le cayó una lágrima cuando imaginaron todas esas sillas vacías llenas, como cada vez que hacían un concierto. Hugo, el director de la orquesta se puso en posición y dio la señal para empezar. Comenzaron los violines, luego se sumaron chelos y continuaron los otros instrumentos. Alfredo cerró sus ojos y sonrió de satisfacción por lo que estaba viviendo y por lo que sabía que estaba por venir. Cuando terminó el ensayo, todos aplaudieron y sonreían como si no lo hubieran hecho en años. Para celebrar, decidieron ir a comer al Palacio de la pizza, como en los viejos tiempos. Cuando llegaron, saludaron al pizzero que conocían de hacía años y de a uno encararon para el fondo. La gente que estaba comiendo no podía creer el desfile de chelos que estaba presenciando. Luego de varias pizzas y un infaltable brindis, cada uno partió para su casa a descansar. 


El 15 de noviembre Alfredo salió de la cama de un salto. Casi que no pudo desayunar de la emoción y ansiedad que tenía. Se bañó, se lavó los dientes, se perfumó y se puso su traje aunque todavía faltaba más de una hora para salir de su casa. Luego sacó el chelo del estuche y se puso a afinar las cuerdas. Su esposa lo miraba de lejos y no podía creer cómo amaba ese hombre después de tantos años. Hasta sintió un poco de cosquillas en la panza cuando él la descubrió espiándolo, le sonrió y le tiró un beso. A las diez de la mañana, su hijo los pasó a buscar, cargaron el chelo como pudieron y se fueron para Plaza de Mayo. De a poco comenzaron a llegar todos los músicos y la gente se empezó a acumular para ver qué era lo que iba a suceder. Muchos de los que estaban ahí jamás habían visto semejante cantidad de instrumentos en su vida. Lo que más llamaba la atención era la cantidad de chelos. Algunos se preguntaban cómo era que una persona de repente se levanta y quiere aprender a tocar ese instrumento gigantesco. Cuando comenzaron a llegar los móviles de los noticieros, los músicos terminaron de acomodarse y el director, luego de hacer una reverencia hacia el público, dio la instrucción para empezar. Tocaron un tema tras otro durante media hora. Fue algo simplemente magnífico. Solo bastaba con cerrar un segundo los ojos para que la piel se pusiera como la de una gallina. La ovación del público duró media hora más. Fue realmente un espectáculo increíble, que se transmitió casi como una cadena nacional y cuyo recuerdo quedó por años. Para los músicos también fue un momento único. Volver a tocar en público hizo llorar a más de uno. Pero el más emocionado de todos fue Alfredo, que cuando le preguntaron por qué había organizado semejante espectáculo gratuito, contestó que hacía un mes y medio atrás iba en el tren Mitre y escuchó decir a un chico de unos veinte años que había escuchado tocar un chelo, pero que había sido malísimo.