Tourette apareció en mi vida cuando tenía ocho, pero recién me dijo su nombre dieciocho años después. Yo intuía que me acompañaba, pero no sabía quién era. Tourette es (digo es porque hoy en día sigue a mi lado) un ser invisible que va conmigo a todos lados y tiene un control remoto que maneja todo mi cuerpo. Al comienzo solo presionaba el botón de los ojos y, cada vez que lo hacía, me producía una molestia tal que me obligaba a pestañar rápido y fuerte. Más adelante comenzó a presionar otro que me hacía hacer un pequeño sonido gutural, que para los distraídos podía ser imperceptible, pero para mí sonaba hasta el Himalaya. El tema empezó cuando mis amigas comenzaron a preguntar “¿Por qué pestañás tan fuerte?” y yo no tenía una respuesta para darles.
Cuando llegué al secundario Tourette empezó a tocar otros botones: uno de ellos era el del cuello que me producía un dolor como si fuera una contractura y me hacía moverlo cada dos por tres y otro reproducía, sin parar, una voz en mi interior que, cada vez que veía un cajón o una puerta abierta, me decía: “cerrala”. A veces era tan insistente que tenía que dejar lo que estaba haciendo para ir a cerrar aquella puerta o cajón que estaba abierto. Por suerte cuando fui más grande, entre mis amigos y conocidos nunca nadie hizo más que un comentario al pasar sobre mis tics, pero en mi casa se la pasaban diciéndome que dejara de hacer así con los ojos o que no moviera tanto el cuello. Es por eso que cada vez que Tourette tocaba algún botón, trataba de disimular de alguna manera mis movimientos, aunque sabía que era en vano.
Cuando ingresé a la facultad, parecía que Tourette ya tenía el acceso completo a todos los botones del control remoto y no dejó ninguno sin tocar. Me hacía contraer la rodilla y la panza y me hacía mover el hombro y las muñecas. Además, otra voz me hacía acomodar y alinear todos los objetos. Encima, para colmo, percibía mis sentimientos. Entonces cuando me sentía nerviosa, estresada o triste, él también lo sentía y, para descargarse, empezaba a presionar todos los botones a la vez con mucha fuerza y me hacía mover tanto que hasta me causaba dolor. Si por esa época hubiera sabido que era él el que me hacía todo eso, me hubiera enfurecido y tirado ese control remoto por los aires. Igualmente, en esos años, me enteré de que había muchos Tourette dando vueltas que hacían que la gente insultara sin parar. Y que encima, si se te acercaban, no se iban nunca más. “Pobre gente”, pensaba yo, que no sabía que uno de esos tantos Tourette estaba al lado mío hacía años.
Cuando comencé a trabajar la cosa empeoró, primero porque “el señor” ya tenía una coordinación perfecta de los botones del control remoto, por lo que podía armar coreografías con todos mis tics. Y después, porque detectaba cuando me dejaba atragantado algo que quería decir y de la bronca, presionaba el botón de los dientes haciéndome morder tan fuerte que me dejaba doliendo la mandíbula. También empezaba a manejarme delante de las personas y me hacía morir de vergüenza. Año tras año la cosa empeoraba y yo, que pensaba que era todo emocional, decidí ir a la Psicóloga para que me dijera como sacarme los tics “si bien pueden tener una cuota emocional, no creo que sea eso. Andá a un neurólogo”, me dijo. Así que eso fue lo que hice. Cuando llegué, solo bastaron unos pocos minutos para que me presentara a Tourette. “Él es Tourette, el que te estuvo acompañando todos estos años y el que te va a acompañar por el resto de tu vida”, me dijo. También me contó que su control remoto tenía un montón de botones más, pero que nunca se usaban todos, que cada Tourette elegía qué botones usar según la persona. Agradecí que el mío no tocara los de los insultos ni los de los ruidos raros. No obstante, en ese momento no supe cómo reaccionar. Lo único que podía pensar que ese ser iba a estar al lado mío para siempre y para siempre es demasiado tiempo. El doctor me dio unas pastillas. Me dijo que si las tomaba, Tourette iba a estar más tranquilo y no iba a estar presionando los botones todo el tiempo. Cuando terminó la consulta, me fui a mi casa repasando toda la información que me acababa de dar. Me quería morir. No lo podía ni lo quería creer. Me angustié y me enojé mucho. Le empecé a gritar a Tourette y a decirle que lo odiaba. Que se fuera, pero me contestó presionando tímidamente los botones del hombro y la rodilla, los que siempre tocaba cuando me sentía nerviosa. Se ve que él tampoco quería estar donde estaba, pero no le quedaba otra. Esa semana fui a la psicóloga y le presenté a mi no deseado compañero. También le hablé de mis sentimientos hacia él, pero ella me dijo que no tenía que estar angustiada, sino al contrario, porque ahora sabía quién era y podía controlarlo yo a él. Tenía razón. Desde ese momento y desde que empecé a tomar las pastillas, tengo una mejor relación con Tourette. Si bien es él el que controla la mayoría de las veces, yo ya tengo un poco de manejo sobre mi cuerpo y lo mejor es que ahora, cada vez que alguien me pregunta si tengo hipo o me duele el cuello, ya no balbuceo una respuesta o cambio de tema, sino que les presento a Tourette y me alegro cuando me dicen “No me di cuenta de que tenías tantos tics”.
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