domingo, 20 de marzo de 2022

PCR I

 El viaje a Costa Rica fue hermoso, pero también muy accidentado (se los cuento por si no leyeron ninguno de los relatos anteriores). Tanto a la ida como durante la estadía pasaron cosas y obviamente como dice la ley de Murphy: “si algo sale mal, puede salir peor”. Es por eso que la vuelta a casa también se vio afectada por imprevistos. Resulta que por el bendito Coronavirus, Argentina exigía la presentación de un PCR negativo para ingresar al país. Este debía hacerse como máximo 72 horas antes del vuelo. Por un error de cálculos, nosotros lo hicimos unas 96 horas antes. Lo peor de todo es que durante esos cuatro días, me di cuenta de lo que había pasado, pero en vez de accionar y hacerme otro, solo repetía sin cesar que no nos iban a dejar volar. Obviamente, Martín, despreocupado como siempre, no se hacía ningún problema al respecto e inventaba excusas por si le llegaban a decir algo. Finalmente, después de estar algunos días en una playa increíble, nos trasladamos hacia San José, la capital, ya que ahí se encontraba el aeropuerto. Llegamos un viernes al mediodía. Martín viajaba ese mismo día a la noche y yo recién al otro día a la mañana. Es por eso que reservamos una noche de hotel. Como cuando llegamos, la habitación que habíamos pagado no estaba disponible, nos dieron una suite increíble. Era gigante y la cama era de otro mundo. Sin embargo, estaba tan nerviosa por lo que podía llegar a suceder en el aeropuerto que no pude disfrutar de ninguna de todas esas comodidades. Mientras que esperábamos la hora en la que Martín debía partir para el aeropuerto, paseamos un rato por la ciudad y a la noche fuimos a un restaurante argentino que se encontraba frente al hotel. Nos sentamos en una mesa en el fondo del lugar y lo primero que nos pusieron fue la panera. ¡Cómo extrañaba comer pan! No entiendo por qué en otras partes del mundo se lo niegan a sus comensales. Yo me pedí un pastel de papas y Martín una milanesa ya que teníamos muchas ganas de volver a comer comida argentina. Sin embargo, cuando llegaron los platos, nos decepcionaron un poco. Tanto la milanesa como el pastel de papas estaban un tanto extranjerizados. Igualmente estaba muy rico todo, sobre todo después de pasar quince días comiendo “casaditos”. Cuando terminamos, volvimos al hotel ya que Martín debía terminar de preparar sus cosas. Para ese entonces yo era una bolita de nervios. Cuando llegó la hora, la combi que lo pasaba a buscar para llevarlo al aeropuerto, arribó al hotel. Bajamos juntos y nos despedimos. Le dije que me avisara si lo habían dejado pasar o no. Volví para la habitación gigantesca y traté de dormir. Imposible. No pude pegar un ojo hasta que me dijo “pasé”. Igualmente también me dijo que lo dejaron pasar porque justo le tocó una chica copada en el check in. Adelanté la hora del despertador un poco más. Necesitaba estar con la mayor anticipación posible para tener tiempo en el caso de que no me dejaran pasar. La noche fue terrible. Casi que no pegué un ojo y me levanté toda transpirada de los nervios. Aunque me había bañado antes de acostarme, volví a hacerlo. Terminé de guardar las pocas cosas que me quedaban y revisé absolutamente toda la habitación para asegurarme de que no me olvidaba nada. Luego bajé hacia el hall principal. El conserje me ayudó a bajar la valija por la escalera. Anuncié que me iba y me senté a esperar la combi que me llevaría al aeropuerto. Me dijeron que tenía café si quería tomar mientras esperaba y también algo para comer. Ja. Si como con los nervios que tenía hubiera podido comer algo. Llegó el chofer. Era un hombre gordo y simpático. Me preguntó cómo había estado el viaje. Le conté un poco y también que Martín me había propuesto matrimonio. Ese fue su pie para hablarme de sus hijas. En esa charla me enteré que en Costa Rica la gente no convive antes de casarse y que es prácticamente un pecado no contraer matrimonio si salís con alguien. Cuando llegamos al aeropuerto, me despedí y entré a buscar donde estaban los mostradores de Avianca. Los encontré y vi que ya había un poco de fila, por lo que me puse detrás del último. Si o si necesitaba ser una de las primeras que atendieran por si tenía que resolver el tema del PCR. Delante mío había una pareja con un perro con el que me puse a jugar. Eran dos brasileños, pero que hablaban perfectamente castellano. Cuando se hizo la hora de empezar el check in, aparecieron los empleados de la aerolínea y empezaron a llamar. Los primeros fueron rápido, pero justo hubo un par que tuvieron problemas e hicieron que se retrasara todo. Tenía ganas de matarlos a todos. No les puedo explicar lo nerviosa que estaba. Finalmente me tocó mi turno. La chica que me atendió me pidió el pasaporte y todos los papeles. Miró todos en detalle y cuando llegó al PCR, se me vino la noche encima. “Este PCR está vencido”, me dijo en tono serio. “¿Cómo que está vencido?”, pregunté haciéndome la sorprendida y agregué “Si me lo hice el miércoles” (mentira, me lo había hecho el martes). “Si, pero hoy es sábado”, me respondió y empezó a contar con los dedos todos los días que habían pasado desde la fecha que aparecía en el papel. Me daban ganas de decirle: “Basta de contar, ya sé que está revencido”, pero en cambio le pregunté si no podía pasar igual. “Claro que no”, me respondió y me dijo que en el aeropuerto hacían test rápidos, que salían 240 dólares, pero que no me podía asegurar que el resultado estuviera antes de que partiera el vuelo. También me dijo que mi pasaje tenía posibilidad de cambio, así que si lo perdía, solo tenía que pagar la diferencia por el pasaje nuevo, pero no uno entero y que toda esa gestión se hacía de forma online. Caos y desesperación. De ninguna manera podía perder ese vuelo. No solo porque no quería pagar más sino porque si el trámite se hacía de forma online no me iba a ir nunca más de Costa Rica. Imagínense que para cambiar mi pasaje afectado por la pandemia estuve un mes comunicándome con la aerolínea todos los santos días. No, no y no. Yo no iba a perder ese vuelo. Le pregunté dónde era qué hacían los PCR. Mientras me hablaba mi mente estaba a mil, de manera que solo entendí que tenía que caminar hacia el final del aeropuerto, que iba a ver un cartel verde en forma de círculo y algo de un micro. Entonces, lo que mi mente entendió era que el PCR te lo hacían en un micro que era una especie de laboratorio ambulante. Muy coherente todo. Salí prácticamente corriendo hacia el exterior del aeropuerto, con mi valija a la que nunca le había podido arreglar la manija que me habían trabado a la ida. Me iba tropezando con ella, tratando de no perder el abrigo que llevaba en la mano y cargando la mochila de mano que pesaba ochenta mil kilos.



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