domingo, 13 de febrero de 2022

La Escala II

 Cansada, muy cansada subí las escaleras eléctricas y me acerqué a la famosa puerta donde los viajeros se despiden de sus familiares y amigos. No había nadie y yo no tenía a nadie de quién despedirme porque Martín se había ido y mi papá se había ido del aeropuerto hacía horas. Saludé al policía que estaba ahí y encaré para donde te hacen pasar por el detector. Solo había una chica con su perrita y los policías que estaban hablando sobre una salida. A la chica la detuvieron porque llevaba una tijera en la mochila. Yo pasé como si nada. Después me fui para migraciones (¿o fue al revés?). Era increíble no ver ni a una sola persona. Ahí escuché el mejor sonido del mundo, el del sellito en el pasaporte. “Buen viaje”, me dijo el que estaba ahí y me fui para el freeshop a descargar un poco de estrés mirando perfumes y chocolates que no me iba a comprar. Todavía faltaba un tiempo para subir al avión. Era como si el tiempo no pasara nunca. Me senté en un lugar, después me cambié, después fui al baño, me senté en otro lugar, hasta que por fin nos llamaron. Antes de subir al avión nos pidieron una vez más todos los papeles y nos advirtieron que solo se podía embarcar con determinados barbijos. Como tenía de sobra, le regalé uno al chico que estaba adelante en la fila y que tenía uno de los no permitidos. Caminé por el pasillo del placer, ese que te lleva hasta las vacaciones, a una experiencia única o a ver a esa persona que tanto querés. Saludé a las azafatas, busqué mi asiento del lado del pasillo, (porque una persona con piernas largas como yo necesita pasillo para no sentirse ahogada) y esperé al despegue. Después de eso no me acuerdo mucho. Creo que nos dieron algo de comer, pero prácticamente dormí las cinco horas que había de viaje hasta la escala. Aterrizamos a eso de las ocho de la mañana. Bajamos y ahí empezó todo. Me dirigí hacia migraciones ya que, como debía permanecer en el país, tenía que registrar mi visita. Mientras hacía la fila sentí nervios otra vez. Cuando pasé al mostrador me preguntaron el motivo de mi viaje y respondí que estaba de tránsito. Me pidieron el pasaje de Colombia a Costa Rica, que no tenía. Nerviosa, le expliqué que tenía habilitado el check in recién al otro día, pero la verdad que no me dieron mucha bola. Me sellaron el pasaporte y me dejaron ir. Busqué mi valija y me dispuse a buscar la oficina de Avianca hasta que vi a un hombre con la campera de la DIAN que es como si fuera la AFIP de Colombia. Ahí me acordé que antes de salir había que pasar por el escáner otra vez. Caminé hacia ese lugar, llena de tics porque el estrés suele aumentar mi Tourette. Cuando pasé por la puerta, el de la DIAN que había visto de lejos me frenó. Me preguntó si tenía algún tipo de tic y me contesté que tenía Tourette. Hizo un gesto con la boca como de lástima y me dijo que pensó que me estaba peleando con alguien por teléfono porque me había visto desde la otra punta moverme mucho. Me reí y le dije que solo eran tics. Me preguntó cuanta plata traía y cuando le dije la cifra se rió y me dejó pasar. Faltaba que me dijera “pasá, pobre”. El escáner dio todo bien así que cuando finalmente fui libre, me dispuse a buscar la oficina de Avianca. Le pregunté a uno que trabajaba en el aeropuerto. Me dijo que estaba en el segundo piso, pero cuando subí al ascensor resulta que había solo uno. ¿Por qué le decían segundo piso al primero? Ya arriba volví a preguntar. Está por allá, me señaló uno. ¿Dónde es allá? Hice una vista panorámica y vi unos mostradores de Avianca. Me acerqué hasta ahí. A todo esto me habían trabado la manija de la valija, por lo que maniobrar con ella era una verdadera pesadilla. Me acerqué y le pregunté a uno de Avianca adónde debía ir. Me mandó para un lado y de ese lado me mandaron para el otro. ¿Nadie podía compadecerse de mí acaso y darme una solución rápida? Finalmente llegué hasta la persona que me dio los vouchers del hotel y la comida. También me dijo que fuera hasta el estacionamiento donde encontraría una camioneta del hotel que me llevaría gratis hasta ahí. Bajé cansada, llena de tics, con dolor de espalda, harta del barbijo y con ganas de tirarme en una cama de una buena vez. Fui hasta el punto donde me dijeron que esperara. Pasaron cinco minutos y nada, quince minutos y nada. Ya se había empezado a acumular gente con la que me puse a hablar. Todos nos quejábamos. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer después de la desastrosa experiencia que nos había brindado la aerolínea? Después me quedé charlando con Ana, una señora de Villa Ballester que había ido a visitar a su hermano. Me contó que un año ella viajaba para Costa Rica y otro él viajaba para Argentina, pero que con la pandemia hacía dos años que no se veían. También me contó que tenía la valija llena de dulce de leche y que no había podido llevar las tapas de empanadas por la imprevista escala de treinta horas. Entre charla y charla ya había pasado una hora de espera y algunos del grupo empezaron a tomarse taxis porque no querían esperar más. En eso se nos acerca un muchacho y nos pregunta si queríamos compartir un taxi hasta el hotel, que él lo iba a pagar. Con tal de no esperar más, le dijimos que si y nos subimos a uno de los tantos autos amarillos. Fueron tan solo diez minutos de viaje. Hubiéramos llegado caminando con todo lo que esperamos.



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