Eran las
seis de la mañana cuando me tomé el autobús para Varadero. Apenas salía el Sol
pero las calles estaban bastantes concurridas.
Cuando
pasamos por la plaza de la Revolución me despedí de la figura del Che, no solo
porque no sabía cuándo la volvería a ver, sino porque considero que cuando algo se termina, temporal o
definitivamente, hay que anunciarlo para
que la mente lo entienda.
Doblamos y
tomamos por el Malecón. Ahora sí se podía ver que estaba ingresando el frente
frío porque las olas habían crecido y se movían violentamente como los
recuerdos en mi cabeza.
Es cierto
que no me estaba muriendo pero cuando
uno pasa por un lugar donde vivió
momentos tan importantes es imposible no pensar en todo lo ocurrido. En esa
calle,mi papá me enseñó a andar en bicicleta, di mi primer beso, probé mi
primera cerveza. A esa calle iba cada vez que necesitaba pensar y ahí tomé la
decisión de irme.
Mientras
avanzábamos en el camino, se podía ver la transición del agitado paisaje urbano
de La Habana a la tranquilidad de los diferentes pueblos.
Creo que no
paré de pensar en todo el viaje. Si bien no estaba arrepentido de mi decisión, dudaba del trabajo que había tomado. Me estaba yendo a trabajar
de mozo a un hotel All Inclusive. Claramente el problema no era ser mozo y
hasta podría decir que tampoco lo era el
all inclusive. Si bien es un choque de mundos y, para los cubanos, una realidad totalmente diferente, ya estamos
acostumbrados al abismo que hay entre los lugares hechos para los turistas y
aquellos donde vivimos nosotros. El problema sin duda era en lo que se
transformaban las personas dentro de esa burbuja.
El autobús frenó
de golpe interrumpiendo mis pensamientos. Ya habíamos llegado a destino.
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