Mientras tanto, el
novio de Lucila no podía más de la preocupación. Debía haber llegado hacía más
de cuarenta minutos. La llamó varias veces a su celular, pero no contestaba.
También llamó a su familia y amigos. Nadie sabía nada de ella. Dio aviso a la
policía. “Tenés que esperar veinticuatro horas para hacer la denuncia”, le
dijeron ¡veinticuatro horas! No podía esperar tanto. Agarró su campera y salió
a buscarla él mismo, aunque no pudiera caminar. Cuando abrió la puerta se
encontró con los padres de Lucila. En sus ojos se podía ver su tristeza y
desesperación. Sin dudarlo, lo acompañaron. Hicieron desde la casa, el camino inverso
que tendría que haber hecho ella desde la estación. Cuando llegaron a la
plaza, se separaron y comenzaron a gritar su nombre. Los vecinos salieron de
sus casas por los ruidos y, cuando se pusieron al tanto de lo que estaba
ocurriendo, decidieron sumarse a la búsqueda. No pasó mucho tiempo hasta que el
papá de pudo distinguir que había algo entre unos arbustos, pero lo que
nunca se imaginó fue que hallaría el cuerpo sin vida de su hija. La escena que
siguió fue desgarradoramente indescriptible, al igual que el dolor de todos. La
policía no tardó en llegar y los distintos medios periodísticos fueron
arribando de a poco. La noticia salió en absolutamente todos los canales y las teorías
sobre lo que había ocurrido fueron infinitas. Cuando comprobó que nadie del
círculo cercano podría ser sospechoso, la investigación volvió al punto de
inicio. En el lugar no había ninguna cámara y nadie había visto ni escuchado nada.
Era como si el asesinato lo hubiera cometido un fantasma. El caso siguió en la
agenda periodística algunas semanas más y hubo varias marchas para reclamar
justicia, pero ante la falta de pistas, el expediente fue a parar a un cajón y
otro crimen más quedó sin resolver. Otro final indignante, triste y evitable.
Un final que no se merecía ni ella ni nadie, un final que, gracias a pequeñas
circunstancias de la vida, nunca sucedió, porque el crimen nunca se cometió.
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