domingo, 22 de diciembre de 2019

Domani no, hoy II


Doce y veinte hiperpuntual zarpó el barco. Nos sentamos al aire libre y una brisa suave y hermosa nos golpeó la cara, alivianando un poco el hambre que ya había empezado a aparecer. ¡Qué cosa linda es navegar! Cuando nos acercamos al puerto, entre el aire portuario, los turistas comprando en los puestitos de la feria y el maravilloso paisaje de fondo, fue como meterse en una película de esas románticas. Nos acercamos a un lugar desde donde salía un mini-micro que te llevaba hasta la punta más alta de la isla. Subimos e iniciamos el camino entre calles angostas en las que de un lado se veía la pared de la montaña y del otro el precipicio, pero también una panorámica inigualable. Allá arriba la vista era más hermosa todavía. Se podía ver todas las casas entre el terreno montañoso y la vegetación y un poco más allá el mar celeste que se mezclaba con el cielo. Recorrimos un poco. Todo era o cuesta abajo o cuesta arriba. Ninguna casa se encontraba en un terreno llano. Sin duda un lugar no apto para borrachos. A diferencia de otras partes de Italia, en Capri había mucho silencio, lo que lo hacía más lindo. Podríamos habernos quedado horas observando el paisaje, pero a mi hermana se le ocurrió ir hasta el otro lado de la isla. “No vamos a llegar con el tiempo”, le dijo mi mamá, pero ella insistió y la terminó convenciendo ya que haciendo cálculos y teniendo en cuenta la puntualidad europea, no había chance de perder el ferry de vuelta. Entonces nos subimos a otro mini-micro y comenzamos a descender nuevamente, pero esta vez para otra dirección. Cuando bajamos del micrito no pudimos decir otra cosa que no sea “wow”. De ese lado de la isla estaban las famosas piedras de Capri. Era como estar viendo una postal. Nos acercamos a un pequeño muelle que había allí y algunas personas se tiraron al agua. Nosotros simplemente sumergimos los pies. ¡Qué mágico es el mar! Con solo tocarlo apenitas sentís como toda la energía de tu cuerpo se renueva. De repente el Sol comenzó a bajar y el cielo empezó a teñirse de rosa. Sin duda era un momento para congelar para siempre. No me acuerdo quien fue, pero alguno de los cuatro miró el reloj y dio el aviso de que ya debíamos volver a la parada a esperar el micro que salía a las 18 hs. Fuimos los primeros en llegar así que aprovechamos para sentarnos en un banco que había allí. Los minutos pasaban y comenzó a formarse una fila. Se hicieron las seis de la tarde, pero el micrito no apareció. Mi mamá se empezó a poner nerviosa. Pasaron cinco minutos más y nada. Otros cinco y nada. Si no venía en los próximos segundos no íbamos a llegar a tomar el ferry de vuelta. Los gritos de mi mamá a mi hermana ya habían empezado a resonar hacía quince minutos. ¿Justo en ese momento los europeos tenían que romper su tradicional puntualidad? Finalmente, el bus llegó seis y veinte. Teníamos cinco minutos de viaje hasta la cima de la montaña y otros cinco para bajar. Solo un milagro nos podía hacer llegar.



domingo, 15 de diciembre de 2019

Domani no, Hoy I


Cuando llega el momento en que en la familia ya son todos mayores de edad, los viajes familiares se disfrutan de otra manera. Por un lado, porque dejan de ser una obligatoriedad y por otro porque los miembros dejan de tener jerarquía y se vuelven compañeros de aventuras.

En el 2012 fuimos con mis hermanos y mi mamá a celebrar sus cincuenta años a Europa. Primero recorrimos Madrid y Barcelona y después fuimos en tren hasta París unos días. De ahí otro tren hasta Venecia, pasamos por Florencia y finalmente llegamos a nuestro último destino: Roma.
Entre los cuatro días de estadía que tuvimos en esa ciudad, tocó el Día de la Madre, por lo que con mis hermanos decidimos regalarle a la nuestra un día en la Isla de Capri.

Llegamos temprano a la estación de tren y nos fijamos en las máquinas expendedoras de boletos (que para esa época para alguien del tercer mundo era algo revolucionario) cuánto nos costaba viajar hasta allá. Teníamos varias opciones, pero elegimos la más barata, total allá todos los trenes eran de lujo. Me encantaría contarles acerca del tren y del trayecto, pero la verdad que justo de ese no me acuerdo de nada. Luego de dos horas llegamos primero a Nápoles, parada obligatoria para ir hasta la isla. La estación era grande y la panorámica había cambiado. Se notaba una gran diferencia entre el norte y el sur y cuando salimos a la calle, esa diferencia se intensificó aún más. La ropa de la gente ya no era la misma, el ruido ambiental había aumentado considerablemente y Constitución se había vuelto un poroto al lado de esas calles llenas de cúmulos de basura, algunas con ratas coronando la pila. Comenzamos a caminar por las mugrientas callecitas y nos fuimos encontrando con caripelas que daban bastante miedo. Agarramos fuerte las mochilas, aunque creo que fue más un reflejo argentino que otra cosa. Había muchas motos y cuando digo muchas hablo de muchas en verdad. Porque no es normal que haya treinta motos juntas trasladándose a la vez. Fuimos hasta el puerto para sacar el pasaje hasta Capri. El trayecto duraba cuarenta minutos y salía doce y veinte del mediodía. El último ferri de vuelta era a las seis y media de la tarde. Como teníamos un poco de tiempo antes de que saliera el barco fuimos hasta la Iglesia de San Genaro que quedaba cerca. Ahí mi hermano, que estudió Turismo y nos hizo de guía todo el viaje, nos contó que la sangre de San Genaro se guarda en una ampolla desde hace más de quinientos años y suele licuarse tres veces por año. Las veces que no se licuó ocurrieron catástrofes como La Segunda Guerra Mundial, terremotos o la erupción del Vesubio, que dejó a Pompeya debajo de cenizas. Después de nuestra lección cultural volvimos para el puerto. En el camino pasamos por varios restaurants donde la gente estaba comiendo unas pizzas que tenían una pinta bárbara, no como las que habíamos probado en otras ciudades: finitas como un papel e individuales. Ni a los talones les llegaba a las del Palacio de la Pizza o Banchero. También encontramos una boca de subte. No nos animamos a bajar.



lunes, 2 de diciembre de 2019

You Look Like Red Riding Hood - El Final


Una vez liberada mi vejiga pude fijarme bien en mi mapa cómo llegar a Little Italy, que ya para ese momento parecía la tierra prometida. Retomé mi camino, esta vez pudiendo disfrutarlo un poco más. Finalmente, luego de unas cuadras llegué al bendito barrio, bah, mejor dicho, llegué a las dos cuadras conformadas por muchos restaurantes italianos y muchos locales de regalos donde podías encontrar muchos recuerditos a un precio bajísimo. No compré nada, pero me prometí que iba a volver a comerme unos tallarines con bolognesa. Di la vuelta manzana para chusmear China Town. Dos cuadras de mal olor y muchos chinos desagradables. Ahí seguro no iba a volver. Miré el cielo y se había despejado bastante. El reloj marcaba casi las siete y el One World Obervatory me llamaba a gritos. Era mi oportunidad de ver el atardecer desde allá arriba. Miré mi mapa de nuevo. Estaba lejos como para ir caminando así que me fui para el subte que había visto que estaba por ahí cerca. En el submundo del metro me conecté a wifi y chequeé la línea que debía tomar. Sin duda lo que más amé de mi viaje fue la facilidad con la que uno se podía mover por la ciudad. Nada era un problema. Si estabas en la punta del Central Park y querías ir a tomarte el barco a Staten Island, te tomabas un subte y en treinta minutos estabas ahí. Si estabas en Times Square y te daban ganas de ir hasta la Grand Central, pero no tenías ganas de caminar, subte. Si querías conocer Brooklyn, subte. No importaba a dónde querías ir, siempre había un subte que te dejaba cerca y en poco tiempo. En fin, cuando llegué hasta la última estación, bajé y me dirigí rápido hasta el edificio porque tenía miedo de perderme el atardecer. Fui para una puerta, pero el de seguridad me dijo que tenía que dar la vuelta. Mientras buscaba la entrada, miré la inmensidad del edificio. ¿Cómo podían haber hecho algo tan impresionante? Finalmente encontré la puerta de acceso y cuando entré me recibió una larga fila. Me agarró una ansiedad terrible ¡No podía perderme el atardecer! Por suerte la cola avanzaba rápido. Cuando llegué a la boletería le mostré mi celular a la chica que estaba ahí. Antes de viajar había sacado la Sightseeing Pass. Supuestamente cuantas más atracciones comprabas, más te ahorrabas. No sé cuánto de verdad tenía eso, pero yo me la compré igual porque pensé que si me llegaban a robar todo por lo menos ya tenía cinco atracciones pagas desde Buenos Aires.  Después de escanear mi código QR me fui para la fila para pasar por escáner las cosas. Parecía un aeropuerto. Era increíble la seguridad que había por todos lados. Luego de comprobar que no era una terrorista fui a la cola del ascensor y cuando subí comenzó la magia. En el minuto que tardó en subir 104 pisos, cinco pantallas que vestían el cubículo me mostraron como fue evolucionando la ciudad. Cuando llegué al último piso, otra pantalla gigante exponía una panorámica de la ciudad. La chica que nos recibió dijo algo en inglés que no entendí y a los dos segundos la pantalla se levantó y dejó al descubierto la verdadera imagen de Nueva York desde las alturas.  Todos dijeron “wow” al unísono. La vista era algo realmente indescriptible. Después de sacar unas fotos, la chica que había hablado antes nos hizo pasar a otro salón. Ahí otra chica se puso a explicar algo, pero yo no quería perderme el atardecer por lo que, cuando comprobé que nadie me miraba, me escurrí y me fui para el mirador principal. “Wow, wow y más wow”. No alcanzaban las palabras para describir semejante belleza. Desde allá arriba se podía ver absolutamente todo: la Estatua de la Libertad, el Puente de Brooklyn, el Empire State y hasta Time Square. Simplemente maravilloso. Después de sacar fotos muy malas desde todos los ángulos, me senté a esperar el atardecer que todavía no había llegado. Pasó media hora más y nada, otra media hora y nada. Terminé esperando dos horas hasta que finalmente se hizo de noche, pero valió la pena. Si ver la ciudad de día desde allá arriba te dejaba sin palabras, no se pueden imaginar lo que fue ver el atardecer y todo iluminado luego. Cuando todo se oscureció, me quedé quince minutos más y decidí bajar. En ese interín me agarró miedo. No se me había pasado por la cabeza que estaba en el edificio más alto de Manhattan, el que reemplazaba las Torres Gemelas que habían tirado abajo en 2001. ¿Qué pasaba si a alguien justo en ese momento se le ocurría hacer un atentado cuando yo estaba ahí arriba? Claramente me iba a morir, pero de solo pensarlo me dio un escalofrío.





Cuando bajé ya era totalmente de noche. Caminé hasta los piletones donde antes estaban las torres y me puse a leer los nombres de los fallecidos. Otro escalofrío. Me fui a sentar a uno de los tantos bancos que había por ahí y disfruté del silencio que había. Esa es otra de las cosas lindas de viajar solo: podés tener silencio cuando vos quieras. Si fuera fumadora, ese hubiera sido el momento ideal para prender un cigarrillo, pero como no lo soy, simplemente me quedé ahí y me dejé abrazar por la calma. Después de un buen rato mi panza empezó a sonar y me di cuenta de que lo último que había comido era la sopa del mediodía. No sé por qué, pero a lo largo del viaje mi apetito se redujo prácticamente al cien por ciento. Quizás era por el cansancio o por la euforia de querer conocer todo, pero la verdad es que no sentía ganas de comer. Igualmente, en aquel momento decidí que iba a cenar algo así que me dirigí hasta Oculus, la nueva estación de subte. Otra vez “Wow”. Qué habilidad tienen los yanquis de construir cosas tan maravillosas y gigantes. Ahí abajo habían construido una pequeña ciudad: Shopping, patio de comidas, juegos y todas las líneas de metro. Como ya era tarde estaba todo cerrado, así que me fui directo a buscar la línea 2 que era la que me llevaba a Time Square, el lugar que más me fascinó y por el que pasaba todas las noches, aunque fuera un ratito. Tardé en encontrar la estación. El lugar era verdaderamente muy grande, pero finalmente llegué. Cuando subí al vagón, me desplomé en el asiento. ¡Qué cansada estaba! ¡Había caminado una barbaridad! Aproveché el tiempo que el subte estuvo estacionado para romper mi burbuja y chequear mis redes sociales y contestar mis Whatsapp. Aparentemente en Buenos Aires se había cortado masivamente la luz. La verdad me importó muy poco. El metro arrancó, de vuelta a la burbuja. Después de unos cuantos minutos llegué a mi destino y salí al mundo exterior. Caminé un par de cuadras hasta las famosas escalinatas. Busqué una pizzería que había visto el día anterior. Nunca apareció. Me acerqué a un foodtrack que tenía un cartel gigante que decía “Empanadas Argentinas”. Miré los sabores y me llamó la atención que había uno que decía “Argentina”. ¿Qué clase de sabor era Argentina? Se lo pregunté al chico que atendía. “Empanadas argentinas”, me contestó. Le volví a preguntar qué sabor era ese, ”¿Carne”? Volvió a contestarme algo que no era la respuesta que yo quería. No me entendió, yo no le entendí así que terminé pidiendo dos de jamón y queso y solo una de carne, porque andá a saber qué tipo de carne era esa. También me pedí una latita de cerveza. Después de tanto caminar necesitaba hundir mi organismo en una Corona. Cuando me dio todo lo que pedí, puse la plata en mis manos y se las extendí para que él eligiera el billete y la moneda que quisiera. Me fui a sentar a las escalinatas. Volví a observar todo a mi alrededor. No podía creer que estaba ahí, sola y muy feliz con mis tres empanadas de jamón y queso (porque el chico se había equivocado) y mi birrita en Time Square.