Doce y veinte hiperpuntual zarpó el barco. Nos
sentamos al aire libre y una brisa suave y hermosa nos golpeó la cara,
alivianando un poco el hambre que ya había empezado a aparecer. ¡Qué cosa linda
es navegar! Cuando nos acercamos al puerto, entre el aire portuario, los
turistas comprando en los puestitos de la feria y el maravilloso paisaje de
fondo, fue como meterse en una película de esas románticas. Nos acercamos a un
lugar desde donde salía un mini-micro que te llevaba hasta la punta más alta de
la isla. Subimos e iniciamos el camino entre calles angostas en las que de un
lado se veía la pared de la montaña y del otro el precipicio, pero también una
panorámica inigualable. Allá arriba la vista era más hermosa todavía. Se podía
ver todas las casas entre el terreno montañoso y la vegetación y un poco más
allá el mar celeste que se mezclaba con el cielo. Recorrimos un poco. Todo era
o cuesta abajo o cuesta arriba. Ninguna casa se encontraba en un terreno llano.
Sin duda un lugar no apto para borrachos. A diferencia de otras partes de
Italia, en Capri había mucho silencio, lo que lo hacía más lindo. Podríamos
habernos quedado horas observando el paisaje, pero a mi hermana se le ocurrió ir
hasta el otro lado de la isla. “No vamos a llegar con el tiempo”, le dijo mi
mamá, pero ella insistió y la terminó convenciendo ya que haciendo cálculos y
teniendo en cuenta la puntualidad europea, no había chance de perder el ferry
de vuelta. Entonces nos subimos a otro mini-micro y comenzamos a descender
nuevamente, pero esta vez para otra dirección. Cuando bajamos del micrito no
pudimos decir otra cosa que no sea “wow”. De ese lado de la isla estaban las
famosas piedras de Capri. Era como estar viendo una postal. Nos acercamos a un
pequeño muelle que había allí y algunas personas se tiraron al agua. Nosotros
simplemente sumergimos los pies. ¡Qué mágico es el mar! Con solo tocarlo
apenitas sentís como toda la energía de tu cuerpo se renueva. De repente el Sol
comenzó a bajar y el cielo empezó a teñirse de rosa. Sin duda era un momento
para congelar para siempre. No me acuerdo quien fue, pero alguno de los cuatro
miró el reloj y dio el aviso de que ya debíamos volver a la parada a esperar el
micro que salía a las 18 hs. Fuimos los primeros en llegar así que aprovechamos
para sentarnos en un banco que había allí. Los minutos pasaban y comenzó a
formarse una fila. Se hicieron las seis de la tarde, pero el micrito no apareció.
Mi mamá se empezó a poner nerviosa. Pasaron cinco minutos más y nada. Otros
cinco y nada. Si no venía en los próximos segundos no íbamos a llegar a tomar
el ferry de vuelta. Los gritos de mi mamá a mi hermana ya habían empezado a resonar
hacía quince minutos. ¿Justo en ese momento los europeos tenían que romper su
tradicional puntualidad? Finalmente, el bus llegó seis y veinte. Teníamos cinco
minutos de viaje hasta la cima de la montaña y otros cinco para bajar. Solo un
milagro nos podía hacer llegar.
domingo, 22 de diciembre de 2019
domingo, 15 de diciembre de 2019
Domani no, Hoy I
Cuando llega el momento en que en la familia ya son
todos mayores de edad, los viajes familiares se disfrutan de otra manera. Por
un lado, porque dejan de ser una obligatoriedad y por otro porque los miembros
dejan de tener jerarquía y se vuelven compañeros de aventuras.
En el 2012 fuimos con mis hermanos y mi mamá a
celebrar sus cincuenta años a Europa. Primero recorrimos Madrid y Barcelona y
después fuimos en tren hasta París unos días. De ahí otro tren hasta Venecia,
pasamos por Florencia y finalmente llegamos a nuestro último destino: Roma.
Entre los cuatro días de estadía que tuvimos en esa
ciudad, tocó el Día de la Madre, por lo que con mis hermanos decidimos
regalarle a la nuestra un día en la Isla de Capri.
Llegamos temprano a la estación de tren y nos fijamos
en las máquinas expendedoras de boletos (que para esa época para alguien del
tercer mundo era algo revolucionario) cuánto nos costaba viajar hasta allá. Teníamos
varias opciones, pero elegimos la más barata, total allá todos los trenes eran de
lujo. Me encantaría contarles acerca del tren y del trayecto, pero la verdad
que justo de ese no me acuerdo de nada. Luego de dos horas llegamos primero a
Nápoles, parada obligatoria para ir hasta la isla. La estación era grande y la
panorámica había cambiado. Se notaba una gran diferencia entre el norte y el
sur y cuando salimos a la calle, esa diferencia se intensificó aún más. La ropa
de la gente ya no era la misma, el ruido ambiental había aumentado
considerablemente y Constitución se había vuelto un poroto al lado de esas
calles llenas de cúmulos de basura, algunas con ratas coronando la pila.
Comenzamos a caminar por las mugrientas callecitas y nos fuimos encontrando con
caripelas que daban bastante miedo. Agarramos fuerte las mochilas, aunque creo
que fue más un reflejo argentino que otra cosa. Había muchas motos y cuando
digo muchas hablo de muchas en verdad. Porque no es normal que haya treinta
motos juntas trasladándose a la vez. Fuimos hasta el puerto para sacar el
pasaje hasta Capri. El trayecto duraba cuarenta minutos y salía doce y veinte
del mediodía. El último ferri de vuelta era a las seis y media de la tarde.
Como teníamos un poco de tiempo antes de que saliera el barco fuimos hasta la
Iglesia de San Genaro que quedaba cerca. Ahí mi hermano, que estudió Turismo y
nos hizo de guía todo el viaje, nos contó que la sangre de San Genaro se guarda
en una ampolla desde hace más de quinientos años y suele licuarse tres veces
por año. Las veces que no se licuó ocurrieron catástrofes como La Segunda
Guerra Mundial, terremotos o la erupción del Vesubio, que dejó a Pompeya debajo
de cenizas. Después de nuestra lección cultural volvimos para el puerto. En el
camino pasamos por varios restaurants donde la gente estaba comiendo unas
pizzas que tenían una pinta bárbara, no como las que habíamos probado en otras
ciudades: finitas como un papel e individuales. Ni a los talones les llegaba a
las del Palacio de la Pizza o Banchero. También encontramos una boca de subte.
No nos animamos a bajar.
lunes, 2 de diciembre de 2019
You Look Like Red Riding Hood - El Final
Una vez liberada mi vejiga pude fijarme bien en mi
mapa cómo llegar a Little Italy, que ya para ese momento parecía la tierra
prometida. Retomé mi camino, esta vez pudiendo disfrutarlo un poco más. Finalmente,
luego de unas cuadras llegué al bendito barrio, bah, mejor dicho, llegué a las
dos cuadras conformadas por muchos restaurantes italianos y muchos locales de
regalos donde podías encontrar muchos recuerditos a un precio bajísimo. No
compré nada, pero me prometí que iba a volver a comerme unos tallarines con
bolognesa. Di la vuelta manzana para chusmear China Town. Dos cuadras de mal
olor y muchos chinos desagradables. Ahí seguro no iba a volver. Miré el cielo y
se había despejado bastante. El reloj marcaba casi las siete y el One World
Obervatory me llamaba a gritos. Era mi oportunidad de ver el atardecer desde
allá arriba. Miré mi mapa de nuevo. Estaba lejos como para ir caminando así que
me fui para el subte que había visto que estaba por ahí cerca. En el submundo
del metro me conecté a wifi y chequeé la línea que debía tomar. Sin duda lo que
más amé de mi viaje fue la facilidad con la que uno se podía mover por la
ciudad. Nada era un problema. Si estabas en la punta del Central Park y querías
ir a tomarte el barco a Staten Island, te tomabas un subte y en treinta minutos
estabas ahí. Si estabas en Times Square y te daban ganas de ir hasta la Grand
Central, pero no tenías ganas de caminar, subte. Si querías conocer Brooklyn,
subte. No importaba a dónde querías ir, siempre había un subte que te dejaba
cerca y en poco tiempo. En fin, cuando llegué hasta la última estación, bajé y
me dirigí rápido hasta el edificio porque tenía miedo de perderme el atardecer.
Fui para una puerta, pero el de seguridad me dijo que tenía que dar la vuelta.
Mientras buscaba la entrada, miré la inmensidad del edificio. ¿Cómo podían
haber hecho algo tan impresionante? Finalmente encontré la puerta de acceso y
cuando entré me recibió una larga fila. Me agarró una ansiedad terrible ¡No
podía perderme el atardecer! Por suerte la cola avanzaba rápido. Cuando llegué
a la boletería le mostré mi celular a la chica que estaba ahí. Antes de viajar
había sacado la Sightseeing Pass. Supuestamente cuantas más atracciones
comprabas, más te ahorrabas. No sé cuánto de verdad tenía eso, pero yo me la
compré igual porque pensé que si me llegaban a robar todo por lo menos ya tenía
cinco atracciones pagas desde Buenos Aires. Después de escanear mi código QR me fui para
la fila para pasar por escáner las cosas. Parecía un aeropuerto. Era increíble
la seguridad que había por todos lados. Luego de comprobar que no era una
terrorista fui a la cola del ascensor y cuando subí comenzó la magia. En el
minuto que tardó en subir 104 pisos, cinco pantallas que vestían el cubículo me
mostraron como fue evolucionando la ciudad. Cuando llegué al último piso, otra
pantalla gigante exponía una panorámica de la ciudad. La chica que nos recibió
dijo algo en inglés que no entendí y a los dos segundos la pantalla se levantó y
dejó al descubierto la verdadera imagen de Nueva York desde las alturas. Todos dijeron “wow” al unísono. La vista era
algo realmente indescriptible. Después de sacar unas fotos, la chica que había
hablado antes nos hizo pasar a otro salón. Ahí otra chica se puso a explicar
algo, pero yo no quería perderme el atardecer por lo que, cuando comprobé que nadie
me miraba, me escurrí y me fui para el mirador principal. “Wow, wow y más wow”.
No alcanzaban las palabras para describir semejante belleza. Desde allá arriba
se podía ver absolutamente todo: la Estatua de la Libertad, el Puente de
Brooklyn, el Empire State y hasta Time Square. Simplemente maravilloso. Después
de sacar fotos muy malas desde todos los ángulos, me senté a esperar el
atardecer que todavía no había llegado. Pasó media hora más y nada, otra media
hora y nada. Terminé esperando dos horas hasta que finalmente se hizo de noche,
pero valió la pena. Si ver la ciudad de día desde allá arriba te dejaba sin
palabras, no se pueden imaginar lo que fue ver el atardecer y todo iluminado
luego. Cuando todo se oscureció, me quedé quince minutos más y decidí bajar. En
ese interín me agarró miedo. No se me había pasado por la cabeza que estaba en
el edificio más alto de Manhattan, el que reemplazaba las Torres Gemelas que
habían tirado abajo en 2001. ¿Qué pasaba si a alguien justo en ese momento se
le ocurría hacer un atentado cuando yo estaba ahí arriba? Claramente me iba a
morir, pero de solo pensarlo me dio un escalofrío.
Cuando bajé ya era totalmente de noche. Caminé hasta
los piletones donde antes estaban las torres y me puse a leer los nombres de
los fallecidos. Otro escalofrío. Me fui a sentar a uno de los tantos bancos que
había por ahí y disfruté del silencio que había. Esa es otra de las cosas
lindas de viajar solo: podés tener silencio cuando vos quieras. Si fuera
fumadora, ese hubiera sido el momento ideal para prender un cigarrillo, pero
como no lo soy, simplemente me quedé ahí y me dejé abrazar por la calma.
Después de un buen rato mi panza empezó a sonar y me di cuenta de que lo último
que había comido era la sopa del mediodía. No sé por qué, pero a lo largo del
viaje mi apetito se redujo prácticamente al cien por ciento. Quizás era por el
cansancio o por la euforia de querer conocer todo, pero la verdad es que no
sentía ganas de comer. Igualmente, en aquel momento decidí que iba a cenar algo
así que me dirigí hasta Oculus, la nueva estación de subte. Otra vez “Wow”. Qué
habilidad tienen los yanquis de construir cosas tan maravillosas y gigantes.
Ahí abajo habían construido una pequeña ciudad: Shopping, patio de comidas, juegos
y todas las líneas de metro. Como ya era tarde estaba todo cerrado, así que me
fui directo a buscar la línea 2 que era la que me llevaba a Time Square, el
lugar que más me fascinó y por el que pasaba todas las noches, aunque fuera un
ratito. Tardé en encontrar la estación. El lugar era verdaderamente muy grande,
pero finalmente llegué. Cuando subí al vagón, me desplomé en el asiento. ¡Qué
cansada estaba! ¡Había caminado una barbaridad! Aproveché el tiempo que el
subte estuvo estacionado para romper mi burbuja y chequear mis redes sociales y
contestar mis Whatsapp. Aparentemente en Buenos Aires se había cortado
masivamente la luz. La verdad me importó muy poco. El metro arrancó, de vuelta
a la burbuja. Después de unos cuantos minutos llegué a mi destino y salí al
mundo exterior. Caminé un par de cuadras hasta las famosas escalinatas. Busqué
una pizzería que había visto el día anterior. Nunca apareció. Me acerqué a un foodtrack
que tenía un cartel gigante que decía “Empanadas Argentinas”. Miré los
sabores y me llamó la atención que había uno que decía “Argentina”. ¿Qué clase
de sabor era Argentina? Se lo pregunté al chico que atendía. “Empanadas
argentinas”, me contestó. Le volví a preguntar qué sabor era ese, ”¿Carne”?
Volvió a contestarme algo que no era la respuesta que yo quería. No me
entendió, yo no le entendí así que terminé pidiendo dos de jamón y queso y solo
una de carne, porque andá a saber qué tipo de carne era esa. También me pedí
una latita de cerveza. Después de tanto caminar necesitaba hundir mi organismo
en una Corona. Cuando me dio todo lo que pedí, puse la plata en mis manos y se
las extendí para que él eligiera el billete y la moneda que quisiera. Me fui a
sentar a las escalinatas. Volví a observar todo a mi alrededor. No podía creer
que estaba ahí, sola y muy feliz con mis tres empanadas de jamón y queso
(porque el chico se había equivocado) y mi birrita en Time Square.
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