Finalmente, después de mucho practicar, en noviembre llegó el gran día: la coreo de fin de año. Para celebrar lo bien que había salido, cuando terminó el show, hicimos una fiesta de disfraces. La pasamos tan, pero tan bien que decidimos repetirla dos semanas después, pero solo que sin disfrazarnos. Esa noche corrió mucho alcohol y la lujuria calentó hasta a las paredes. A eso de las seis de la mañana, todos empezaron a irse, pero con Silvana seguimos la fiesta un par de horas más. Cuando el sol ya estaba brillando bien fuerte Enel cielo y nos habíamos tomado hasta el agua de los jarrones, decidimos irnos. Cómo pudimos nos subimos al auto. Me costó encajar la llave en la ranura y ni hablar del cinturón de seguridad. El auto arrancó y empezamos a andar. La calle me zigzageaba y por eso el camino que había hecho tantas veces me resultó extraño. "¿Dónde tengo que doblar?", le pregunté a Silvana. "En la próxima a la izquierda”, me respondió y yo en mi estado no pude más que hacerle caso. El problema fue cuando doblé y en vez de encontrarme con Avenida Perón, me encontré con Libertador y nosotras de contramano. No llegamos a andar una cuadra cuando vimos las luces del patrullero. Me arrimé a un costado. Un policía se acercó al auto y me hizo bajar la ventana. “¿No se dio cuenta de que está de contramano, señorita?”, me dijo con tono muy serio. “Si, me di cuenta. Es que no soy de acá y doblé mal”, le contesté haciéndome la Carmelita Descalza y tratando de que no se sintiera todo el olor a alcohol que emanaba hasta por los poros. “Registro, DNI y papeles del auto”, me ordenó. Cuando le di todo me pidió que lo esperara y se fue. En ese momento me di cuenta de lo cansada que estaba, los ojos se me empezaron a cerrar y cuando la vi a Silvana que ya los tenía cerrados y estaba cabeceando, me acerqué de a poquito y me apoyé en su hombro. No sé cuánto habremos dormido, pero sí que nos despertamos por los golpes en la ventana de la policía. “Se va a tener que hacer un test de alcoholemia, señorita”, me dijo con tono firme. “Busco el alcoholímetro y vuelvo”, siguió. Abrí los ojos como dos huevos y empecé a desesperarme. “¡Silvana, estoy con el auto del trabajo, me lo llegan a sacar y me echan!, le grité. “Pará, tranquilizate. Comete un par de pastillas de menta y tomate esta botella de agua, algo te tiene que bajar”, me dijo tratando de tranquilizarme en vano. Mientras lo veía al policía acercándose nuevamente, sentía un fuego que me iba quemando viva. No podía permitir que me sacaran el auto. Pensé en bajarme y salir corriendo, pero si hacía eso iba a tener dos problemas, me iban a terminar metiendo presa por tratar de huir de la ley y lo peor de todo, me iban a sacar el auto. Así que no. Salir corriendo no era una opción. Mientras pensaba qué hacer, Silvana me hablaba, pero no la escuchaba. Dentro de mi cabeza, mis neuronas trataban de hacer el match perfecto para encontrar la salida ideal. Por algún motivo, pensé que ese match había llegado cuando mi cerebro dispuso ante mí la imagen del Glade del auto. Como el policía ya estaba a un metro, no lo dudé. Lo saqué de su empaque y me lo tragué sin siquiera masticarlo. “¡Estás loca, Cecilia! ¿Cómo vas a hacer eso? ¿No te das cuenta de que es tóxico?” “Esto me va a bajar el alcohol en sangre, quedate tranquila, yo sé lo que te digo”, le contesté. Vi que abrió la boca para gritarme algo más, pero justo llegó el oficial. “Ponga la boca en el pico y sople hasta que yo le diga”, ordenó y eso hice, o traté de hacer porque claramente comerme el perfume del auto no iba a hacer que la alcoholemia no me diera 1.75. “Señorita, usted en estas condiciones no puede manejar. Le voy a tener que confiscar el registro y el auto”. Intenté objetarle y rogarle que no lo hiciera, pero estaba tan borracha que ni eso pude hacer.
Cuando las lágrimas me empezaron a caer, Silvana me puso la mano en el brazo, me dijo que me quedara tranquila, pero sobre todo que me resignara, que ya me habían sacado el auto y por el momento no podían hacer nada al respecto. Bajamos y nos quedamos paradas sobre la vereda en el medio de Libertador “¿Ahora qué hacemos?”, me preguntó Silvana. “¿Y si llamamos a Lucas?”, le dije yo como si fuera una buena idea llamar uno de los chicos del grupo, que vivía lejos de ahí, a las nueve de la mañana para que nos fuera a buscar. Pero como a Silvana tampoco le pareció una idea descabellada lo llamamos. Sonó tres veces y atendió una voz toda dormida. Le contamos la situación y se empezó a reír, pero nos dijo que el padre se tenía que llevar el auto, así que no podía rescatarnos. Seguramente era mentira y solo quería seguir durmiendo, pero elegimos creerle. “Vamos a tomarnos el bondi, Ceci”, me dijo Silvana y empezamos a caminar buscando una parada. Sin embargo, en ese momento los tóxicos del perfume del auto comenzaron a hacer efecto y empecé a vomitar sin parar. “Olvidate, hasta Saavedra no llego ni de casualidad”, le dije de repente. “Ya sé que podemos hacer. Vayamos a lo de la profe y te quedás ahí a dormir. Cuando te sientas mejor, te volvés para tu casa”, me sugirió Silvana. En el estado en el que estaba no solo me pareció una idea brillante, sino también mi única alternativa. Me acompañó hasta la casa y tocamos el timbre. La profe salió con cara de dormida y se sorprendió cuando nos vio, pero después de que le contamos la historia estuvo tentada durante media hora. Finalmente, Silvana se fue para su casa y yo me quedé ahí pensando que en un par de horas me iba a recuperar. Terminé dos días enteros en esa casa porque la descompostura no me paraba. Pensé que me moría, pero afortunadamente cuando ya estaba completamente seca por dentro, los vómitos y la diarrea frenaron. Fue como ver salir el Sol después de una semana de lluvia.
Igualmente la pesadilla no terminó ahí,
todavía me quedaba tratar de recuperar el auto. Gracias a Dios tenía un contacto,
así que fue fácil sacarlo, pero eso sí, tuve que dejar la mitad de mi sueldo
más o menos para hacerlo. Con el registro no hubo nada que hacer. Seis meses
manejando indocumentada estuve porque no cabía posibilidad de que en mi trabajo
se enteraran lo sucedido, por lo tanto tuve que hacer como si no hubiera pasado
nada y vivir con el corazón en la boca todo ese tiempo. Y si piensan que ahora
sí terminó esta historia, pues no mi cielos. Si hay algo que me caracteriza es
que mi vida es una gran hipérbole. Entonces, como no podía ser de otro modo
para una persona que no aprende ante el primer golpe, el día anterior a
recuperar mi registro me fui de fiesta y me emborraché. Porque el que tropieza
con una piedra, tranquilamente puede tropezar dos veces. Resulta que volvía de
Villa Adelina y me encuentro con control policial. Le rogué a todos los santos
que no me pararan, pero como se dieron cuenta, no tengo esa suerte. Así que me
frenaron y me pidieron los documentos del auto. Como esta vez estaba borracha,
pero no tanto como la otra, mi cabeza pudo pensar más rápido y encontró una
solución que no me iba a dejar tres días tirada en la cama. Agarré mi cartera y
empecé a buscar, buscar y buscar. Cuando logré que los ojos se me pusieran
llorosos, lo miré al oficial e hice mi mejor actuación. “Me quiero morir,
oficial. Cambié de cartera y me olvidé todos los documentos”, le dije
desesperada. Él me miró y cuando ya estaba a punto de largar la lágrima gorda,
el policía se apiadó de mí y me dijo que siguiera mi camino. Le di gracias a
Dios y arranqué el auto antes de que pudiera arrepentirse. Al otro día fui a
buscar mi registro y los nervios que tuve durante seis meses dejaron de
existir. No les puedo decir que desde aquella vez no volví a manejar nunca más
con alguna copa de alcohol encima, pero si fui consciente del peligro que
corría no solo yo sino el resto de las personas si volvía a conducir borracha
de esa manera. Por lo tanto, nunca más volví a manejar en ese estado. Con
Silvana, que no fue parte de este final, seguimos acumulando anécdotas, que en
otra ocasión se las contaré. Yo sigo bailando rock, pero ahora también sumé una
nueva pasión: el teatro.