martes, 23 de febrero de 2021

El Perfume del Auto - El Final

 

Finalmente, después de mucho practicar, en noviembre llegó el gran día: la coreo de fin de año. Para celebrar lo bien que había salido, cuando terminó el show, hicimos una fiesta de disfraces. La pasamos tan, pero tan bien que decidimos repetirla dos semanas después, pero solo que sin disfrazarnos. Esa noche corrió mucho alcohol y la lujuria calentó hasta a las paredes. A eso de las seis de la mañana, todos empezaron a irse, pero con Silvana seguimos la fiesta un par de horas más. Cuando el sol ya estaba brillando bien fuerte Enel cielo y nos habíamos tomado hasta el agua de los jarrones, decidimos irnos. Cómo pudimos nos subimos al auto. Me costó encajar la llave en la ranura y ni hablar del cinturón de seguridad. El auto arrancó y empezamos a andar. La calle me zigzageaba y por eso el camino que había hecho tantas veces me resultó extraño. "¿Dónde tengo que doblar?", le pregunté a Silvana. "En la próxima a la izquierda”, me respondió y yo en mi estado no pude más que hacerle caso. El problema fue cuando doblé y en vez de encontrarme con Avenida Perón, me encontré con Libertador y nosotras de contramano. No llegamos a andar una cuadra cuando vimos las luces del patrullero. Me arrimé a un costado. Un policía se acercó al auto y me hizo bajar la ventana. “¿No se dio cuenta de que está de contramano, señorita?”, me dijo con tono muy serio. “Si, me di cuenta. Es que no soy de acá y doblé mal”, le contesté haciéndome la Carmelita Descalza y tratando de que no se sintiera todo el olor a alcohol que emanaba hasta por los poros. “Registro, DNI y papeles del auto”, me ordenó. Cuando le di todo me pidió que lo esperara y se fue. En ese momento me di cuenta de lo cansada que estaba, los ojos se me empezaron a cerrar y cuando la vi a Silvana que ya los tenía cerrados y estaba cabeceando, me acerqué de a poquito y me apoyé en su hombro. No sé cuánto habremos dormido, pero sí que nos despertamos por los golpes en la ventana de la policía. “Se va a tener que hacer un test de alcoholemia, señorita”, me dijo con tono firme. “Busco el alcoholímetro y vuelvo”, siguió. Abrí los ojos como dos huevos y empecé a desesperarme. “¡Silvana, estoy con el auto del trabajo, me lo llegan a sacar y me echan!, le grité. “Pará, tranquilizate. Comete un par de pastillas de menta y tomate esta botella de agua, algo te tiene que bajar”, me dijo tratando de tranquilizarme en vano. Mientras lo veía al policía acercándose nuevamente, sentía un fuego que me iba quemando viva. No podía permitir que me sacaran el auto. Pensé en bajarme y salir corriendo, pero si hacía eso iba a tener dos problemas, me iban a terminar metiendo presa por tratar de huir de la ley y lo peor de todo, me iban a sacar el auto. Así que no. Salir corriendo no era una opción. Mientras pensaba qué hacer, Silvana me hablaba, pero no la escuchaba. Dentro de mi cabeza, mis neuronas trataban de hacer el match perfecto para encontrar la salida ideal. Por algún motivo, pensé que ese match había llegado cuando mi cerebro dispuso ante mí la imagen del Glade del auto. Como el policía ya estaba a un metro, no lo dudé. Lo saqué de su empaque y me lo tragué sin siquiera masticarlo. “¡Estás loca, Cecilia! ¿Cómo vas a hacer eso? ¿No te das cuenta de que es tóxico?” “Esto me va a bajar el alcohol en sangre, quedate tranquila, yo sé lo que te digo”, le contesté. Vi que abrió la boca para gritarme algo más, pero justo llegó el oficial. “Ponga la boca en el pico y sople hasta que yo le diga”, ordenó y eso hice, o traté de hacer porque claramente comerme el perfume del auto no iba a hacer que la alcoholemia no me diera 1.75. “Señorita, usted en estas condiciones no puede manejar. Le voy a tener que confiscar el registro y el auto”. Intenté objetarle y rogarle que no lo hiciera, pero estaba tan borracha que ni eso pude hacer. 

Cuando las lágrimas me empezaron a caer, Silvana me puso la mano en el brazo, me dijo que me quedara tranquila, pero sobre todo que me resignara, que ya me habían sacado el auto y por el momento no podían hacer nada al respecto. Bajamos y nos quedamos paradas sobre la vereda en el medio de Libertador “¿Ahora qué hacemos?”, me preguntó Silvana. “¿Y si llamamos a Lucas?”, le dije yo como si fuera una buena idea llamar uno de los chicos del grupo, que vivía lejos de ahí, a las nueve de la mañana para que nos fuera a buscar. Pero como a Silvana tampoco le pareció una idea descabellada lo llamamos. Sonó tres veces y atendió una voz toda dormida. Le contamos la situación y se empezó a reír, pero nos dijo que el padre se tenía que llevar el auto, así que no podía rescatarnos. Seguramente era mentira y solo quería seguir durmiendo, pero elegimos creerle. “Vamos a tomarnos el bondi, Ceci”, me dijo Silvana y empezamos a caminar buscando una parada. Sin embargo, en ese momento los tóxicos del perfume del auto comenzaron a hacer efecto y empecé a vomitar sin parar. “Olvidate, hasta Saavedra no llego ni de casualidad”, le dije de repente. “Ya sé que podemos hacer. Vayamos a lo de la profe y te quedás ahí a dormir. Cuando te sientas mejor, te volvés para tu casa”, me sugirió Silvana. En el estado en el que estaba no solo me pareció una idea brillante, sino también mi única alternativa. Me acompañó hasta la casa y tocamos el timbre. La profe salió con cara de dormida y se sorprendió cuando nos vio, pero después de que le contamos la historia estuvo tentada durante media hora. Finalmente, Silvana se fue para su casa y yo me quedé ahí pensando que en un par de horas me iba a recuperar. Terminé dos días enteros en esa casa porque la descompostura no me paraba. Pensé que me moría, pero afortunadamente cuando ya estaba completamente seca por dentro, los vómitos y la diarrea frenaron. Fue como ver salir el Sol después de una semana de lluvia. 

Igualmente la pesadilla no terminó ahí, todavía me quedaba tratar de recuperar el auto. Gracias a Dios tenía un contacto, así que fue fácil sacarlo, pero eso sí, tuve que dejar la mitad de mi sueldo más o menos para hacerlo. Con el registro no hubo nada que hacer. Seis meses manejando indocumentada estuve porque no cabía posibilidad de que en mi trabajo se enteraran lo sucedido, por lo tanto tuve que hacer como si no hubiera pasado nada y vivir con el corazón en la boca todo ese tiempo. Y si piensan que ahora sí terminó esta historia, pues no mi cielos. Si hay algo que me caracteriza es que mi vida es una gran hipérbole. Entonces, como no podía ser de otro modo para una persona que no aprende ante el primer golpe, el día anterior a recuperar mi registro me fui de fiesta y me emborraché. Porque el que tropieza con una piedra, tranquilamente puede tropezar dos veces. Resulta que volvía de Villa Adelina y me encuentro con control policial. Le rogué a todos los santos que no me pararan, pero como se dieron cuenta, no tengo esa suerte. Así que me frenaron y me pidieron los documentos del auto. Como esta vez estaba borracha, pero no tanto como la otra, mi cabeza pudo pensar más rápido y encontró una solución que no me iba a dejar tres días tirada en la cama. Agarré mi cartera y empecé a buscar, buscar y buscar. Cuando logré que los ojos se me pusieran llorosos, lo miré al oficial e hice mi mejor actuación. “Me quiero morir, oficial. Cambié de cartera y me olvidé todos los documentos”, le dije desesperada. Él me miró y cuando ya estaba a punto de largar la lágrima gorda, el policía se apiadó de mí y me dijo que siguiera mi camino. Le di gracias a Dios y arranqué el auto antes de que pudiera arrepentirse. Al otro día fui a buscar mi registro y los nervios que tuve durante seis meses dejaron de existir. No les puedo decir que desde aquella vez no volví a manejar nunca más con alguna copa de alcohol encima, pero si fui consciente del peligro que corría no solo yo sino el resto de las personas si volvía a conducir borracha de esa manera. Por lo tanto, nunca más volví a manejar en ese estado. Con Silvana, que no fue parte de este final, seguimos acumulando anécdotas, que en otra ocasión se las contaré. Yo sigo bailando rock, pero ahora también sumé una nueva pasión: el teatro.



miércoles, 17 de febrero de 2021

El Perfume del Auto I

 Esta historia que voy a contar es una de esas que no se olvidan. De esas que cada vez que la contás, la gente se ríe como si fuera la primera vez. Esta es una historia de la que no me siento orgullosa, pero que cada vez que la recuerdo, un poco me alegra que haya sucedido porque como dice el refrán: “La vida no se mide por lo momentos que respirás, sino por los que te dejan sin aliento”.


A Silvana la conocí en las clases de rock and roll. A mi me habían mandado de Dieta Club a hacer ejercicio para perder un poco de peso, pero como detesto los gimnasios, me puse a buscar algún baile copado. Así fue como lo descubrí. Una noche me metí a Internet a ver si había algún lugar cerca de mi casa. Encontré un o que me gustó, no solo porque era barato y se pagaba por clase, sino también porque tenía muchos otros ritmos que podía explorar si el rock no era lo mío. Como no había que inscribirse previamente, el lunes 16 de abril, salí de mi casa a pesar de la lluvia torrencial que había, y me fui caminando para que nada pudiera evitar que llegara a la clase. Como era de esperarse por el clima, cuando llegué, había muy poca gente. El lugar tenía tres salones, por lo que se dictaban tres danzas distintas a la vez. A mi me mandaron al más grande. Al que tenía el piso de madera y un espejo que abarcaba toda la pared. Saludé a la profesora y al resto del grupo, entre ellos, Silvana. Ella también empezaba ese día, así que tácitamente entablamos “una amistad”, que con el tiempo se volvió en una verdadera. 

Debo decir que las clases de rock superaron mis expectativas, o mejor dicho, el rock lo hizo. Si bien solo había aprendido los pasos básicos y algún que otro giro y enlace, combinados con la música eran magia. Cada vez que bailaba me sentía más viva que nunca. Además el grupo era muy copado. Se sentían buenas vibras en el aire. Durante ese año seguí yendo religiosamente todos los lunes y jueves y mi amor por el rock creció cada vez más y más. Con el grupo empezamos a ir a algunas fiestas, y al ver a personas de otras academias bailando con diferentes estilos, me dieron ganas de mejorar mi técnica, por lo que comencé a pensar en sumar más clases otros días de la semana, con otros profesores. Pero mientras tanto, cuando llegó agosto, la profesora nos invitó a participar de la coreografía de fin de año que se iba a hacer en un teatro junto con todos los otros ritmos que se dictaban en la escuela. Dije que sí sin pensarlo. Entonces a mediados de septiembre empezamos a reunirnos todos los domingos en la casa de la profe para practicar. Fue ahí cuando la buena onda que tuvo siempre el grupo se intensificó e hizo que todos esperáramos ansiosos el fin de semana para vernos. Entre domingo y domingo empezamos a pegar onda con Silvana, pero fue recién después de una fiesta de rock que nuestra amistad comenzó a consolidarse. A eso de las seis de la mañana, cuando prendieron las luces para echarnos, decidimos seguir la gira con ella y dos compañeros más. Nos fuimos a un bar por Olivos, pero no nos dejaron pasar ya que supuestamente teníamos que tener una reserva. “Yo conozco al dueño de otro bar por acá”, dijo Silvana. Entonces encaramos para allá. “No pueden pasar, ya terminó la hora de entrada”, nos dijo el patova de la puerta, pero como no teníamos intenciones de que nos cortaran la gira, Silvana hizo llamar al dueño, que según ella conocía, y en menos de cinco minutos estábamos sentados con dos cervezas de litro en la mesa. Nos terminamos yendo casi a las ocho de la mañana, bah, nos terminaron echando porque éramos los únicos que quedábamos. Nos despedimos en la puerta con los otros dos que estaban con nosotras. Le dije que la llevaba hasta la casa. La primera de muchas vueltas borrachas en el auto. Qué peligro. En el corto trayecto no paramos de reirnos, como si fuéramos amigas de toda la vida. Cuando estacioné nos saludamos con un beso en el cachete, pero en vez de bajarse, me empezó a contar una anécdota y para cuando nos dimos cuenta eran las diez de la mañana y, después de habernos contado la vida, ya nos conocíamos hasta el alma.