jueves, 9 de diciembre de 2021

La Frontera - El Final

 Caminamos unos metros por la playa hasta el restaurante que estaba suspendido sobre el mar. No paraba de llover, pero igualmente el paisaje se veía hermoso. Íbamos a tener que volver otra vez para poder admirar semejante belleza. Me pedí una hamburguesa y un Daikiri de melón, pero como no había, le pregunté si había de frutilla, o mejor dicho, de fresa ya que cuando dije frutilla el mozo me miró con una cara como diciéndome “no tengo idea qué es una frutilla”. Tardaron muchísimo en traernos la comida. De hecho, estuvimos ahí sentados una hora de la hora y media que teníamos para disfrutar el lugar. Pero bueno, por lo menos el paisaje era lindo y con lluvia era lo mismo estar sentados en el restaurant o en la playa. Cuando terminamos de comer, volvimos para el muelle y nos metimos en el mar porque no habíamos ido hasta ahí para no tocar la cálida agua caribeña. El placer terminó rápido porque ya casi era la hora pactada. Mientras nos secábamos, apareció el grupete de panameños con vasos de plástico en la mano y riéndose mucho. Martín les pidió un trago y uno fue a buscar un vaso. Dudé mucho si tomar o no, ya que quizás lo que querían eran emborracharnos o ponernos algo en la bebida para poder cometer su acto delictivo, pero como la verdad habían sido tan buena onda hasta ese momento y el ron tenía una pinta bárbara, acepté. Tomamos un par de vasos de ese ron exquisito y nos sacamos fotos para que las mujeres de todos aquellos hombres supieran que estaban de trabajando y no de fiesta. De repente, el líder del grupo nos dijo que vayamos al muelle porque ya debíamos tomar la lancha para regresar. Cuando llegó, subimos y viajamos los quince minutos hasta el puerto. Para ese entonces, el que diría todo se empezó a preocupar porque le parecía que estábamos algo retrasados. Llegamos al puerto y nos dirigimos todos hasta la ventanilla donde se mostraban los boletos. Uno de los panameños nos pidió otra vez los pasaportes. Dudas de nuevo. En las series de trata de personas, las chicas secuestradas siempre eran despojadas de sus pasaportes. Martín me pidió que saliéramos a sacarnos fotos. Él estaba en un cumple sin dudas. Los beneficios de ser hombre. Nos sacamos algunas fotos y apareció el hombre con nuestros pasaportes. Prácticamente corrí a buscarlos y me tranquilicé nuevamente. Aunque no por mucho ya que la lancha no llegaba y el tiempo seguía corriendo. Esperamos un rato más hasta que finalmente llegó y viajamos la media hora correspondiente hasta tierra firme. Miré el reloj. Para mí solo un milagro nos podía hacer llegar, pero el chofer aseguró que llegaríamos justo veinte minutos antes de las cinco para poder tener poder hacer tranquilos migraciones. Subimos corriendo a la camioneta y ni bien arrancó empezó la carrera contra el tiempo. No sé a qué velocidad iríamos, pero seguro era más de la permitida para ese tipo de vehículo. La bocina sonaba sin cesar y no parábamos de pasar autos. Para ese entonces estaba tan preocupada por el tiempo que mi paranoia sobre el asesinato de Martín y mi secuestro se me había pasado o por lo menos hasta que la camioneta frenó de golpe al lado del camino. No tenía un espejo, pero seguro estaba más blanca que un fantasma. El corazón se me subió a la garganta, pero bajó rápidamente cuando vi que en realidad el chofer había bajado a hacer pis. “Es la adrenalina”, dijo cuando terminó, subió a la camioneta y volvió a manejar a toda velocidad. Ahora sí, descartada la posibilidad de muerte y secuestro me dediqué a disfrutar de la adrenalina de la llegada. Me hacía acordar cuando en Capri bajé a toda velocidad una montaña en un auto descapotable para poder alcanzar un ferri que finalmente perdimos. Esperaba que esta vez el final fuera feliz. Eran las seis menos veinte de Panamá (cinco menos veinte de Costa Rica) y no había ni novedades de la frontera. ¿Llegaríamos? Pasaron cinco minutos más y nada. La angustia volvía de nuevo. ¿Dónde íbamos a pasar la noche? Según Martín sí migraciones estaba cerrado íbamos a poder pasar igual, dormir en el hotel y volver al otro día a sellar el pasaporte. Sinceramente a veces dudo de que tenga cuarenta y cinco años. La cuestión es que llegamos a la frontera nueve minutos antes de que cerrara. Bajamos corriendo de la camioneta y fuimos hasta la casilla de Panamá. Allí nos recibieron tres panameños sentados o apoyados en la pared con las manos en los bolsillos que parecían ñoquis municipales. Cuando nos vieron, nos dijeron que no nos podían sellar el pasaporte porque la oficina de Costa Rica estaba por cerrar. Martín le empezó a decir que si se quedaban así claramente no íbamos a llegar, que todavía faltaban cinco minutos. Por su parte, uno de los panameños con el teléfono en la mano les decía que uno de sus compañeros había ido corriendo hasta el otro lado del puente y las autoridades costarricenses nos estaban esperando. Yo por mi parte estaba ahí parada, callada y sin saber qué hacer. Gracias a Dios algo los hizo cambiar de opinión y me pidieron que me acercara a la ventanilla. Me tomaron una sola huella, me preguntaron de qué trabajaba y me sellaron el pasaporte. Martín, que todavía no había terminado el trámite, me miró y me dijo: “Corré, yo ya te alcanzo” Y eso hice. Corrí junto con el panameño a través del puente, en ojotas y con todas las secuelas que me había dejado el Covid que se me había metido en el cuerpo tres meses atrás. Tuve que frenar en la mitad. El aire ya no pasaba más. Respiré profundamente y caminé, porque correr era imposible. Mientras tanto miraba para atrás para ver si lo veía a Martín. Nada. Tomé aire de nuevo y empecé a correr otra vez. No duré mucho. Caminé de nuevo un trayecto y otra vez tomé velocidad. Finalmente terminé de cruzar el larguísimo puente. “Subí a la oficina de allá”, me dijeron. Y eso hice con el poco aire que tenía. Le mostré el pase de salud a una doctora. Gracias a Dios lo habíamos hecho antes de pasar a Panamá. La médica escaneó el QR del pase. Luz verde. Bajé la escalera y cuando casi estaba por llegar a la casilla de migraciones de Costa Rica apareció Martín. Otra vez me preguntaron de qué trabajaba, me pidieron que mostrara mi pasaje de vuelta a Buenos Aires y zaz. Ya estaba legalmente en Costa Rica otra vez. Miré para el piso de arriba, pero Martín ni siquiera se asomaba. ¿Qué pasaría? Me di vuelta y le dije a migraciones que faltaba mi novio. Se rió y me preguntó si lo dejábamos. Los panameños que estaban atrás mío también se rieron y dijeron que sí. Yo también me reí, pero contesté que no, que por favor lo esperaran. ¿Qué iba a hacer si yo quedaba adentro y él afuera? Afortunadamente a las 17:03 mi compañero salió con el pasaporte sellado. Todos festejaron y los panameños ligaron quince dólares de propina. Caminamos todos juntos hasta el auto, riendo y respirando aliviados. Nos despedimos y le pregunté a la mujer que nos cuidó el auto cuánto le debíamos: “veinte dólares”, me contestó. Se los di sin chistar porque mi cabeza que nunca está para hacer cuentas, luego de todo ese adrenalínico día, menos. Cuando nos subimos al auto, Martín me preguntó cuánto nos había cobrado. Casi puso el grito en el cielo cuando escuchó el monto, pero como dice mi cuñado: “Si convertís, no te divertís”. Así que imaginamos que fueron solo veinte pesos y nos dirigímos hacia el hotel. Nos merecíamos una buena ducha y gran cena. 



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