Un
día, el gimnasio que estaba a cinco cuadras de mi casa decidió mudarse y con él,
lo hicieron todas las personas que iban allí, incluyéndome. Lamentablemente, el
nuevo lugar me quedaba a veinticinco cuadras y no tenía ningún medio de
transporte que me dejara cerca, por lo tanto, cuatro veces por semana caminaba
esa distancia para ir y para volver de mis clases. Para no aburrirme, solía empezar
a caminar derecho, y solo doblaba si justo venía un auto que no me permitía
cruzar la calle. Esto hacía que nunca tomara el mismo camino. Sin embargo, había
una cuadra por la que siempre pasaba, aunque no lo quisiera. Era como si
tuviese un centro magnético que me llevaba hacia ella.
Una
tardecita de otoño, de esas en las que todavía no hace frío, volvía de mi clase
de yoga en un estado de relajación absoluto cuando, sin darme cuenta, llegué a
“la cuadra magnética”. Luego de maldecir por haber sido succionada nuevamente, me
crucé a un hincha de River. Mi somnolencia no me permitió distinguirlo bien,
pero llevaba puestos unos auriculares y tenía la mirada perdida. Si bien seguí
caminando sin darle la menor importancia, aquella noche soñé con él.
El
miércoles siguiente al encuentro, fui Zumba y como siempre salí con mucha
energía y ganas de seguir bailando. Empecé a caminar rápido sin ningún motivo,
y al juego que realizaba habitualmente para ir por caminos alternativos, le
sumé la consigna de tratar de no pasar por “La Cuadra”. Ese día fui vencida una
vez más. La maldita tenía un imán, sino no era posible lo que pasaba. De la
bronca quise romper mi regla de “no ver en qué calle me encontraba a menos de
que estuviera perdida” y cuando estaba tratando de leer el cartel de la
esquina, apareció el hincha de River. Traté de mirarlo disimuladamente, pero mi
curiosidad por ver bien cómo era el chico que se había introducido en mis
sueños, me lo impidió. En el segundo que dura el acto de cruzarse con otra
persona, pude ver que tendría aproximadamente 27 años, era más alto que yo y el
pelo castaño lo tenía peinado para el costado. También noté que era muy
atractivo y parecía algo temeroso. Luego de ese día, comencé a verlo habitualmente.
Siempre vestía solo con la camiseta de River, por más frío que hiciera. Otra
cosa que me llamaba mucho la atención era que jamás me miraba. Siempre iba como
buscando algo, aunque no entendía qué era lo que podría llegar a ser. Lo qué si
entendía era que me atraía mucho, inclusive mucho más que la “cuadra magnética”
(que ya no era un problema para mí). Mi nuevo juego consistía en hacer que aquel
chico me mirara. Probé de todo: ponerme ropa llamativa, toser fuerte, reír,
llorar, pero nada sirvió. Solo una vez se me ocurrió una idea que no podía
fallar, pero cuando la quise implementar, el hincha de River no apareció. No me
lo crucé ni ese día, ni el siguiente, ni el siguiente. Desapareció por completo
y a mí me quedó un sabor amargo por no haber logrado mi cometido.
Luego
de unos días, tras haberme sacado la ilusión de volver a verlo, volví a mi
rutina habitual. Todo había empezado a ser como antes hasta que aquel
misterioso chico surgió de nuevo, pero esta vez en mis sueños. Al principio
solo lo veía pasar caminando o parado en algún lugar, pero luego comenzó a
mirarme como queriéndome decir algo, hasta que una noche me habló. Me dijo que
se llamaba Ramiro y que estaba perdido. Yo le contesté que se quedara
tranquilo, que pronto iba a encontrar el camino. Esa mañana me desperté con una
sensación extraña. Por un lado, no entendía porque soñaba todos los días con
una persona que ni siquiera conocía y por el otro, por algún motivo que
desconocía, sentí alivio. Realmente todo lo que estaba pasando era muy raro.
¿Acaso era una obsesión lo que tenía con ese chico?, ¿estaba imaginando todo? Durante
todo ese día me quemé el cerebro tratando de encontrar una respuesta, así que
cuando salí de trabajar me fui directo a Yoga para despejarme un poco. Como era
costumbre, salí relajada y somnolienta y comencé a caminar lentamente por las
calles del barrio. Obviamente llegué a la “cuadra magnética”, a la cuál ya le
había tomado cariño. Frené para atarme los cordones y cuando me levanté, lo vi.
Ramiro (ya lo había bautizado así) iba caminando despacio, vestido con su
camiseta de River y con sus auriculares puestos. Se lo veía tranquilo y cuando
me pasó por al lado, no solo me miró, sino que también me sonrió. En ese
instante, toda la paz que había logrado en mi clase se esfumó por completo y un
estallido se produjo en mi interior. Por un momento quedé totalmente
descolocada, pero cuando volví en sí, tomé la decisión de que no me volvería
más loca por aquella situación. Si me lo cruzaba de nuevo, iba a aplicar el
plan que no había podido poner en marcha la última vez. Así fue como al día
siguiente, salí de Zumba totalmente convencida de que me lo iba a encontrar, me
dejé imantar por la cuadra magnética y cuando finalmente me lo crucé, simulé
que me tropezaba para chocármelo, pero en vez de impactar, él me atravesó.
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