Viajar solo o, mejor dicho, con uno mismo, es algo
todos deberían hacer alguna vez en su vida. No solo para disfrutar del placer
que implica poder hacer lo que uno quiere cuando quiere sin tener que negociar con
nadie, sino también para sentir sensaciones que solo aparecen cuando sos
únicamente vos con el resto del mundo.
En junio de 2019 viajé sola a Nueva York. Bah, cuasi
sola, porque en realidad fui a visitar a una de mis mejores amigas que vivía
allá hacía seis meses, pero como solo la veía en sus tiempos libres, la gran
parte del día me enamoraba de la ciudad por mi cuenta.
El primer lunes de mi viaje me levanté temprano (cosas
que pasan cuando compartís la habitación de un hostel con siete personas más). El
cielo estaba muy nublado y la temperatura ideal. Me puse un vestido rojo para
contrastar con el día y luego me fui a desayunar a la kilométrica cocina del
Hostelling International. Mientras el resto de los huéspedes se cocinaba lo que
yo hubiera cenado, yo me preparé un té solo para no salir con el estómago
vacío. Como no me compré el famoso chip, mientras desayunaba estudié a mi fiel
y amado mapa y me fijé en la aplicación del subte cómo llegar hasta donde me
encontraría con mi amiga. Media hora después caminé una cuadra hasta la 103 y
Broadway y bajé al tan incomprendido subte de Nueva York. Cada vez que descendía
a ese submundo no lograba entender cómo a las personas les parecía tan
complicado el sistema. Era tan simple, solo tenías que saber si ibas para el
norte o el sur de la ciudad. Si ibas para arriba tenías que ir del lado que
decía uptown, si ibas para abajo tenías que encarar para downtown.
Después era solo una cuestión de mirar los carteles y ver por qué andén pasaba
el subte al que tenías que subirte y listo. Yo ese día me subí a la línea 2. La
única que pasaba cerca del hostel, pero también la única que recorría la ciudad
de pe a pa. No recuerdo nada especial de ese corto trayecto, pero estoy segura
de que con algún personaje me habré encontrado. ¡Es inimaginable la diversidad
de gente que hay en la ciudad que nunca duerme!
Me bajé en Times Square, que era por donde pasaban
prácticamente todas las líneas. Ahí me encontré con mi amiga y comenzamos a
caminar para el barrio de Hudson Yards, que no quedaba muy lejos de ahí. Cuando
llegamos, muchas obras en construcción nos empezaron a invadir. “Están haciendo
todo nuevo”, me comentó mi amiga y de a poco, con cuidado, fuimos metiéndonos
por donde teníamos paso hasta que finalmente llegamos al imponente y extraño
edificio “The Vessel”. “Wow” es lo único que pude atinar a decir, antes de
comenzar con la sesión de fotos con la estructura metálica con forma de panal
de abejas. Supuestamente había que reservar con mucho tiempo de anticipación
para subir, pero yo había escuchado que daban entradas para el día, así que nos
acercamos para averiguar. La mandé a preguntar a mi amiga porque siempre que se
pueda evitar hablar inglés, se evita. Volvió victoriosa diciendo que era verdad
y fuimos a hacer la cola para que nos den las entradas porque algo gratis en
Nueva York y en ese entonces con el dólar a 45 no se podía dejar pasar. “Vuelvan
en 25 minutos”, nos dijeron, así que como no podía ser de otro modo en el país
más consumista del mundo, nos fuimos a dar una vuelta al shopping que estaba al
lado. No me acuerdo como se llamaba, pero era una onda Galerías Pacífico, muy
grande y con marcas incomprables. Igualmente paseamos y nos entretuvimos un
rato dibujando en una gran pared de lentejuelas que habían montado. Era algo
así como el paraíso hecho pared. Cuando terminamos nuestras obras de arte
seguimos caminando y encontramos el famoso H&M. Gracias a Dios ya se había
hecho la hora de volver y no logramos caer en las garras de la marca. Por que
es así, H&M te succiona y no te expulsa si no es con una bolsa en la mano. Entramos
a The Vessel. Con solo poner un pie ahí dentro sentías como toda esa estructura
de metal te envolvía y comenzabas a hacerte chiquito, muy chiquito. Era
increíble pensar que todo eso que estaba a tu alrededor era un simple mirador,
que se había hecho únicamente como un fin turístico. Empezamos a subir las escaleras
y el vértigo dijo “presente”. “Menos mal que no vine sola”, dije. Y seguí
subiendo con ayuda mi amiga. Valió la pena. Si bien la vista no era tan hermosa
como desde otros grandes edificios que visité luego, se podía ver bien el río y
parte de la ciudad. Y si te asomabas para adentro del panal de abejas, lo que
se formaba era algo totalmente asombroso. Luego de apreciar el tiempo necesario
bajamos dificultosamente, bah, yo bajé dificultosamente porque el vértigo no me
quería soltar la mano.
Cuando salimos caminamos por el famoso Highline,
ese del que escuché hablar mil veces, pero que no supe que era hasta que lo vi.
Para los que no saben, es un caminito de madera que se va metiendo entre los
edificios y a los costados tiene diferentes esculturas. Termina cerca del Whitney
Museum, el lugar donde me separé de mi amiga y empecé mi primera aventura
sola en Nueva York.
Que interesante!te sigo
ResponderBorrar¡Gracias!
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