miércoles, 13 de noviembre de 2019

You Look Like Red Riding Hood I


Viajar solo o, mejor dicho, con uno mismo, es algo todos deberían hacer alguna vez en su vida. No solo para disfrutar del placer que implica poder hacer lo que uno quiere cuando quiere sin tener que negociar con nadie, sino también para sentir sensaciones que solo aparecen cuando sos únicamente vos con el resto del mundo.
En junio de 2019 viajé sola a Nueva York. Bah, cuasi sola, porque en realidad fui a visitar a una de mis mejores amigas que vivía allá hacía seis meses, pero como solo la veía en sus tiempos libres, la gran parte del día me enamoraba de la ciudad por mi cuenta.

El primer lunes de mi viaje me levanté temprano (cosas que pasan cuando compartís la habitación de un hostel con siete personas más). El cielo estaba muy nublado y la temperatura ideal. Me puse un vestido rojo para contrastar con el día y luego me fui a desayunar a la kilométrica cocina del Hostelling International. Mientras el resto de los huéspedes se cocinaba lo que yo hubiera cenado, yo me preparé un té solo para no salir con el estómago vacío. Como no me compré el famoso chip, mientras desayunaba estudié a mi fiel y amado mapa y me fijé en la aplicación del subte cómo llegar hasta donde me encontraría con mi amiga. Media hora después caminé una cuadra hasta la 103 y Broadway y bajé al tan incomprendido subte de Nueva York. Cada vez que descendía a ese submundo no lograba entender cómo a las personas les parecía tan complicado el sistema. Era tan simple, solo tenías que saber si ibas para el norte o el sur de la ciudad. Si ibas para arriba tenías que ir del lado que decía uptown, si ibas para abajo tenías que encarar para downtown. Después era solo una cuestión de mirar los carteles y ver por qué andén pasaba el subte al que tenías que subirte y listo. Yo ese día me subí a la línea 2. La única que pasaba cerca del hostel, pero también la única que recorría la ciudad de pe a pa. No recuerdo nada especial de ese corto trayecto, pero estoy segura de que con algún personaje me habré encontrado. ¡Es inimaginable la diversidad de gente que hay en la ciudad que nunca duerme!



Me bajé en Times Square, que era por donde pasaban prácticamente todas las líneas. Ahí me encontré con mi amiga y comenzamos a caminar para el barrio de Hudson Yards, que no quedaba muy lejos de ahí. Cuando llegamos, muchas obras en construcción nos empezaron a invadir. “Están haciendo todo nuevo”, me comentó mi amiga y de a poco, con cuidado, fuimos metiéndonos por donde teníamos paso hasta que finalmente llegamos al imponente y extraño edificio “The Vessel”. “Wow” es lo único que pude atinar a decir, antes de comenzar con la sesión de fotos con la estructura metálica con forma de panal de abejas. Supuestamente había que reservar con mucho tiempo de anticipación para subir, pero yo había escuchado que daban entradas para el día, así que nos acercamos para averiguar. La mandé a preguntar a mi amiga porque siempre que se pueda evitar hablar inglés, se evita. Volvió victoriosa diciendo que era verdad y fuimos a hacer la cola para que nos den las entradas porque algo gratis en Nueva York y en ese entonces con el dólar a 45 no se podía dejar pasar. “Vuelvan en 25 minutos”, nos dijeron, así que como no podía ser de otro modo en el país más consumista del mundo, nos fuimos a dar una vuelta al shopping que estaba al lado. No me acuerdo como se llamaba, pero era una onda Galerías Pacífico, muy grande y con marcas incomprables. Igualmente paseamos y nos entretuvimos un rato dibujando en una gran pared de lentejuelas que habían montado. Era algo así como el paraíso hecho pared. Cuando terminamos nuestras obras de arte seguimos caminando y encontramos el famoso H&M. Gracias a Dios ya se había hecho la hora de volver y no logramos caer en las garras de la marca. Por que es así, H&M te succiona y no te expulsa si no es con una bolsa en la mano. Entramos a The Vessel. Con solo poner un pie ahí dentro sentías como toda esa estructura de metal te envolvía y comenzabas a hacerte chiquito, muy chiquito. Era increíble pensar que todo eso que estaba a tu alrededor era un simple mirador, que se había hecho únicamente como un fin turístico. Empezamos a subir las escaleras y el vértigo dijo “presente”. “Menos mal que no vine sola”, dije. Y seguí subiendo con ayuda mi amiga. Valió la pena. Si bien la vista no era tan hermosa como desde otros grandes edificios que visité luego, se podía ver bien el río y parte de la ciudad. Y si te asomabas para adentro del panal de abejas, lo que se formaba era algo totalmente asombroso. Luego de apreciar el tiempo necesario bajamos dificultosamente, bah, yo bajé dificultosamente porque el vértigo no me quería soltar la mano.


Cuando salimos caminamos por el famoso Highline, ese del que escuché hablar mil veces, pero que no supe que era hasta que lo vi. Para los que no saben, es un caminito de madera que se va metiendo entre los edificios y a los costados tiene diferentes esculturas. Termina cerca del Whitney Museum, el lugar donde me separé de mi amiga y empecé mi primera aventura sola en Nueva York.




2 comentarios: