Arranqué recorriendo el museo. La verdad es que fueron
quince dólares para ver lo mismo que podía haber encontrado en el Centro
Cultural Recoleta, pero la vista que tenía era asombrosa y tenía wifi, así que,
aunque sea valió un poco la pena. Cuando terminé de recorrerlo, me senté en uno
de los sillones que había por ahí. ¡Qué objeto tan preciado es el asiento
cuando uno está de vacaciones en una ciudad!
Busqué en mi mapa cómo llegar al Chelesea Market aunque fue en
vano porque justo esa zona tenía diagonales así que me terminé perdiendo. Sin
embargo, cuando ya me estaba por dar por vencida, apareció. Entré más que para
recorrerlo en búsqueda de comida, porque ya hacía varias horas que no ingería
nada. Ese era mi día número tres en la ciudad y los dos días anteriores me
había dedicado a probar toda la comida grasosa que podía encontrar, así que en
ese momento necesitaba algo liviano, pero con lo único con lo que me topaba era
con comida tapa-arterias o ensaladas, cosa que detesto. Di un par de vueltas
tratando de decidir mientras mi hambre se hacía cada vez más grande. Finalmente
encontré un lugar que vendía sopas. Leí, bah, deduje qué era cada una y opté
por una que solo era de vegetales, porque créanme que podía llegar a haber hasta
sopa de búfalo. Solo para asegurarme pregunté si la lista que estaba frente a
mis ojos eran sopas y, conteniendo la risa, el chico que atendía me dijo que
sí. Como se dio cuenta de que no entendía mucho lo que me estaba diciendo, me
mostró tres vasos de telgopor y pedí el mediano. La chica de la caja me dijo
algo totalmente inentendible y a mi primer “what” sacó tres bolsitas y me dijo
que eran “free”. Agarré la que tenía como unos minipancitos, porque las otras
dos no tenía ni idea qué eran. Le di los seis dólares y puse en mi mano todas
las monedas que tenía y se las acerqué para que ella eligiera la que quería. Es
el día de hoy que todavía no las diferencio. Salí a tomar mi sopita (la cual no
quise pasar a pesos) a una especie de plaza de cemento que tenía algunas mesas
y sillas. Empezaron a caer algunas gotas de lluvia, pero estaba muy cómoda ahí
sentada comiendo y observando todo como para moverme. Por suerte no se largó fuerte.
Después de un
rato me levanté. Mi amiga me había recomendado que fuera caminando para el lado
de Greenwich, así que encaré para allá. Fueron varias cuadras, de modo
que cuando me topé con el Whashington Park y vi un asiento, obviamente
me tiré de cabeza. El lugar era muy agradable. Había muchos árboles y flores y
en el centro una gran fuente. También se veía el arco que me había mencionado
mi amiga y la Universidad Pública de Nueva York en una esquina. Había mucha
gente y una banda estaba tocando música divertida. No me pregunten de qué género
porque de música no tengo idea, pero sonaba divertida. De repente, un chico
morocho con cara rara se me sentó al lado. “You look like Red Riding Hood”, me
dijo. “What?”, le pregunté para ganar tiempo mientras mis neuronas trataban de
procesar qué me había dicho. Me lo repitió. “Robin Hood”, le entendía yo y no
comprendía porque me estaba diciendo que me parecía si no me había robado nada.
Me lo repitió una vez más y me señaló mi vestido rojo. Mis neuronas viajaron a la
velocidad de la luz hasta la parte del cerebro donde tenía guardado el recuerdo
de la clase de inglés en la que me enseñaron cómo se decía Caperucita Roja.
“Ahhhh”, le dije y me reí con una sonrisa falsa. “¿De dónde sos?”, me preguntó,
porque claramente se dio cuenta de que no estaba ni cerca de vivir en un país
anglosajón o europeo. “Argentina”, le conteste y tardó dos microsegundos en
escupir prácticamente sin respirar: “Messi, Maradona, mate”. “Te topaste con la
chica equivocada”, pensé mientras se ponía a hablar de lo mucho que le gustaba
el fútbol y tomar mate. Traté de no decirle que no me gustaba el fútbol ni
tomaba mate para no desilusionarlo, pero mi farsa no duró mucho. “¿Una
argentina que no mira fútbol ni toma mate?”, me preguntó sorprendido. Balbuceé
algo inentendible hasta para mí y desvié la conversación preguntándole a qué se
dedicaba. Por lo que pude entender estudiaba y trabajaba en una empresa, aunque
no sabía si creerle ya que era lunes a las tres de la tarde y el pibe estaba
ahí sentado al lado mío y no detrás de un escritorio. No le dije nada no solo
porque no sabía cómo decírselo, sino que porque también cabía la posibilidad de
que hubiera entendido mal. Después de unos minutos, la charla ya se había
puesto aburrida y el chico me parecía demasiado raro, así que me puse a pensar
cómo podía hacer para irme sin parecer descortés ni que quisiera acompañarme.
Por suerte no tuve que pensar mucho porque se terminó yendo solo. “safé”, me dije
y me levanté para seguir mi camino hacia Greenwich.
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