En el camino me volví a juntar con los polacos. “Qué
hambre”, exclamé. “¿No cenaste?”, me preguntaron siendo apenas las ocho de la
noche. “¡No! Es muy temprano”, les contesté y agregué que en Argentina solíamos
comer entre las nueve y las diez de la noche. Los dos abrieron los ojos como huevos. “¡Esa hora es muy tarde!”, me dijo alarmado uno de ellos. “¿No
tienen hambre?”, preguntó después. “Es que la mayoría de las personas salen de
trabajar a las seis de la tarde, y entre que llegás a tu casa o vas al
gimnasio, se terminan haciendo ocho de la noche. Después tenés que bañarte y
cocinar”, le expliqué. “Igualmente no tenemos hambre porque merendamos”, le
dije después. “¿Merendamos? ¿Qué es eso?”, me preguntó en un español gracioso. “Merendar
es tomar el té, solo que podés comer otras cosas”, le contesté en inglés. Como
siguió indagando por el “ritual” de la merienda, comprendí que no me había entendido.
Yo seguí tratando por unos diez minutos de explicarle que la merienda era tomar
el té, haciendo con mis manos las comillas en la palabra té. Se empezó a reír a
carcajadas. “No entiendo por qué me hacés así con los dedos”, me decía. Yo me
reí con él y se lo expliqué por última vez. Para él era tan difícil entender
qué era una merienda como para mi entender como es que tenían tiempo de comer a
las cinco de la tarde.
Llegamos al tercer bar y me separé de los polacos
para volver con mi grupo de latinos que para ese entonces había dejado de ser
solo latinos ya que se habían sumado un par de españoles. Subimos de nuevo una
gran cantidad de pisos hasta llegar a una terraza techada que estaba llena de
gente. Al parecer había un evento privado, así que solo podíamos desplazarnos
por una parte del lugar. En una de las mesas, un grupo de chicas había
abandonado una gran cantidad de comida y algunos de mi grupo se acercaron y se
la empezaron a comer. Yo no sabía dónde meterme de la vergüenza que me daban. “No
puedo creer lo que están haciendo les dije”, y uno de los argentinos riéndose
me dijo: “Bueno, nosotros por lo menos tenemos la excusa de que nos sale todo
muy caro, pero la colombiana… ella no tiene necesidad”, me contestó riéndose. Después
de esa escena paupérrima, nos pusimos todos a bailar y no sacamos muchas fotos.
Se había generado muy buena onda entre todos. Los únicos que habían quedado
colgados eran los brasileros que no hablaban ni castellano ni inglés. Igual
ellos eran un grupo grande así no nos preocupamos mucho. “Me voy a comprar una
cerveza”, les dije al grupete. “Pará. Acordate que el dólar está a cuarenta y
cinco”, me dijeron los argentinos. No les hice caso. La plata que tenía, la
había llevado para gastar allá. ¿Cuándo iba a volver a tomar una cerveza en un
piso veinticinco mirando a Nueva York entre la niebla? Como dice la canción:
solo se vive una vez.
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