jueves, 25 de noviembre de 2021

La Frontera I

 Luego de leer este relato, los que también leyeron Domani no, hoy  van a pensar que me gusta hacer excursiones que desafíen el tiempo. Pero la verdad es que no. Detesto vivir al límite. Para que se den una idea vivo al lado de la estación del tren, pero igualmente voy cinco minutos antes a esperarlo sentada ahí. También soy de las personas que llegan cuatro o cinco horas antes al aeropuerto “por las dudas”. Sin embargo, por segunda vez el tiempo me jugó en contra en un viaje y por segunda vez tengo una gran anécdota que recordaré toda la vida. 


Resulta que viajamos con mi novio, al que a partir de ahora llamaremos Martín, a Costa Rica. Luego de recorrer la mayoría de los lugares turísticos del lado del Océano Pacífico, fuimos para Puerto Viejo, del lado del Atlántico, a pasar los últimos tres días de nuestras vacaciones. Como aquel lugar quedaba muy cerca de la frontera con Panamá, Martín me sugirió ir a pasar el día a Bocas del Toro. Por lo tanto, nos subimos al auto que habíamos alquilado y viajamos una hora hasta el límite de ambos países. Llegamos hasta un puente que estaba lleno de camiones y avanzamos entre ellos hasta un puesto policial. Allí nos explicaron que con autos de alquiler no podíamos cruzar, que si queríamos hacerlo, debíamos hacerlo a pie. Así que estacionamos el auto sobre el puente, detrás de los camiones y se nos acercaron una señora y un muchacho en bicicleta. La mujer nos dijo que si íbamos a Bocas del Toro debíamos estar de vuelta a las cuatro de la tarde nuevamente porque la frontera de Costa Rica cerraba a las cinco. Lo repitió tres veces para que nos quedara claro. Por su parte, el muchacho de la bicicleta dijo que nos llevaría hasta el lugar donde debíamos pagar un impuesto para salir del país. Mientras caminábamos, Martín le preguntó cómo llegar hasta la isla sin el auto y nos habló de unos taxis, pero sin darnos ninguna información exacta. Finalmente nos dejó en un local que aparentaba ser un centro de copiado y dijo que le pagáramos dieciocho dólares al hombre de ahí y que él volvería enseguida. Todo me pareció muy raro, parecía que nos estaban estafando. Sin embargo, le dimos al señor los pasaporte y el dinero y a cambio nos dio un papel que decía que habíamos pagado. En ese interín, el chico de la bicicleta llegó con un hombre muy grandote y nos explicó que él era panameño y que nos podía llevar a Bocas del Toro por ciento diez dólares en total ya que íbamos a ir en combi con un grupo, pero después íbamos a volver solo nosotros dos. Martín le regateó el precio y terminó arreglando que le pagaríamos cien dólares en total más una propina. De esta manera, el panameño nos puso unas cintas en la muñeca y nos llevó hasta un estacionamiento cerca de ahí y nos pidió que hiciéramos el pase de salud para Costa Rica porque nos lo iban a pedir al regreso. “No tenemos Internet”, le dije. Y llamó a otro panameño muy bajito con jean largo y una camisa onda Versace para que nos diera señal, aunque no lo terminó haciendo porque Martín le dijo que él tenía. Sin embargo, no bien se fue el hombre, se dio cuenta de que el Internet era muy lento. En ese momento, mis dudas al respecto del viaje empezaron a crecer. ¿Cómo estábamos seguros de que esa gente nos iba a llevar realmente a Bocas del Toro y no nos iba a matar o secuestrar? Para colmo, justo apareció una mujer con pinta de Madama de burdel a la que le preguntamos si había wifi en el lugar y de forma seca y descortés nos dijo que no. Listo. Desde ese instante no pude parar de pensar que a Martín le iban a pegar un tiro en la cabeza y yo iba a terminar en una red de trata.





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