¿Vieron que todos tienen alguna anécdota con sus amigos que recuerdan hasta el final de sus días? Bueno, con mi amiga Cecilia tenemos muchas, aunque cada una tiene a su preferida. A ella le gusta contar una sobre el perfume del auto, pero a mí, me gusta mucho más la de nuestra última noche en Brasil.
A Cecilia la conocí en las clases de rock and roll y entre fiesta y fiesta y cerveza y cerveza, nos terminamos haciendo muy amigas. Hubo un verano en el que a mí me habían echado de mi trabajo y como estaba hacía ya un par de años cobré una buena indemnización. “Vámonos a algún lugar. Hace mucho que no me tomo vacaciones”, le dije. Lo pensó un poco, pero al toque me terminó contestando: “Siempre quise conocer Río de Janeiro”. A mí, que nunca había ido más allá de las Toninas, se me iluminó la cara. “¡Río allá vamos!”, grité y empezamos a sambar como locas. El 1 de marzo partimos hacia nuestro destino. Habíamos conseguido un vuelo directo muy barato por Emirates por lo que en tres horas aterrizamos en el Aeropuerto Internacional Antonio Carlos Jobin. Como era de noche pedimos un Uber, ya que nos habían dicho que era el mejor transporte para movilizarse por la ciudad. Cuando salimos para buscarlo, el calor tropical nos abrazó, pero ¿a quién le importa cuando está por vivir una de las mejores semanas de su vida, no? El chofer nos llevó hasta el Airbnb que habíamos alquilado en en Copacabana. El departamento era soñado. Nos había salido $2,5 y era un lugar como para seis personas. Podíamos elegir dónde dormir y hasta estar en cuartos separados. Aparte estaba bien equipado y quedaba a dos cuadras de la playa. Dejamos las valijas, pusimos música en el celular y empezamos a bailar. Si bien esa noche no salimos porque todavía no conocíamos el lugar ni tampoco sabíamos el idioma, nos quedamos despiertas hasta tarde. Al día siguiente ni bien nos despertamos, nos cambiamos y salimos para la playa. Ahí alquilamos una sombrilla con dos reposeras y dimos por comenzadas nuestras vacaciones. Ese día planeamos el resto de la semana: un día iríamos a Arraial Do Cabo, otro día a Ilha Grande. También visitaríamos el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor y la Escalera de Selarón. Además destinaríamos un día para ir a conocer la playa de Barra de Tijuca y el domingo, que hacían peatonal la avenida principal, alquilaríamos bicis e iríamos hasta Leblón. No podíamos más de la emoción. Queríamos hacer todo ya y a la vez que el tiempo nunca pasara. Una vez que organizamos todo, nos relajamos al sol. Pasaron muchos vendedores: de mallas, de Acaí, de Caipirinha y hasta de Marihuana. Después de comprarle una Caipirihna a un chico mendocino, paramos a uno que vendía mallas. Era un hombre bajito, todo cubierto para no le traspasara ni un solo rayo UV y con la cara completamente blanca por el protector solar. Era muy parlanchín y gracioso. No le entendíamos mucho, pero nos hacía reír. Se llamaba Noé. Ese día no le compramos ninguna malla, pero si marcamos el comienzo de una amistad veraniega. Cada día, salvo los que nos fuimos a otras playas, Noé frenó en nuestra sombrilla, clavó la suya con mallas y se quedó un buen rato hablando con nosotras, pero más que nada tratando de levantarme. Todo el tiempo me pedía que le diera una oportunidad y me decía que me iba a llevar a recorrer las playas más lindas de Brasil. Yo me reía y le seguía la corriente, hasta le dejé darme un piquito sin que nadie nos viera. Finalmente, el último día de una increíble semana que superó todas mis expectativas, me despedí de Noé y le dije que lo iba a extrañar. Me miró sorprendido y me dijo que en Brasil extrañar no era algo bueno, que era algo triste. Yo le dije que en Argentina, por el contrario, cuando extrañabas a alguien era porque esa persona era importante para vos. Mi respuesta lo dejó satisfecho. Nos dimos un abrazo, un piquito y cuando se dispuso a seguir su camino, Cecilia le dijo que a la noche íbamos a ir a bailar, que por qué no venía. Noé sonrió y le preguntó dónde y a qué hora y confirmó que allí estaría.
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