24 de noviembre de 2011. El día anterior habíamos terminado el último año del secundario y para celebrar, con algunas chicas del curso, decidimos ir a la fiesta de egresados de uno de los colegios que había ido con nosotros a Bariloche. Nos juntamos a hacer previa en lo de una de ellas. Comenzamos a tomar y a contar anécdotas de lo que había sucedido a lo largo del año. Llegado un instante de la noche, el alcohol ya había hecho de las suyas y completamente desinhibidas y, sin ningún motivo, nos sacamos las remeras para quedarnos en corpiño. Sin embargo, cuando estábamos en pleno momento de libertad femenina, los remises que habíamos pedido para trasladarnos de Florida a San Martín (donde era la fiesta) tocaron el timbre. Nos cambiamos rápido y bajamos. Antes de subir, acordamos que volveríamos todas juntas ya que la zona no era para andar solas.
Cuando llegamos a la fiesta, nos terminamos separando. Yo terminé solo con dos amigas, pero aún así la pasamos muy bien. Bailamos mucho, hicimos sociales y cómo todavía éramos muy jóvenes nos quedamos hasta que cerró el boliche y nos echaron a todos. El problema comenzó cuando buscamos al resto del grupo y no encontramos a nadie. Enviar un Whatsapp no era una opción porque todavía no existía. Entonces, de repente, nos encontramos las tres en el medio de San Martín sin saber dónde estábamos paradas a las seis de la mañana porque los celulares de esa época no tenían Internet y no se solía llevar la guía T al boliche.
Nos acercamos a una remisería que había en la esquina, pero claramente no había ni un solo auto. Aclaro que Uber tampoco existía. Nos quedamos paradas, con el primer sol de la mañana dándonos en la cara, sin saber qué hacer. Hasta que por fin alguien nos indicó que el 161 (que pasaba por mi casa), paraba en la otra esquina. Esperamos un buen rato hasta que finalmente llegó y nos subimos. Pasamos por toda la zona de fábricas, vimos subir a los que iban a trabajar y dimos mil vueltas hasta que por fin llegamos a una zona que conocía.
Viajamos un poco más hasta que llegué a mi parada y me bajé. Mis amigas debían seguir unas diez cuadras más hasta Avenida Maipú donde tenían que tomarse los colectivos que las llevaban hasta Olivos y Munro. Yo por algún motivo que desconozco hasta el día de hoy, me bajé del colectivo y fui corriendo tres cuadras desde la parada a mi casa. Me puse el pijama y directamente morí de cansancio ya que eran como las siete de la mañana. Una o dos horas después siento que suena el celular. Era la mamá de mi mejor amiga que me preguntaba si sabía dónde estaba su hija porque todavía no había llegado. Yo muy dormida y todavía un poco borracha, no entendía mucho qué estaba pasando. Le respondí que ya iba a llegar y me volví a dormir (qué amiga, ¿no?).
Al rato me desperté de nuevo y caí en la cuenta de la situación. La llamé desesperada a mi amiga, que por suerte ya estaba sana y salva en su casa, y me enteré de todo lo que le había sucedido. Resulta que cuando se subió a su colectivo, tenía pocas monedas (no, la SUBE tampoco estaba en auge en ese momento) y le pidió al chofer $1,10, cuando para llegar a su casa necesitaba un boleto de $1,25. Como en su cabeza el chofer la iba a descubrir y la iba a bajar del bondi, se hizo la dormida, pero claramente después de la noche que habíamos pasado se quedó dormida de verdad y cuando se despertó, estaba en el medio de Villa Adelina. Y ella, en vez de avisarle al chofer, decidió bajarse en el medio de la nada. Monedas para tomarse un colectivo de vuelta no tenía y como siempre le pasaba, estaba sin saldo en el celular para llamar a sus papás. Por suerte, no pasó mucho tiempo hasta que su papá la ubicó y la fue a buscar. Y obviamente, como toda situación que podría haber terminado mal, pero terminó bien, se convirtió en una anécdota de la que nos reímos hasta el día de hoy y la frase “ya va a llegar” quedó inmortalizada para toda la vida.