Lucía hacía dos años que trabajaba en el área de
Marketing de una reconocida empresa de golosinas. Por lo general se sentía muy
conforme con sus tareas. Todas las mañanas iba entusiasmada a la oficina.
Estaba aprendiendo mucho y muy rápido. Sin embargo, toda la parte digital había
tomado mucha relevancia en esos años y ella estaba poco capacitada al respecto
ya que, cuando iba a la facultad, ni siquiera existía Instagram. Por lo tanto,
su jefe le pagó un curso de Marketing Digital para que pudiera actualizar sus
conocimientos. Sinceramente le daba bastante fiaca tener que irse hasta el centro
una vez por semana durante un año pero, como era gratis, no podía quejarse.
El primer día de clases se tomó el colectivo y el
subte y caminó unas cuadras hasta llegar al lugar. Como había cola para ir por
ascensor, subió siete pisos por escalera. Casi llegó sin aire, pero lo logró.
Hacía mucho que no subía tantas escaleras. Se acercó a un mostrador y preguntó adónde
tenía que ir. La chica le señaló el aula que estaba a su derecha. Entró y saludó
a las tres personas que ya estaban ahí. El aula era demasiado pequeña. Dificultosamente
llegó hasta el segundo banco y optó por sentarse del lado del pasillo, aunque
tuviera que pararse luego para que dos personas más pasaran para sentarse al
lado de ella. Quiso prender la
computadora, pero sus dedos no encontraron el botón de encendido. Se agachó
para ver, pero se golpeó levemente la cabeza. ¿Quién había diseñado esa aula
tan incómoda? Corrió un poco las sillas y se agachó para ver. En ese momento
escuchó una voz que le decía: “Está arriba de la CPU el botón”. “¡Gracias!,
contestó ella sin mirar quién le había hablado, pero deseando que se lo hubiera
dicho antes de hacer semejante alboroto. Se sentó, pero como lo hizo tuvo que
volver a pararse para dejar pasar a un chico que acababa de llegar. Por suerte
el o la tercera ocupante nunca llegó. Miró a su alrededor. Solo eran diez
personas. Tres chicos de más o menos su edad y los seis restantes tenían más de
treinta años. A las siete en punto entró la profesora. Era bajita, estaba llena
de rulos y de energía. También parecía de unos treinta años.
Agustín había trabajado mucho para que su negocio
tuviera una buena estabilidad. Le llevó horas y horas de trabajo, mucho tiempo
menos de sueño y hasta algunos ataques de pánico, pero finalmente lo logró. Es
por eso que cuando su sobrina le dijo que tenía que hacerle redes sociales a su
local, él se negó completamente. “Si no estás en redes sociales, no existís,
tío”, le decía ella, pero él siempre le decía que no. La verdad es que sabía
que podía llegar a vender mucho por redes ya que una vez le abrió un Facebook
al local y le llegaron muchas consultas, pero como no entendía mucho como
manejarlo, solo hizo dos publicaciones y nunca más lo tocó. Un día que uno de sus amigos, que también
tenía un negocio, le contó que estaba vendiendo una barbaridad por redes
sociales. Eso le hizo un clic en la cabeza. Si había algo que le gustaba, era
la plata. Sin embargo, si se ponía las pilas con toda la parte digital quería
hacerlo bien. Esa misma noche, cuando llegó a su casa, buscó cursos de
marketing digital en su computadora y se inscribió en uno que duraba un año,
pero era muy completo.
El primer día de clases, Agustín dejó el cierre de su
local en manos de sus empleados. Eso lo ponía algo nervioso, pero si quería
crecer, tenía que delegar. Se fue media hora antes para poder bañarse y para
tomarse el subte. No se acordaba la última vez que se lo había tomado. Desde
que tenía el auto prácticamente había dejado de usar el transporte público. Sin
embargo, sabía que ir en con el auto hasta el centro iba a ser un dolor de
cabeza, así que optó por ser parte de la plebe, como decía él cuando quería
cargar a alguien.
Cuando se bajó en la estación 9 de Julio se quedó
parado en el andén mientras todos seguían caminando a su alrededor ¿Por dónde
tenía que salir? Encaró para su izquierda y cuando subió las escaleras más
gente le pasó por al lado. Se puso contra una pared y sacó su celular para
fijarse dónde estaba parado. Una vez que se ubicó caminó las cuadras que lo
separaban del instituto. Cuando llegó había una fila que llegaba hasta la
puerta para subir al ascensor. Se puso en la fila porque no pensaba subir siete
pisos por escalera. Vio a una chica pasar y pensó que debía tener mucho estado
físico para subir. Después de unos diez minutos de esperar llegó hasta el piso
que le tocaba y luego de preguntar a qué aula tenía que ir, se dirigió hacia
allí. Cuando entró se sintió encerrado. El lugar era demasiado chico. Había cuatro
personas nada más. Una de ellas estaba tirada en el piso como buscando algo.
Uno de los chicos le dijo que el botón de la CPU estaba arriba. Buen dato. Miró
donde podía sentarse y le gustó el lugar al lado de la chica que estaba
prendiendo la computadora. Seguramente le molestara tener que pararse para
dejarlo pasar, pero no le importaba. Cuando se sentó, le pidió permiso. Ella lo
miró con algo de fastidio, pero lo dejó pasar. Por suerte la tercera persona
que podría haber ocupado el lugar que quedaba nunca llegó. Iba a ser un lío si
se tenían que parar los dos. La profesora llegó a las siete muy acelerada.
Ojalá no sean así de rápidas las clases porque no voy a enganchar una.
