martes, 12 de mayo de 2020

Amor en Tiempos de Coronavirus II


Lucía hacía dos años que trabajaba en el área de Marketing de una reconocida empresa de golosinas. Por lo general se sentía muy conforme con sus tareas. Todas las mañanas iba entusiasmada a la oficina. Estaba aprendiendo mucho y muy rápido. Sin embargo, toda la parte digital había tomado mucha relevancia en esos años y ella estaba poco capacitada al respecto ya que, cuando iba a la facultad, ni siquiera existía Instagram. Por lo tanto, su jefe le pagó un curso de Marketing Digital para que pudiera actualizar sus conocimientos. Sinceramente le daba bastante fiaca tener que irse hasta el centro una vez por semana durante un año pero, como era gratis, no podía quejarse.

El primer día de clases se tomó el colectivo y el subte y caminó unas cuadras hasta llegar al lugar. Como había cola para ir por ascensor, subió siete pisos por escalera. Casi llegó sin aire, pero lo logró. Hacía mucho que no subía tantas escaleras. Se acercó a un mostrador y preguntó adónde tenía que ir. La chica le señaló el aula que estaba a su derecha. Entró y saludó a las tres personas que ya estaban ahí. El aula era demasiado pequeña. Dificultosamente llegó hasta el segundo banco y optó por sentarse del lado del pasillo, aunque tuviera que pararse luego para que dos personas más pasaran para sentarse al lado de ella.  Quiso prender la computadora, pero sus dedos no encontraron el botón de encendido. Se agachó para ver, pero se golpeó levemente la cabeza. ¿Quién había diseñado esa aula tan incómoda? Corrió un poco las sillas y se agachó para ver. En ese momento escuchó una voz que le decía: “Está arriba de la CPU el botón”. “¡Gracias!, contestó ella sin mirar quién le había hablado, pero deseando que se lo hubiera dicho antes de hacer semejante alboroto. Se sentó, pero como lo hizo tuvo que volver a pararse para dejar pasar a un chico que acababa de llegar. Por suerte el o la tercera ocupante nunca llegó. Miró a su alrededor. Solo eran diez personas. Tres chicos de más o menos su edad y los seis restantes tenían más de treinta años. A las siete en punto entró la profesora. Era bajita, estaba llena de rulos y de energía. También parecía de unos treinta años.

Agustín había trabajado mucho para que su negocio tuviera una buena estabilidad. Le llevó horas y horas de trabajo, mucho tiempo menos de sueño y hasta algunos ataques de pánico, pero finalmente lo logró. Es por eso que cuando su sobrina le dijo que tenía que hacerle redes sociales a su local, él se negó completamente. “Si no estás en redes sociales, no existís, tío”, le decía ella, pero él siempre le decía que no. La verdad es que sabía que podía llegar a vender mucho por redes ya que una vez le abrió un Facebook al local y le llegaron muchas consultas, pero como no entendía mucho como manejarlo, solo hizo dos publicaciones y nunca más lo tocó.  Un día que uno de sus amigos, que también tenía un negocio, le contó que estaba vendiendo una barbaridad por redes sociales. Eso le hizo un clic en la cabeza. Si había algo que le gustaba, era la plata. Sin embargo, si se ponía las pilas con toda la parte digital quería hacerlo bien. Esa misma noche, cuando llegó a su casa, buscó cursos de marketing digital en su computadora y se inscribió en uno que duraba un año, pero era muy completo.


El primer día de clases, Agustín dejó el cierre de su local en manos de sus empleados. Eso lo ponía algo nervioso, pero si quería crecer, tenía que delegar. Se fue media hora antes para poder bañarse y para tomarse el subte. No se acordaba la última vez que se lo había tomado. Desde que tenía el auto prácticamente había dejado de usar el transporte público. Sin embargo, sabía que ir en con el auto hasta el centro iba a ser un dolor de cabeza, así que optó por ser parte de la plebe, como decía él cuando quería cargar a alguien.
Cuando se bajó en la estación 9 de Julio se quedó parado en el andén mientras todos seguían caminando a su alrededor ¿Por dónde tenía que salir? Encaró para su izquierda y cuando subió las escaleras más gente le pasó por al lado. Se puso contra una pared y sacó su celular para fijarse dónde estaba parado. Una vez que se ubicó caminó las cuadras que lo separaban del instituto. Cuando llegó había una fila que llegaba hasta la puerta para subir al ascensor. Se puso en la fila porque no pensaba subir siete pisos por escalera. Vio a una chica pasar y pensó que debía tener mucho estado físico para subir. Después de unos diez minutos de esperar llegó hasta el piso que le tocaba y luego de preguntar a qué aula tenía que ir, se dirigió hacia allí. Cuando entró se sintió encerrado. El lugar era demasiado chico. Había cuatro personas nada más. Una de ellas estaba tirada en el piso como buscando algo. Uno de los chicos le dijo que el botón de la CPU estaba arriba. Buen dato. Miró donde podía sentarse y le gustó el lugar al lado de la chica que estaba prendiendo la computadora. Seguramente le molestara tener que pararse para dejarlo pasar, pero no le importaba. Cuando se sentó, le pidió permiso. Ella lo miró con algo de fastidio, pero lo dejó pasar. Por suerte la tercera persona que podría haber ocupado el lugar que quedaba nunca llegó. Iba a ser un lío si se tenían que parar los dos. La profesora llegó a las siete muy acelerada. Ojalá no sean así de rápidas las clases porque no voy a enganchar una.







1 comentario: