Nos conocimos en las clases de salsa, o mejor dicho armando
la coreografía de fin de año ya que como íbamos diferentes días nunca nos
habíamos visto más que por fotos. Él era rubio, alto, lindo, extremadamente
gracioso y… diez años mayor que yo. ¿Y qué? Dirán ustedes. No se preocupen, yo
me hice la misma pregunta muchísimas veces, solo que cuando tenés 22 y estás
pasando el peor año de tu vida, la perspectiva de las cosas cambia un poco,
pero si les parece bien les cuento un poco mejor como se fueron sucediendo los
hechos.
Como les contaba anteriormente, nuestra historia comenzó cuando todos
los viernes a la noche viajábamos unos 40 minutos para practicar la coreo de
fin de año. En los primeros ensayos todavía no teníamos tanta confianza, ni
nosotros dos, ni el grupo en general ya que, si bien íbamos a las clases y a
algunas fiestas, como todos saben, generar una amistad lleva un poco más de
tiempo o un punto de partida. El nuestro fue un asado que surgió como quien no
quiere la cosa y en el que terminamos festejando el cumpleaños de él. Comimos,
bailamos, cantamos, la pasamos tan, pero tan bien y se generó tan buena onda
entre todos que lo que siguió después fueron prácticas llenas de risas,
diversión y mucha cerveza. Quiero aclarar que este último dato no es menor ya
que gracias a ella fue naciendo nuestro amor. No me malinterpreten, no quiero
decir que nos emborrachábamos en cada ensayo y así fue como nos acercamos. En
realidad, fue todo lo contrario. Comenzamos a acercarnos en los tiempos muertos
en que los demás iban a comprar la cerveza. Charlábamos de todo, de lo que nos
gustaba hacer, de nuestra familia, de nuestras metas y ambiciones y así, de a
poquito, fue metiéndose en lo más profundo de mi alma que, en ese momento,
tenía una herida muy grande.
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